"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


jueves, diciembre 23, 2010

¡Feliz cumple!

Otro año que pasó a grandes zancadas. Ni siquiera me acostumbré a poner 2010 en las cartas que ya tengo que estar pensado en adicionarle una unidad al año. Diciembre llegó más rápido que un rayo y junto con él llegó también todo el descontrol festivo correspondiente.

En diciembre se amontona todo. Arranca el verano, viene navidad, termina el año, cierres de balances laborales, retrospección personal, armados de nuevos proyectos, ideas para lo que se viene. Empezamos a correr de un lado para el otro consiguiendo regalos, panes dulces y turrones. Nos metemos en un frenesí que sólo termina el 1º de enero, cuando no podemos movernos de lo pesado que estamos por morfarnos medio cordero y, ahora que los Reyes han perdido fuerzas, termina todo el espíritu celebrador.

En ese contexto es que conmemoramos la navidad. Inmersos en un derroche de plata, en un asado suculento y con garrapiñadas hasta en las orejas. Las luces comienzan a brillar en los arbolitos y las casas se ven adornadas con soplillos y estrellas. Los comercios remarcan los precios. Las empresas prestadoras de servicio invaden con publicidad y promociones imperdibles. Los chicos escriben cartas y los padres se hacen los otarios. Todo esto conlleva un puñado de decisiones y elecciones para poder transitar de la mejor manera las fiestas de finales de año.

La primera decisión que tomamos es en donde vamos a pasar el 24 por la noche. Esa elección, en mi caso, se ve favorecida por el natalicio de mi papá el 25. Gracias a ese acontecimiento, generalmente nos reunimos todos en casa. Pero conozco miles de casos que no la tienen tan fácil. En casa de los padres de ella, en la de los padres de él. Con los hermanos, con un tío, viajar, en fin, es un abanico grande de posibilidades y combinaciones. Eso sí, sin importar la elección que hagamos, los no seleccionados se sentirán un poco dejados de lado, porque navidad es la fiesta más “familiar”. No pasa lo mismo con fin de año. Uno puede irse de mochilero, si quiere, para recibir el nuevo año, no habrá problemas. Pero no estar en la mesa paterna para el 24 a la noche es casi una puñalada por la espalda o un garrotazo con el as de bastos en la frente.

Una vez decidido el lugar, viene la elección de los regalos, en función a la cantidad de personas asistentes al mismo recinto. Personalmente, esta es la parte que más disfruto de este ritual. Todos los años la firme de decisión de no gastar mucha plata se ve pisoteada por la posibilidad de ver la sonrisa de las personas que más querés detrás de un papel colorido. Eso no tiene precio, aunque sí lo tengan los presentes. Eso ayuda a entender que el valor de las cosas no tiene nada que ver con el importe sino más bien con la felicidad que nos brindan.

Luego, elegimos el menú. Generalmente preparamos comida como para siete familias de igual número que la nuestra. Para cuando terminamos con las entradas ya estamos satisfechos, y todavía falta el asado o el pollo, los platos dulces, el brindis y la ensalada de frutas. Creo que la hambruna mundial se acabaría si repartimos toda la comida que preparamos para esta fiesta, o al menos menguaría notoriamente.

Una conjunción de todo esto más otros tantos factores que no contabilizo acá da por resultado lo que llamamos Navidad. No protesto de todo esto, sino más bien lo celebro. Destaco el espíritu de bondad y de camaradería que se respira. Incluso en la calle, perfectos desconocidos, le desean a uno un año lleno de prosperidad y felicidad. Sospecho que si conserváramos esa mentalidad, la cosa sería mucho más simpática siempre. Es algo así como el abrazo de gol en la popular con perfectos desconocidos, sincero, lleno de alegría y de dicha compartida.

Sin embargo, cuando me siento a reflexionar, cosa que no pasa muy a menudo, me doy cuenta que dejamos afuera de este mejunje a un personaje muy especial para este acontecimiento. No estoy hablando de Papá Noel en su traje rojo, con esa extraña costumbre de entrar por la chimenea, siendo la puerta la opción más sencilla. Además, son más las casas con puertas que con chimeneas.

No, no hablo de él.

Me refiero al cumpleañero, al centro de todo esto: Jesús.

Hablo del Hijo de Dios hecho hombre. Ese que vino a esta tierra a nacer por mí y también por usted, querido lector. Aquel que marcó un antes y un después de nuestra historia. Nuestra navidad no tiene mucho que ver con él y ahí esto pierde el sentido. Es, literalmente, festejar un cumpleaños sin el agasajado.

Está muy bueno este cumple, porque es multitudinario. Invitó a todos a celebrar con Él. Y como para completar el combo, es Él el que está dispuesto a visitar nuestras casas para su cumpleaños. Eso no se ve todos los días.

Quiero decir con esto que no tenemos que perder el verdadero sentido de esta fiesta. Si bien se sabe que no es una fecha real, no deja de ser una buena oportunidad para reforzar nuestra relación con el Salvador y dejarlo entrar a nuestro corazón. Ese es, precisamente, el mejor regalo que podemos hacerle.

Deseo que este 24 nos encuentre celebrando, en familia, sin olvidar el lugar que Jesús ocupa en esta fiesta. Que todos juntos podamos alzar las copas, abrazarlo fuerte y decirle cariñosamente “¡Feliz cumple, Maestro!”.

viernes, agosto 06, 2010

Cuchillito que no corta...

Seguimos celebrando “días de”. El domingo todos nos agarramos de la mano de papá o mamá y cruzamos la calle de los recuerdos, esa que nos lleva directamente a la niñez. Claro, para eso tenemos que mirar bien para los dos lados y luego dejarnos llevar por, frase común si las hay, ese pibe que todos tenemos dentro.
Personalmente, siempre disfruté del día del niño. A decir verdad, lo que más me atemorizaba es que me dejaran de dar regalos para esa fecha.
— ¡Terrible zanguango! ¿Todavía te dan regalos para el día del niño?
Yo simplemente sonreía y evitaba responder semejante interrogante. Es que dejar de recibir regalos significa mucho más que perder la oportunidad de obtener un juguete nuevo anualmente. Representa el paso de la niñez a vaya saber uno dónde. No tener regalos el primer domingo de agosto (sí, en mi época era el primer domingo) involucra responsabilidades, limitaciones, no entender lo que pasa. En resumen: crecer.
No me di cuenta en qué momento dejé de ser niño. Sospecho tal vez que la metamorfosis todavía está incompleta. Deseo que sea eso.
Dos por tres me siento a mirar al fondo, ahí donde me acobachaba con mis amigos revoltosos para hacer chistes sin ser escuchado por la maestra. Repaso las trepadas al árbol nicoleño, hoy ya extirpado. Recorro las aulas, as casas de mis amigos, las veredas, las bolillas, las figuritas, Tom y Jerry y el Correcaminos. Me voy un poco más lejos y encuentro a La Hormiga Atómica, e incluso a Mr. Hipo pasa, a los saltos, en cada corte.
Del mix de todos esos momentos mágicos y de rodillas sucias, nacieron las historias que siguen a esta introducción. Fui un niño feliz y eso que me cansé de llorar. Comparto con ustedes algunos de esos entrañables recuerdos disfrazados de cuentos.


El niño que quería crecer
Juan, como todo niño, estaba empecinado en ser grande. Pero había llevado esa obsesión al extremo.
Desde sus primeros años intentaba formar parte de la charla de los adultos y siempre recibía el mismo reproche:
— ¡No te metás en las conversaciones de los grandes!
Eso lo indignaba y lo motivaba en su empresa de crecer de prepo.
Había decidido usar ropas formales. Cuando no vestía de elegante sweater utilizaba camisas lisas y rubricaba la idea con corbatas perfectamente anudadas.
Nunca supo responder a la repetida pregunta de “¿qué vas a ser cuando seas grande?”. ¿Acaso no basta simplemente con ser grande?, se preguntaba internamente.
Se comportaba totalmente distinto a sus compañeros de grado. No corría en los recreos ni participaba de los juegos barriales nocturnos. Cosa de chicos, pensaba.
Cada cumpleaños era una fiesta para él. No por los regalos ni las tortas con mucho dulce de leche, sino porque cada vez daba un pasito más para ser considerado socialmente adulto.
Sus padres y maestros, preocupados, intentaron que entrara en razón al respecto. El cinismo desparramado en las respuestas acabó con cualquier intento de diálogo.
Atravesó su niñez ocupado en no caer en chiquilinadas. No se permitía ensuciarse comiendo helado ni festejar un gol con una pelota hecha con jirones de tela. En realidad, ni siquiera se permitía jugar con ella.
Siempre intentó hacerse amigo de personas adultas y desarrollaba conversaciones elevadas de contenido político. Reflexionaba acerca de la pobreza mundial y de las circunstancias que llevan a los niños a robar para sus padres.
La noche anterior a cumplir 18 años no pudo dormir. Oficialmente sería grande al día siguiente. Se levantaría siendo, al fin, mayor. Ya no necesitaría fingir ni pretender ser algo que no era.
Ese día, bien temprano, su abuelo (el más longevo de la familia) se acercó y le dio un fuerte abrazo. Lo miró detenidamente, como sintiendo pena por él. Finalmente le dijo al oído.
— Ahora ya sos un hombre…
Juan lloró amargamente ese día.


El niño en la mesa equivocada
La familia de Tito era numerosa. Sus abuelos pertenecían a la generación en donde la programación se cortaba a las diez de la noche.
Esto implicaba que en cada cumpleaños, casamiento, navidad o simplemente reunión de fin de semana, la cantidad de comensales sea excedente al común denominador de las familias promedio.
Esto no era algo por lo que Tito protestara. Todo lo contrario. Siempre encontraba, en tal multitud, algún primo con quién jugar.
Había de todos los tipos. Estaba Carlitos, con el que mejor se llevaba, seguramente porque le gustaban las mismas cosas y era el que más cerca vivía de su casa. Estaban las chicas, que nunca dejaban de charlar. Estaba el grupo de los que vivían lejos, entonces no los veía tan seguido. Siempre, en cada fiesta, había un buen número de posibilidades, ideas y juegos.
Pero un día, mientras comían, Carlos le abrió los ojos.
— ¿Te das cuenta — le dijo — que siempre nos dan esta mesa chiquita para que comamos? ¡Estoy podrido de sentarme acá!
Tito nunca notó que, indistintamente del índole de la reunión, él y sus primos más chicos siempre eran instalados en “la mesita chica” de la casa.
Nunca se había dado cuenta de que, al momento del almuerzo, eran excluidos arbitrariamente del calor y la seguridad familiar y relegados al mueble petiso, descuidado y desprovisto de los privilegios de la mesa mayúscula.
Indignado, decidió terminar con tal conducta paterna en un santiamén. Esta sería la última vez que no comería con los grandes. Él no pertenecía a esa mesa en el rincón. No era justo que no pudiera compartir con toda su familia los momentos más significativos.
Paciente, esperó hasta el próximo domingo para asentar su queja.
— ¡Pongan la mesa que ya está el asado! — grito el padre desde la parrilla.
Con gran velocidad y destreza, Tito se acomodó en un costado de la mesa familiar. Era guapo pero no tanto como para ubicarse en una de las cabeceras. Desde su lugar veía como todos, de a poco, se iban sentando.
Miró hacia la mesa chica, en donde sus primos ya estaban comiendo las porciones preparadas especialmente para ellos. Carlos estaba expectante. Si no le decían nada a Tito, él sería el próximo en abandonar la mesita.
Las primeros trozos de carne llegaron a la mesa y los que estaba sentados ya se sirvieron. Tito puso una costilla en su plato y un poco de ensalada.
La mesa se iba poblando y parecía que nadie notaba su presencia. Ya estaban ubicados casi todos los tíos, estaban sus abuelos, los primos grandes, los de la otra generación. La tía Marta fue una de las primeras en sentarse y ya estaba comiendo, sin esperar demasiado.
Llegó su padre y ocupó una de las esquinas de la mesa, la más próxima a la parrilla. Tampoco notó su presencia.
Uno de sus tíos habló. Dijo algo referente a no sé qué compañero de la oficina. Todos rieron. Luego, otro de sus tíos hizo un gesto raro e imitó a “el bobo” del trabajo, dijo. Nuevamente todos rieron. Hablaban de cosas que eran para nada graciosas y sin embargo todos reían. Tito no alcanzaba a comprender lo que pasaba. No podía darse cuenta por qué todos lanzaban carcajadas y disfrutaban del almuerzo menos él.
Sintió que era necesario que notaran que él estaba ahí.
— Ayer, en el grado, Lezcano armó un bollito de papel y lo escupió con el tubito de una lapicera Bic. ¡Le pegó justo en la cabeza a la piba que se sienta adelante!
Fue ignorado casi por completo. Apenas uno de sus primos le prestó atención, pero fue para devolverle una mirada por demás desdeñosa.
Algo raro estaba pasando. Ya no quería estar ahí. Era demasiado aburrido todo. Prefería estar ensuciándose mientras comía con sus primos, riendo y haciendo bromas, pensando en terminar rápido para seguir jugando. Pero sabía, ahora no podía retirarse.
Entonces las injusticias de la vida saltaron en su defensa.
Juntas llegaron su mamá, la tía Cleta y su abuela. Traían ensaladas y pan. Un veloz recorrido por la mesa contabilizando la disponibilidad ocupacional y el resultado fue matemática pura. Dos lugares vacíos. Tres nuevas comensales.
La madre analizó la situación. Meditó. Puso su cara más noble y le dijo:
— Tito… ¿por qué no vas a la mesa con tus primitos así se puede sentar la abuela?
— No, mamá. Hoy quiero comer acá. — Dijo Tito conteniendo las ganas de salir disparado para la mesa juvenil. Los valores y principios antes que la propia voluntad.
— Roberto — dijo la madre cambiando el tono y reemplazando el apodo — andá para la mesita con tus primos. Necesitamos un lugar en la mesa y vos sos chiquito todavía.
— Me quiero quedar ¡acá! — dijo Tito acentuando más de la cuenta la última a.
De pronto, parecía que todos en la mesa ahora sí le prestaban atención. Claro, pensó, la rebeldía sí es tenida en cuenta y no mis experiencias escolares.
Hubo una fracción de segundos en donde todo quedó en silencio. Parecía que se escuchaba el tic tac del reloj que colgaba en la cocina, a dos puertas de donde estaban sentados.
Quería levantarse y correr a sentarse con sus primos, pero estaba en una posición desde donde no podía retroceder. Había llegado hasta ahí y ahora era el estandarte de los relegados a mesas enanas. Era el emblema de los pequeños con grandes pensamientos. Era todo un símbolo de su generación. No podía retroceder.
La orden salvadora de su padre llegó casi como un trueno:
— ¡Andá a la mesa la chiquita, carajo! ¡Más grande y más pelotudo se pone este gurí, mierda! — dijo rezongando.
Sin dudarlo, fingiendo un llanto para mantener sus principios a salvo y manifestar su disconformidad, corrió hasta la mesa en donde sus primos lo estaban esperando.
— ¿Y? ¿Qué pasó? — Preguntó Carlos.
— Nada… aquella mesa será muy alta y con gaseosas… pero me quedo toda la vida con esta… Te aseguro que nunca más me equivoco de mesa. — Dijo mientas atacaba con las manos a una costilla bien cocida.



El niño enamorado de la maestra
Daniel había comenzado a sentir algo raro en primer grado. No sabía muy bien lo que era, pero por lo que había escuchado decir a los más grandes, era amor.
Ella era hermosa. Siempre estaba impecable con su guardapolvo blanco. Sus rizos dorados llegaban hasta sus hombros siempre erguidos. Usaba unos lentes perfectos para su rostro, que brillaba más con cada sonrisa.
Sus compañeros decían que no era linda, pero cuando él se cansó de refutarlos optó por ignorarlos.
El destino se empeñó en separarlos en segundo grado, pero igual él siempre se las arreglaba para poder observarla en los recreos. Incluso, alguna vez, cruzó alguna que otra palabra con ella.
Debido a algunos cambios impensados y fortuitos, volvieron a coincidir en tercer grado. ¡Cuán feliz estaba el niño de volver a compartir todas las clases con ella!
Ahora, después de dos años, ya no hacía falta sostener sus sentimientos en lo que otros habían dicho sentir… estaba seguro que lo que revolvía su cabeza era amor.
El último día de clases Daniel sabía que todo cambiaría y ya no sería lo mismo. Sabía que volver a cruzar caminos sería prácticamente imposible. Comprendió que tenía que hacer algo al respecto y tenía que ser ese mismo día.
El timbre fue el preámbulo del incontenible estruendo infantil que anuncia el fin de las clases. Ella comenzó a recoger sus cosas del escritorio cuando la pequeña nota se deslizó sobre la lista de asistencia.
Tomó sorprendida el papel y lo leyó sin levantar la vista, de un sólo tirón.
En silencio, buscó a Daniel con la mirada. Sus ojos coincidieron en un instante eterno. Ella sonrió dulcemente y salió del aula. Él sabía que ahora podría ser feliz para siempre.


El niño y la novia desinformada
Hacía dos años que Julieta y Alejandro eran novios. El único detalle era que él nunca se lo había informado a la niña de trenzas largas. El la amaba desde siempre y un día decidió que ella sería su novia por la eternidad.
Desde ese día había estado esperando la ocasión de demostrarle con acciones lo que sentía por ella y esa tardecita se presentó la oportunidad.
La escondida fue el juego escogido. Todos estuvieron de acuerdo en que no se podía pasar de la casa de dos pisos de la esquina y tampoco valía en la casona abandonada. A todos les daba miedo pasar por ahí de noche.
— ¡Doy la piedra y me salvo! — Gritó Alejandro.
Tomó una piedrita del piso y uno a uno sus compañeros de juego fueron acertando la mano vacía. Comenzó a preocuparse cuando apenas quedaban dos. Julieta y Esteban, el que mejor se escondía siempre.
Esteban se adelantó a la novia desinformada y, azarosamente, acertó la mano sin piedra.
Julieta se adelantó tímidamente. Nerviosa. Su destino se definía por penales.
Miró las dos manos cerradas que su enamorado ponía delante de ella. Trató de encontrar alguna diferencia pero eran exactamente iguales.
Entonces Alejandro copó la parada. Movió la mano izquierda casi imperceptiblemente, indicándole en cuál de ellas no estaba la piedra.
Julieta levantó la vista sorprendida. Buscó una señal en los ojos de Alejandro y el niño, sabiéndose ganador del destino, hizo un guiño cómplice con el ojo izquierdo para rubricar la primera señal.
Entendiendo muy bien lo que pasaba, la niña tocó la mano indicada.
Ella corrió a esconderse y él a enfrentar la fría pared de las consecuencias.
La vida es una cadena de decisiones y desafíos. Algunas veces alguien nos indica en qué mano esta la piedra, otras veces tenemos que contar hasta cincuenta, sin pausa y sin espiar. Lo genial de todo esto es que Alguien ya cantó piedra libre para todos los compañeros.




El niño que fue a menos
La señorita Claudia le pregunta a Ferro:
— ¿Quién fundó la ciudad de Asunción? Ferro lo ignora y lo confiesa. La maestra intenta por otros rumbos.
— Tissot.
— No sé, señorita.
— Rossi.
Silencio. El ambiente se pone pesado porque quizá la señorita Claudia enseñó aquello el día anterior.
— Maldonado.
Nada. Claudia frunce el ceño y ensaya unos reproches generales. Frezza, el tano Frezza, lo sabe de algún modo misterioso. Es extraño el camino que siguen las nociones: suelen alojarse donde menos se piensa.
— Núñez. López. Dall’asta.
Tampoco. Frezza espera, sobrador, sin levantar la mano. Cosa de manyaorejas, piensa.
La señorita Claudia se dirige a las niñas y pronuncia el nombre amado. Frezza está muy lejos para soplar y la morocha que lo enloquece no puede contestar. De pronto, la maestra lo mira.
— Frezza.
Y el niño taura, que tal vez necesita anotarse un poroto, se levanta, mira hacia el banco y de la morocha y dice casi triunfal:
— No lo sé.
Si es que nadie lo sabe, estará bien no saberlo. Frezza se sienta y se oye entonces, como en una horrible blasfemia, la voz de Campos, injuriosa:
— ¡Juan de Salazar!
Pasaron los años. La morocha no conoció el amor de Frezza ni tampoco su gesto elegante y generoso.
Si alguien califica estas lecciones en alguna libreta celeste, Frezza tendrá un nueve. Y si ni siquiera existe esa libreta, entonces tendrá un diez.

Nota: este último relato está extraído del libro “Crónicas del Ángel Gris”, de Alejandro Dolina.


Este domingo ya no espero regalos, aunque sé que mi vieja seguro algo me da. Sé que estoy lejos de ser un niño pero sigo luchando contra ser grande. Un soldadito de plástico mutilado, pero pegado con fuego, que resiste el paso del tiempo con todo el arsenal disponible. Es una batalla perdida, porque el enemigo es implacable. Pero lo honroso muchas veces no tiene nada que ver con la victoria, sino más bien con la manera de haber muerto en la pelea.


“We too have been there; we can still hear the sound of the surf, though we shall land no more.” J. M. Barrie

lunes, julio 19, 2010

Brillando en la oscuridad...

No conozco muy bien el motivo por el cual se festeja el 20/07 el día del amigo en Argentina. Pero, si bien tengo mis dudas en cuanto a “los día de”, nunca dejo pasar una oportunidad de celebrar y brindar por algún noble motivo. Cuánto más cuando ese motivo es la amistad.
Entonces, a modo de copa burbujeante, decidí escribir algo relacionado a la amistad. Pero buscando un poco de originalidad, me tropecé constantemente en caminos frecuentes. Que “sos importante para mí”, que “nunca me faltes”, que “nunca cambies” y todo eso. Válido, pero recurrente.
Después transité las avenidas de la filosofía y la profundidad… pero como no conocía nada, enseguida agarré una cortadita, la de los cuentos y las fábulas. Sé que las pocas personas que forman mi lista de amistades sabrán entender que este es mi idioma y que si bien no es un mensaje directo lleno de palabras y frases repletas de sentimientos, no deja de ser un emotivo saludo y un grito de gratitud por la amistad que a diario empapela esta habitación enmohecida y agrietada.


El hombre sin reflejo
José Filippo poseía la peculiar característica de no verse reflejado en los espejos. Tampoco su imagen perduraba en las fotografías ni en las cintas de video. Nunca se supo bien cuál era el motivo que impedía que su imagen se reflejara ni qué fenómeno la había provocado.
En sus primeros años esta cualidad no era un problema para José. Pero a medida que la adolescencia comenzó a hacer estragos en su cabeza, los primeros trastornos comenzaron a presentarse.
Cuando pibe, su mamá era la encargada de aprolijarlo a diario. Lo peinaba con raya a un costado y acomodaba sus cejas para que no estuvieran desordenadas.
Siempre bastó que su madre le dijera que él era la persona más hermosa del mundo. Era su mamá quién se lo decía. Pero cuando creció su interés en la belleza del sexo opuesto comenzó a sospechar de la veracidad de esta afirmación materna. Las mujeres no huían despavoridas ante su presencia, pero tampoco les preocupaba demasiado perderse la oportunidad de salir con “la persona más hermosa del mundo”. Era de esperarse que ante tal posibilidad las chicas debieran hacer cola para charlar un rato con él. Sin embargo, Tito Lezcano parecía tener mucha más suerte en cuestiones amorosas.
La necesidad primaria de conocer su rostro y saber si su mamá le había mentido toda la vida concluyó en una obsesión que ocupó sus ideas durante mucho tiempo.
El primer intento tuvo que ver con un pintor amigo que estudiaba en la escuela de arte pero el expresionismo no es un fiel amigo de los retratos.
A diario, cerraba sus ojos y tocaba lenta y minuciosamente cada recoveco de su cara. Intentaba utilizar otros sentidos para reconocerse. Una lágrima sutil siempre rubricaba su intento desesperado.
Tito y Charly, sus amigos de la infancia, no pudieron soportar su desdicha y decidieron apoyarlo en este viaje al descubrimiento. Juntos llevaron a cabo miles de planes y estrategias. Formaron espejos de agua en fuentones de zinc, de plástico y hasta en una palangana de losa blanca. Incluso viajaron hasta el más tranquilo de los lagos para obtener el más nítido de los reflejos. Compraron máquinas fotográficas de todas las marcas esperando que alguna obtuviera el resultado esperado. Filmaron, copiaron y volvieron a filmar. Las grabaciones fueron sometidas a los más rigurosos filtros y procesadas por el software más avanzado. Adquirieron experiencia técnica en el campo de las imágenes. Crearon productos y métodos revolucionaros. Durante años trabajaron arduamente, pero siempre obtuvieron el mismo resultado: imágenes borrosas, acuarelas corridas, manchas oportunas, ondas concéntricas desfiguradoras.
Cuando comprendieron que obtener una imagen del rostro de José sería imposible, en lugar de rendirse ante el fracaso, decidieron utilizar estrategias un poco menos convencionales.
Charly intentó obtener una descripción detallada de los parientes más cercanos de José. Pero sus abuelos maternos dijeron que era igualito a su madre. Los paternos, en cambio, juraron igualdad con su progenitor. Su madre volvió a jurar que era la persona más hermosa del mundo y su padre atinó a decir algo acerca de que de tal palo, tal astilla.
Inspirado por la idea de Charly, Tito creó una encuesta en donde preguntaba, con todo el rigor, hasta el mínimo de los detalles, haciendo énfasis en los ojos, la boca, el mentón y el cabello de José. La repartieron por el barrio, el colegio, el club, por todas partes. Pensaron que mientras más datos tuvieran, más simpe sería armar la imagen. La idea era perfecta, pero el resultado fue muy amplio.
Las respuestas fueron desde “no tengo las más mínima idea de quién es éste” hasta específicas características descriptivas del rostro de José. Pero la encuesta también mostró que el rostro del sin reflejos no era igual para todas las personas. Casi todos concordaban en el color de ojos y de cabello y medianamente coincidían en la altura, pero para algunos su nariz era puntiaguda, para otros, regordeta. Otros creían que sus ojos eran medianos, pero no faltaban los que decían que eran grandes y los menos, muy chicos. Algunos sostenían que sus mejillas eran rechonchas pero muchos llegaron a pensar que eran flacas, casi esqueléticas.
Fue ahí cuando José tuvo una iluminación. La idea nació en su cabeza y fue recorriendo cada una de sus extremidades, estimulando sus nervios y vigorizando sus músculos.
– Es lógico – dijo – que cada una de las personas encuestadas hayan dado respuestas tan variadas. Es entendible porque cada uno de ellos conoce solamente ciertos aspectos míos y han visto mi rostro en diferentes situaciones. Algunos fueron compañeros de primaria, otros del secundario. Algunos los conocí porque vivimos cerca y a otros porque coincidimos durante viajes. La objetividad de mis padres y abuelos está empañada por el amor y el cariño fraternal. Para una madre ningún hijo es feo, aunque sea un Cuasimodo en potencia. Existen solamente dos tipos que pueden dar una descripción fidedigna de lo que soy… y esos son ustedes, mis amigos, los que estuvieron desde el principio conmigo, fracaso tras fracaso, en esta empresa que fue conocerme.
Charly y Tito escuchaban en silencio, sabiendo donde los llevaría la reflexión.
– Sólo ustedes pueden decirme cómo soy… así qué, respondan… ¿Cómo me veo? – preguntó, esperanzado, José.
Los amigos se miraron cómplices y evaluaron la situación. Sabían que su respuesta era lo que José estuvo persiguiendo toda su vida. Sabían que lo que dijeran, marcaría a su amigo por siempre. José tenía razón, sólo ellos tenían la llave del conocimiento en sus manos.
– Te ves… – dijeron casi al unísono y dándole solemnidad al asunto – ¡…como un flor de pelotudo! – Y soltaron una carcajada socarrona.


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jueves, julio 01, 2010

Con la frente marchita

Siempre estoy volviendo a mi San Nicolás natal. Me gusta pensar que, de alguna manera, nunca me fui. Pero eso no es verdad.
Recuerdo el día en que lo comprendí.
Llegué a mi barrio después de varios años. Iba recordando esquinas, veredas y personas muy familiares durante todo el trayecto que une la casa de mi tía con la vieja casilla interna revestida con recuerdos donde viví de pibe. Pero al llegar, cuando me paré en la vereda, comprendí que, aunque estuviera ahí, no había regresado a donde yo quería.
Alguna fuerza moderna había cambiado la carbonilla de las calles por un vulgar asfalto. El tapialito y la reja negra habían mutado a una pared amarilla, con dos frías ventanas regulares. La puerta del pasillo que comunicaba directo con mi casa, en la cual me paraba poniendo mis pies entre reja y reja y viajaba aferrado mientras formaba el arco que modificaba su estado de abierta a cerrada y viceversa (más de una vez me comí un reto por eso), había sido reemplazada por un portón para autos, con un recorrido mucho más grande, pero también más triste.
Hice dos pasos para atrás, para poder contemplar el paisaje desolador por completo.
Quise llorar.
Pero no fue la calle, ni la nueva pared, tampoco la falta de mi puertita lo que realmente me sopapeó.
Alguna perversa entidad, sin corazón ni sentimientos, taló mi árbol. Arrancó de raíz mi infancia.
Mi árbol no era un árbol común, para nada. No era un simple fresno de mediano tamaño. Era, en realidad, algunas veces una nave espacial y otras tantas el cubil secreto del superhéroe que supe ser de niño. Tenía dos ramas paralelas lo suficientemente distanciadas como para ser el asiento del capitán ó el mullido sillón desde donde se dirigían todas las operaciones para salvar al mundo.
Las veces anteriores, cuando regresaba, el fresno se erguía como símbolo de mi niñez, un emblema de mi crecimiento progresivo. La rama que primero era inalcanzable, ahora la tocaba con la cabeza. El robusto tronco gigantesco, ahora lo abrazaba sólo con un brazo.
Pero esta vez, alguien, algo, o vaya a saber uno qué, había tenido la cobardía de extirparlo mientras yo no estaba ahí para defenderlo.
Su ausencia fue el cachetazo que me hizo percatar de que ese ya no era mi lugar. Ya no era el sitio que amé, pese a tener las mismas coordenadas geográficas.

Fue ahí, parado en esa vereda de baldosas húmedas, donde comprendí que no existía el regreso para mí. Fue en ese lugar conocido, donde entendí que nunca más podría usar el guardapolvo impecable los lunes y grisáceo los viernes, que ningún otro beso sabría como el primero, que nunca más iba a dar la piedra y salvarme y mucho menos poder salvar a todos mis compañeros.
El tiempo avanza a velocidad constante, pero sin detenerse nunca. Las cosas cambian y las personas mucho más. Por eso, por más que lleguemos exactamente al mismo lugar, nunca habremos regresado verdaderamente.

La persona que incrédula miraba lo que supo ser su infancia, no era la misma que se fue a Entre Ríos pila de años atrás. Ahora cargaba decepciones, ilusiones, estudios, ratas, picados barriales y relaciones con otras personas, tenía plata en el bolsillo y mis planes de vida impecables. Era Pablo, pero otro Pablo. Volví, pero nunca regresé.

Ahora, que me miro al espejo y me veo más gordo y empezando a calvear, ya tengo asumido esto de no buscar la felicidad hacia atrás y que la cosa no tiene tanto que ver con el destino, sino más bien con cómo nos la rebuscamos durante el camino. Ya no intento llegar a donde fui feliz, sino más bien encontrar otros lugares donde poder serlo. A cada minuto. Porque no soy el mismo con cada segundo que pasa. Porque la panza crece y ya no llego a las pelotas en los ángulos. Porque las personas que nos rodean y amamos están con nosotros ahora, pero no sé si estarán después.
Ahora que releo esta entrada, ya no me gusta como al principio. Eso quiere decir que el que la termina de escribir no es el mismo que la comenzó. Dejo un abrazo grande para todos los que pasan por este post, pero no sé de parte de quién… imagino que de parte del que termina… aunque podría ser del que la inició… O de ambos, todo esto es muy complicado. Tal vez yo mismo, pero dentro de una puñado de años, lea este texto que tuvo la sana intensión de ser explicativo, y por fin alcance a comprender lo que hoy quise decir… o quiso decir el que supe ser cuando todavía no había escrito esto.


En el fresno, con mi hermano, en una de las tantas vueltas sin regresar.

miércoles, marzo 31, 2010

Necrológicas

Me duele la cabeza como nunca antes. Como si tuviera la cabeza debajo del agua, distorsionado, escucho:

- ¡Hey, señor! ¡Me escuchás!

¡Claro que te escucho! Como no voy a escuchar la incongruencia que existe entre “señor” y “escuchás”. Esa aberración me hace doler un poco más la cabeza.

¿Qué es ese sabor que tengo en la boca? Parece sangre. Es sangre. No puedo escupirla y tampoco tragarla... ¿Qué está pasando? De paso, ¿por qué sólo veo esta rugosidad gris y caliente?

Es pavimento. ¿Qué cornos…? ¿Estoy tirado acá? ¡Epa! Las piernas deberían estar haciéndome caso, pero se ve que están en huelga o algo de eso…

- ¡Hey, señor! ¿Está usted bien?

Bueno, al menos éste está aprendiendo. “¡No me puedo mover!” y evidentemente no puedo gritar tampoco. Es eso o estoy sordo, porque yo no escuché lo que grité. Pero… ¡cómo voy a estar sordo, si escucho al otro que me grita! ¡Vamos, Gringo! ¿Qué te está pasando?

¡Salí de acá! ¡No me toqués o te reviento, boludo! ¿Qué hacés? ¡Salí!

Bueno, al menos me dejó boca arriba… ¿Qué está haciendo toda esta gente? ¿Qué mira? ¿Tengo dulce de leche en la cara?

Tranquilízate, Gringo… tenés que entender qué está pasando… A ver, rebobinemos…

Salí de casa tipo 10… fui a la panadería de Lanzi… le miré el culo a la panadera… después… después… ¿qué hice después? ¡Pensá! ¡Pensá!

¿Qué tenía que hacer? Nada, creo… ¿volvía a casa? Sí, definitivamente estaba yendo para casa… ¿Pero qué pasó? ¿Qué pasó?

¡Huy... esto de pensar me está matando! ¡Qué lo parió… cómo me duele el mate!

- ¿Venías rápido? ¿Con qué pegó?

- ¡No! Si había arrancado en el semáforo… No sé… No lo vi… Apareció y yo quise frenar… pero no reaccioné…

¿Qué dice la pelotuda esta? ¿No me digás que la boluda esta me chocó? ¡Huuu… la puta madre… la boluda esta me chocó…! ¡Qué cagadón! ¿Y ahora? ¿Qué mierda hago?

¡Hey, Cureta! Me imagino que ya llamaste una ambulancia, ¿verdad?

Con la cara de banana que tiene este… estoy realmente jodido.

Pero… ¿dónde me chocó? Pensá… Pensá… Yo estaba en el semáforo, esperando para cruzar… ¡No me acuerdo!

Se me está pasando el dolor de cabeza… pero no puedo respirar bien…

¡No puedo respirar! ¡No puedo respirar! ¡Heeeeey! ¡Alguien que se dé cuenta que no puedo respirar! ¡La sangre me está ahogando!

- Me parece que no está respirando… la sangre lo está ahogando…

- Ponele la cabeza de costado.

Bien, Cureta… ¡al fin te avivaste, loco!

Bueno, Gringo… estás complicado. ¿Y ahora? ¿Qué vas hacer? ¿Qué tiene esta ambulancia que no viene? Seguramente debe estar estancada por la “onda verde” de Ramírez...

¿Será que ya fue? ¿Será que este es el fin? Nah, no puede ser… Porque si fuera así, toda mi vida tendría que estar pasando delante mis ojos… Debería estar viendo imágenes de cuando era pibe y jugaba con los chicos del barrio en San Nicolás… Tendría que verme de guardapolvo blanco, caminando hasta la escuela Zubiaur y boludeando con los compañeros a la vuelta… Debería verme en la cancha detrás de la Escuela Hogar, estrenando mis primeros guantes, los Reusch blancos, negros y rosa que me regaló mi hermano y que todavía me da bronca que en uno de sus arrebatos de limpieza mi vieja me los haya tirado… Las ratas durante la secundaria, el guiso en casa de María, con Seba de camisa y corbata por la promesa que hicimos si entrabamos a Computación… Tendría que acordarme de los besos de Mariana, de Ana, de esa morocha que no me acuerdo como se llama y de “EL” beso de Ruth… ese seguro pasaría en cámara lenta… Tendría que acordarme de las horas de cantina en la facultad, de las horas en la oficina, de los almuerzos con los locos del laburo…

¡Pero qué carajo estoy haciendo! Pero si seré… le estoy dando letra a la agonía… Bien, Gringo… ahora sí que la jodiste… Acabás de tirar al carajo el único argumento que te podía mantener vivo… ¿Pero acaso no mirás tele, boludo?

¿Y todo lo que me falta por hacer? No, no puede ser… Tengo que formar una familia, triunfar en los negocios, jugar el campeonato de empresas con los pibes… no puede ser que termine todo acá…

Si hubiera sabido no me hacía el interesante con la rubia esa que estaba re buena… “Necesito mi espacio, necesito mi espacio”… ¿Desde cuándo uso esos argumentos femeninos? ¡Por favor! Hubiera pasado unos buenos ratos con ella…

Si salgo de esta, mañana mismo la llamo… bueno, si es que puedo. El otro día la vi en el mercado… sigue estando tan fuerte como antes… Ni me saludó la guacha… y sí, si nunca más la llamé ni nada de eso… terrible.

¡Ahhh! ¡Me duele todo! ¿Con qué me chocó esta? ¿Con una retro?

¿Pero… entonces… esto es todo? ¿Hasta acá llegué?

¡No puede ser! Si soy re pibe todavía… Toda un vida por delante…

Ya me imagino a los vecinos leyendo la noticia en El Diario… “Boludo muere atropellado al cruzar la calle”… ¿Qué pondrán en el diario? ¿Será que mis familiares y amigos van a poner muchas fotitos mías con las típicas “Gringo, nunca te vamos a olvidar…”, “Amado esposo, padre, hijo y amigo”? Bueno, esposo y padre no creo, pero seguro algo parecido.

Seguro me van a velar en Lampertti. Al fin, después de pagar no sé cuántos años, vamos a poder usarlos un poco… ¿Irá mucha gente? ¿Viajará alguien de San Nicolás? No creo… Espero que al menos vayan los locos de la oficina. El Colo tiene que ir, no puede ser tan garca. Seguro el Seba se viene del sur… sí, seguro él va a estar. Fernando también… Me imagino que mi hermano le va a pedir que haga una oración y dirija la ceremonia.

¡Fah! Mi hermano… pobre. Ese va a estar destruido. ¡Qué macana, che! Esto debía ser al revés… y yo encargarme de su velorio, así él no tendría que pasar por esto…

¿Y mi hermana? Pucha, no pude decirle todo lo que representa para mí y cuánto cambió mi vida desde que ella está… Ya no vamos a poder ir al Monumental a saltar con los Borrachos… pero, bueno, al menos sé que va poder seguir adelante sin mí… Tendrá que andar sola por el boulevard de los sueños rotos… Seguro se la va a pasar consolando a mis enanos… No puede ser… No puede ser que no pueda volver a darles un abrazo a mis enanos… ¡Puta, che!… estoy hasta las manos.

Eso que ni me puse a pensar en los viejos… Hechos bolsa, seguro. No te puedo creer que ya no pueda comer un asado del viejo… si nunca me hice vegetariano es porque no se puede luchar contra esos asados… ¡increíbles! Y ni te digo la chocolatada de mami… Toda mi nutrición infantil, adolescente y veterana la tuvo como alimento base… Mi vieja… mi vieja es una genia. Ella se la bancó sola siempre, luchó por nosotros, estuvo siempre ahí y yo fui tan zapato como para no decirle cuánto le agradezco todo eso que hizo… Sí, ellos van a estar hechos pelota, pero al menos los enanos van a alegrarles el resto del viaje… esos pibitos hacen reír hasta al más amargo… ¡Tienen cada salida!

¡Al fin llegó esa ambulancia! ¿Venían marcha atrás, queridos?

Ya no me duele la cabeza… en realidad, ya no siento nada de nada. Veo todo borroso… escucho apenas. Me parece que llegaron un poco tarde, pero no me sorprende… ¡Qué mal que esto no me sorprenda!

El cuello ortopédico… se siente bien. Nunca había usado uno… y me parece que este será el primero y el último…

¿Qué me está pasando? Estos escalofríos me están matando… literalmente. No puedo ver nada ya… no sé si tengo los ojos abiertos. Ya está. Esto es todo. Llegó la hora, amigos… Tengo la leve impresión que los pibes del equipo están complicados… ¡Qué cagada, che! Van a tener que buscarse un arquero para el domingo.



Nota del autor: No acostumbro a utilizar las palabras comunes denominadas vulgares (no estoy de acuerdo con esa denominación) del idioma, pero en este caso no encontré otras más apropiadas para expresar lo que quise contar (hasta Fontanarrosa me apoyaba en esto).

Otra nota del autor: Sí, este escrito es muy extraño, lo reconozco. Pero no se crean que estoy mal, enfermo o algo de eso… simplemente pasa que hoy, yendo al laburo con mi hermano, vimos tirado en la banquina de la ruta a un viejito que siempre anda por esa zona, producto de un impacto no deseado contra un auto. No sé su nombre ni nada de eso, nunca me había detenido siquiera a pensar en él antes, tampoco sé cuál fue el resultado del accidente… Pero al verlo tirado ahí, inerte, sin capacidad de hacer nada, me puse a pensar qué pasaría por su cabeza en esos momentos… Y bueno, esto es lo que salió.

Más notas del autor: ¡Qué grande! La cosa no fue para tanto: Buena noticia.

lunes, marzo 08, 2010

Vilipendio al Día Internacional de la Mujer

Quiero comenzar esto aprovechando todo este asunto para saludar a las mujeres más lindas de mi vida: mi abuela, mi mamá, mi hermana y mi sobrina (por orden generacional). Sin ellas, este mundo sería pálido y seco en vez de estar colorido y lleno de sonrisas.

Sin otros preámbulos, lanzo mi afirmación cuál jabalina olímpica cruzando los cielos: el “Día Internacional de la Mujer” es denigrante, sexista y discriminatorio. Me meto en el medio de la suspicacia y la razón para interrumpir su carrera y digo: todo esto, en contra de la mujer.

No se necesita una lógica demasiado elaborada para sostenerlo. No se necesita hacer experimentos empíricos ni análisis más hondos que una canaleta. Simplemente basta con mirar a qué otras entidades se les dedican días: al perro, al árbol, al peluquero, al canillita, en fin, muchos otros. Sin desmerecer ni despreciar a los seres antes enumerados, destaco más bien la cualidad de grupo minorista y en desventaja que tienen en común.

Es decir, los hombres (como raza y no como género), en su preocupación por la creación que se muere, en su afán de demostrarle a los otros mundos que nos observan con ojos críticos que no somos tan malos e irresponsables como parecemos, en su lucha contra la conciencia que a diario los ataca y les moja la oreja, susurrándoles que están acabando con los recursos naturales y con los principios morales y sociales, han decidido, a modo de grito en el cielo, determinar 24 horas dedicadas a los seres que no pueden defenderse, perjudicados por lo antes dicho y por no tener el ingenio, la astucia, el cinismo y las malas intenciones que nosotros sí tenemos.

Es acá, en este punto, es donde nace el día internacional de la mujer. En la intención de valorar a la mujer (acá sí como genero), de demostrar equidad y hasta superioridad al hombre, se ha logrado, irónicamente, lo contrario.

La pregunta es: ¿esto es un tiro que salió por la culata de las feministas que dedican cada aliento para luchar contra los hombres ó es un perfecto plan estratégico planeado por estos crueles villanos, con el cuál dejaron contentas a una gran cantidad de mujeres mientras en realidad están atacando directo pero sutilmente al ego femenino? La historia tiene la respuesta.

Resumen de lo publicado:

· La Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas proclamó el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, propuesto por la dirigente comunista alemana Clara Zetkin, como una jornada de lucha por los derechos de las mujeres. Copenhague, 1910.

· Como consecuencia de la decisión adoptada en Copenhague el año anterior, el Día Internacional de la Mujer se celebró por primera vez (el 19 de marzo) en Alemania, Austria, Dinamarca y Suiza. Menos de una semana después, el 25 de marzo, más de 140 jóvenes trabajadoras, la mayoría inmigrantes, murieron en el trágico incendio de la fábrica Triangle en la ciudad de Nueva York.

· En el marco de los movimientos en pro de la paz que surgieron en vísperas de la primera guerra mundial, las mujeres rusas celebraron su primer Día Internacional de la Mujer el último domingo de febrero de 1913.

· En el año 1917, como reacción ante los 2 millones de soldados rusos muertos en la Primera Guerra Mundial, las mujeres rusas escogieron de nuevo el último domingo de febrero para declararse en huelga en demanda de "pan y paz". Los dirigentes políticos criticaron la oportunidad de la huelga, pero las mujeres la hicieron de todos modos. Cuatro días después el Zar se vio obligado a abdicar, y el gobierno provisional concedió a las mujeres el derecho de voto. Ese histórico domingo fue el 8 de marzo.

Hasta acá, Wikipedia.

Resumiendo, el día internacional de la mujer fue fruto de una lucha que llevó muchos años a mujeres valientes que se jugaron por su causa, enfrentando barreras a cada paso, luchando contra el sexismo y la oposición. Es decir, nosotros no tenemos nada que ver con esto. Ellas se enterraron solitas. Esto no es culpa nuestra.

Cabe aclarar que no todas las mujeres están a favor de su día. Este que escribe ha interactuado con alguna que otra mujer a lo largo de su vida y existen algunas que apoyan mi tésis ya demostrada.

Otras, ya pasándose un poco de los límites que establecen la cordura y el equilibrio, protestan e insultan a estas mujeres virtuosas que quebraron las uñas de la comodidad arañando a las estructuras establecidas por años de machismo, obligándolas a ya no sólo tener que barrer, planchar, cocinar, sino también ahora, aparte de todo esto, deben sumarle de 8 a 12 horas de trabajo en oficinas y en empresas donde tienen que soportar a sus jefes, obviamente, machistas.

Resta mencionar el daño permanente que este día está produciendo en nuestros caballeros. Este sentimiento de liberación femenino está logrando que el Arroz con Leche sea irrelevante. Los pibes ya no buscan señoritas que sepan tejer y bordar, sino más bien averiguan si sus sueños de amor se verán empañados por una cuenta en el Nación más suculenta que la suya, con el fin de mantener intacta su hombría. Pero bueno, ese ya es un problema de los hombres y no compete a este divague.

Pero, resulta que lo más paradójico de todo esto, es que ellas no necesitan autoestimarse para que nos acobijemos bajo su yugo de impostura. Para cuando quisimos desenfundar, ya nos pegaron tres ó cuatros tiros, directo al corazón. Esta guerra está perdida desde antes de comenzar y nos conviene, inteligentemente, firmar una tregua de paz, urgente.

Por eso, quiero sumarme a la celebración. No porque esté de acuerdo con ella, sino porque es propicio aprovechar cualquier posibilidad de festejo. Es cierto que las mujeres son el arte hecho vida. Las musas que habitan en cada novela y las pinceladas más hermosas de los cuadros. Difíciles de interpretar, pero imposibles de no amar.

Así, acribillado, firmo mi rendición. Abandono mi trinchera para dejar mi corazón expuesto, esperando que algunos ojos tiernos se apiaden de mi sufrimiento y pongan un par de curitas a mi alma asesinada hace tiempo.

viernes, marzo 05, 2010

R.I.P.


Desde mi rincón no alcazaba a divisarla. Me moví un poco entre la gente, para poder verla. Lo único que quiero es que todo termine pronto.

Ella era la persona más linda que jamás conocí. No tardé mucho tiempo en enamorarme. No puedo creer que sea el mismo rostro el que contemplo hoy en esta especie de funeral. Sos ojos marrones brillan, un poco por la emoción y otro tanto porque siempre lo hacen. Mis deseos innatos suplican que sus labios, hoy maquillados, sean extirpados de mi cabeza. Mis dedos ruegan que su piel joven se escabulla de mis nostalgias.

El tul blanco la envuelve y ella está ahí, petrificada. La mirada perdida, imaginando que este es el primer paso a una vida mejor, a un lugar sin lágrimas y lleno de dicha. En mi corazón, deseo que tenga razón.

Las flores complementan el ajuar. El ramo pálido contrasta con el blanco que no debería ser tal. Al menos no tan blanco, porque yo fui la causa de su impureza. Yo fui el que la llevó a conocer esos lugares que nunca imaginó que frecuentaría.

El lugar está conmovido. Las mujeres pelean contra el rímel y los hombres luchan por contener el llanto. Muchas lágrimas rebalsan, pero las mías son las únicas amargas.

El pastor termina su discurso y ella encabeza la salida. Vamos a otro lugar más amplio, donde pueda seguir sufriendo su partida. La caravana atraviesa la ciudad. Los indiferentes respetan el paso del cortejo. Algunos saludan al carruaje que la transporta y otros simplemente observan, silenciosos.

Todo acaba por fin. Ella ya no está.

Cuando ya nadie queda, yo me acerco. La vi escurrirse de mis manos como arena, formando el desierto que hoy me inunda. Estoy seguro que nunca dejaré de llorarla, mucho menos de soñarla sonriente, con su mano posada en mi mejilla.

Arrodillado sobre sus restos protesto al cielo por mi suerte. La vida es cruel pero peor lo es la ausencia. Sé que tengo que aprender a seguir sin ella, a dejar de esperarla en vano.

La noche cubre mi alma con su manto de piedad. Cobijado por la oscuridad aprovecho para irme. No quiero que vean mis heridas. Nadie puede ver lagrimear a mi corazón inmortal.


domingo, febrero 21, 2010

Iniciación

El monasterio estaba desierto. Koki-San, sigilosa, observaba desde la esquina más oscura del patio, esforzando la vista para lograr percibir hasta el más mínimo movimiento.
Sospechaba de la perfecta quietud. Hubiera preferido que algo se moviera, delatando que no estaba sola en ese lugar.
Casi invisible, mimetizada por su pelaje y cobijada por el manto de oscuridad, recorrió analizando cada recoveco del precinto, utilizado sólo para este rito tan importante en la vida de todo estudiante de las artes oscuras del ninjutsu.
Cuando estuvo segura de que podía avanzar sin peligros, imperceptible, reanudó su marcha.
Se mantuvo refugiada entre las sombras cuanto pudo. Las botas de su shinobi gi estaban modificadas. Cubrían completamente sus patas y se les había agregado un suplemento debajo, para amortiguar el sonido de sus cascos y así disimular sus pasos.
Se movió con rapidez, casi como una sombra más en el patio sin iluminar. Solamente el brillo de sus ojos se podía divisar dentro de su capucha, atravesando el monasterio.
Luego de unos pocos trancos se encontró frente a una puerta amplia, de unos 3 metros de altura. Sabía que del otro lado la esperaba su destino. Si superaba la prueba, pasaría a formar parte oficial del clan de espionaje más reconocido del Japón. Para su madre, seguiría siendo una secretaria más, trabajando para un oso negociante reconocido internacionalmente, motivo por el cual se pasaba más tiempo viajando por el mundo que conviviendo con ellos. Pero, para su padre, su mentor y guía, sería ella el motivo de su orgullo. Él había visto su inagotable potencial siendo ella apenas un infante. Él había intervenido ante el concilio para que permitieran que pudiera comenzar su preparación 5 años antes que los estudiantes regulares. Él curó sus primeras heridas , cuando sus reflejos todavía no eran perfectos. Él, ciñendo la faja negra a su cintura, le había dicho fraternalmente antes de comenzar este viaje:
- Confía en lo que fuiste, aprendiendo cada movimiento y cada técnica desde que eras apenas una niña. Confía en lo que sos, la mejor de tu generación; invisible, si no quieres ser descubierta; veloz, si no quieres ser alcanzada; intocable, si tienes que luchar cuerpo a cuerpo. Confía en lo que serás, la ninja más joven y mejor preparada que ha pisado esta tierra de héroes y valientes guerreros.
Es el momento, pensó. Es hora de dar el último paso de aprendiz, para comenzar a caminar como maestro.
En dos saltos alcanzó la cornisa. Con otro impulso, ya caminaba por el límite superior del paredón que servía de frontera entre el patio oscuro y otro patio de mismas dimensiones, apenas iluminado por unas tenues llamas provenientes de unos candeleros amurados a la piedra antigua.
Agazapada, observó.
Silencio, quietud, calma. Era evidente que ahí estaba su oponente, esperándola. Se rumoreaba entre sus compañeras de armas que Muka Nishuri, tal vez, era mejor que ella.
Los dos clanes eran opuestos. Uno trabajaba para el gobierno y el otro representaba la rebelión popular. Pero, seguían compartiendo una tradición que abrazaban desde tiempos inmemoriales, desde la creación de ambos, provenientes de una misma rama, bajo un mismo maestro.
Cada año, los estudiantes preparados se enfrentaban a muerte en este rito inaugural. Los maestros ninjas esperaban con los estandartes y las armas la llegada del discípulo hecho ya maestro. Las hurras y los ruidos provocados por las espadas alertaban al clan rival que su aprendiz no lo había logrado y que ese año serían los otros quienes incrementarían en uno el número de sus integrantes.
Un movimiento. Imperceptible para cualquiera, menos para Koki. Eso le dio ventaja. Muki no imaginaba que ella estaba ahí y Koki ya conocía la ubicación exacta de su rival.
- No es tan buena, después de todo - pensó la cabra y se precipitó para terminar lo que ya había comenzado.

Sólo se escuchó el sonido de los músculos romperse y abrirse para dejar pasar a la espada cuidadosamente afilada. La sangre no comenzó a derramarse hasta que el acero dejó el cuerpo que se estremecía, comprendiendo que todo había terminado. Otro movimiento y la espada brilló al reflejo del fuego que danzaba tétricamente. La espina dorsal no opuso resistencia y la cabeza rodó varios metros sin poder lanzar siquiera un último mugido.

Los maestros comenzaban a impacientarse. Los más sabios y viejos sabían ya el desenlace, solamente no se animaban siquiera a mencionarlo en voz alta.
El ruido de la celebración atravesó el patio casi con la misma velocidad que Koki lo había hecho apenas unos minutos atrás y llegó hasta las lágrimas de un padre que bajó la mirada intentando ocultar su dolor. Sabía lo que esos gritos significaban y ya se relamía pensando en la venganza venidera, la próxima vez que se enfrentarán fuera del contexto de los ritos especiales. Sabría específicamente a quién buscar en medio del trajín de la pelea. El resto del grupo lo rodeó en un abrazo dolido, llorando. Permanecieron varios minutos y dejaron el lugar con el mismo aspecto mortuorio con el que lo encontraron.

Koki estaba en el centro del grupo. Todos celebraban y cantaban vítores alzando sus espadas y lanzas. Por entre un hueco del montón, alcanzó a ver a su padre, erguido y casi sonriente. Sus ojos se cruzaron apenas por un segundo, pero alcanzó para que se dijeran todo lo que había por decir.
- ¡Gracias! - dijo, Koki.
- Gracias - musitó el viejo.


Nota del autor: Nobleza obliga... Agradezco a CM por la idea y acá está lo que salió. Otra nota: El nombre de la cabra, como ya habrán sabido notar, es en realidad de cebra, pero esto ocurrió debido a una mala lectura mía y un acelerado impulso de escritura.

lunes, febrero 15, 2010

Desinspirado

Hace rato que quiero actualizar esto, pero la inspiración anda lejos de mis pagos. O sea, nunca anduvo demasiado cerca, pero esta vez ni siquiera alcanzo a verla desde mi ventana.

Imagino que tiene que ver con etapas, no lo sé. Intento encontrar algún justificativo. Hago paralelismos con las rachas negativas de los goleadores, que pueden estar varias fechas sin convertir y la hinchada los sigue bancando. Pretendo ser algo así como el Bichi Fuertes de la escritura. Claro que para gozar de la simpatía de la popular antes debo haber salvado al equipo varias veces en los minutos finales, hacer goles importantes por la copa de visitante, brillar en un súper clásico… y lo mío hasta ahora apenas vienen siendo goles de cuando vamos ganando 3 – 0.

En realidad, mi problema tiene que ver con una cuestión de “sobre qué”. Es decir, no tengo dramas en escribir, una vez que agarro el teclado lo hago humear, pero el asunto es que tengo dramas en sobre qué escribir. No se me cae una idea ni aunque me cuelguen de las patas.

Hace un tiempo el tema de escritura era bastante claro y redundante. Ahora, gracias a Dios, luego de un proceso de desintoxicación importante, me quedé sin musa. Pero no reprocho de esto, sino más bien lo festejo. Ahora vuelvo a tener todo el aire para respirar y a ver las cosas sin el adoquín en el ojo.

Así que ahora estoy empeñado en conseguir nuevos temas de escritura. Estoy abierto a cualquier posibilidad. Puede ser un par de ojos claros y profundos, algún recuerdo de la infancia o del colegio, la lluvia, la amistad, en fin, cualquier asunto enturbiado para que parezca profundo. Acepto propuestas e ideas.

Estoy atento, con las antenitas de vinil tratando de detectar cualquier presencia oportuna. Pido a los astros del cielo que alumbran el entendimiento de los gauchos que se apiaden de este ente devenido en escritor y le peguen un silbido cuando algún asunto para escribir pase cerca, para que por lo menos pueda correrlo, a ver si puedo alcanzarlo.

jueves, enero 21, 2010

Héroe

La tarde se complicó más de lo debido. El equipo local, Don Bosco, ganaba cómodamente 3-0 a Unión de Crespo, en el partido correspondiente a la 13º fecha del torneo local. Pero, por esas cosas que tiene el deporte más lindo del mundo, en apenas 10 minutos el partido se igualó en 3.
Pero, la jugada que iba a definir el destino del encuentro, la maniobra que permitió demostrar de qué están hechos los valientes, ocurrió cuando faltaban apenas 3 minutos para el final del tiempo reglamentario.

El jugador más habilidoso del local eludió a dos defensores y fue bruscamente derribado por un tercero al entrar al área. El árbitro no dudó y cobró la falta, señalando el punto penal de una manera irrisoria pero firme, sin dar lugar a los reclamos.

El silencio, previo al estallido de emociones contenidas al comprender que el referí había cobrado el penal, de la barra local tuvo más que ver con un paisaje montañoso, con el espejado lago reflejando las nubes y los rayos del sol al atardecer, que con las 35 gargantas enrojecidas por el aliento de casi 90 minutos sin descanso, apenas interrumpido para tomar unos tragos de la cerveza que circulaba de mano en mano o para comer un choripan medio frío.
La reacción en los dos bancos de suplentes fue igual de frenética, pero motivadas por sensaciones opuestas.

– ¡Pero qué cobrás! ¡No puede ser! ¡Ladrón! – se escuchó desde el sector visitante.
– ¡Penaaaaal! ¡Vamos, carajo! – se dejó oír, aún más alto, desde el banco de Don Bosco.

Pero fue justo en ese momento, cuando el árbitro buscaba, con la pelota debajo del brazo, quién iba a ser el encargado de ejecutar la pena máxima, que el heroísmo llegó a la cúspide.
Los jugadores de Don Bosco querían ser tragados por la tierra. Agacharon la cabeza silenciosos, no querían mirar ni al árbitro, que buscaba un shoteador, ni al técnico, que veía cómo el encargado habitual de patear los penales siquiera se movía de su posición. Era una responsabilidad con la que no quería cargar.

En ese momento, cuando parecía que nadie quería ser el dueño de la gloria ó el responsable del fracaso, la camiseta blanca, con el 6 en la espalda cruzada por una franja azul, de Eduardo Britos, comenzó a moverse, lentamente pero sin detenerse, hasta la zona de máxima tensión. Ni siquiera necesitó mirar al banco de suplentes, no hacía falta. Ya sabía que iba a conseguir el visto bueno del técnico.

Tomó la pelota de las manos del árbitro, y la colocó en el centro del área, presto a cumplir con su misión casi suicida. Sabía lo que implicaba patear ese penal. Él comprendió que para poder saborear el trago dulce de la victoria debía correr el riesgo de sentir el pálido resoplido amargo de la frustración en la nuca.

Tomó carrera, miró al arquero que, agazapado y todo, parecía gigante debajo del arco. El pitido quebró el silencio mortuorio del momento y Britos comenzó la carrera hacia su destino.
Impactó al balón con todo su empeine. Ya había decidido a dónde iba a ubicarlo, incluso antes de comenzar a correr.

Ya sin las defensas altas, golpeado y mal herido, el silencio recibió el tiro de gracia. El estruendo de gol pareció multiplicarse en las gargantas teñidas del color de la patria. La montonera se formó como señal del desahogo desmedido, como agradecimiento colectivo a quién pagó el precio de la gloria de todos los Salecianos.

Eduardo Britos, héroe. Al menos hasta la próxima fecha.

lunes, enero 11, 2010

Veloces Momentos

Hay momentos en la vida que nos marcan para la eternidad. Pese a que el tiempo transcurre siempre con la misma intensidad, hay sucesos que parecen detenerlo, prolongarlo. Sin embargo, estos mismos sucesos, cuando los analizamos desde una visión más general (o tal vez más experimentada, más cargada de años) son aquellos que más efímeros nos resultaron.

Esta aparente contradicción no es otra cosa que la verificación de la voz popular que reza “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Creo que algo de verdad hay en todo esto, pero no me atrevo a afirmar hasta qué punto, sobre todo porque cuando cierro mis ojos y enumero estos momentos que detienen al reloj, me enfado al notar su longitud y añoro tener más y más largos. Que rocen lo inagotable y lo eterno. E incluso de esta manera, sospecho, me parecería poco.

Ahora bien, he notado que cuando comienzo con este ejercicio de reordenar recuerdos según su grado de eternidad, siempre hay uno que encabeza la lista, superando por mucha distancia al resto.

La memoria me arrastra hasta el espejo grande de la habitación de papá y mamá. Estaba colgado detrás de la puerta placa, la cuál había que cerrar para poder uno ver su reflejo distorsionado, casi fiel.

Mamá me había preparado la ropa para la noche. Estuvo planchado la camisa y el pantalón cuidadosamente. También aprontó una campera y la dejó junto con la de ella. Mi vieja sabe que no soporto llevar cosas en la mano, así que para evitar la discusión cotidiana de “llevate un abrigo – está bien así, má” ya había hecho planes de cargarla ella hasta que yo tuviese frío.

Después de terminar de peinarme solamente con los dedos, de acomodarme la camisa prolijamente desprolija por fuera del pantalón y de calzarme los zapatos lustrados, comencé mi epopeya hacia la gloria.

Llegamos temprano. Apenas unas pocas personas bien vestidas estaban en el lugar. La reunión tenía razón de ser en la celebración del décimo quinto cumpleaños de la hija de un vecino de la cuadra. Estaban los Villavieja, una pareja un tanto disfuncional, donde el marido cabía dos ó tres veces en el tamaño de la señora. También estaban los vecinos de la esquina opuesta a mi casa. No puedo recordar el apellido ya que siempre los llamábamos según sus características físicas más notorias. Él era “El Grandote” y ella era “La Flaca”. Supongo que deben haber tenido un nombre, pero sólo para los asuntos legales, no para nuestro barrio.

Pero no quiero peder el tiempo en descripciones de personas que sólo condimentan mi recuerdo, mucho menos ahora que comienza la mejor parte.

Allá, detrás de “El Grandote”, charlando con un grupo de amigos, estaba ella. Mariana. En todo su esplendor. Llevaba un pantalón blanco ajustado que me hizo agradecer al cielo que ella estuviera esperándome. Una camisa con bolados no desentonaba con el adorno en el cabello ni con los zapatos, también inmaculados. Sus labios tenían un brillo rosado que no existía la primera vez que la vi, hacía unos días, en casa de mis vecinos.

Ella me hizo un gesto con la mano y yo respondí con la cabeza. No quise esperar más y me apresuré a integrarme al grupo parlanchín. El primer buen augurio llegó de la mano de Fernanda, una petiza pulposa, que ni bien notó mi proximidad, atacó a Mariana con una mirada cómplice y la rubricó con una sonrisa pícara. Y el segundo indicio, un tanto más evidente, fue la pronta retirada de todos sus amigos, dejándonos solos.

Para entonces, ya el lugar estaba más poblado y la música, al compás de las luces de colores, sonaba estruendosamente, sin dejar muchas posibilidades de charla.

Otras cosas que agradezco, considerando mi lentitud y parsimonia en estos asuntos, es que ella haya dado el primer paso. Tal vez hoy hubiera desconfiado un poco más de su celeridad, pero esa noche no importó que se haya acercado a mí, que cruce su brazo por detrás de mi cintura y me diga con un tono suave y con olor a frambuesa “vamos a bailar”.

Hay imágenes que se impregnan en nuestra retina y no podemos olvidarlas. Cerramos los ojos como si fuera una cuestión de visión y no de sentimientos. Esta es una de ellas. Pero como corresponde a toda buena escena, debe estar acompañada con la musicalización oportuna. Esta no fue la excepción. La versión de Guns n’ Roses de “Knockin’ on heaven’s door’s” hizo que el baile sea muy adyacente y logró que no fueran indispensables las palabras. Entonces ahí sí copé la parada. Comencé a acomodar su pelo detrás de sus orejas, mientras no evitaba que mis dedos acariciaran sus mejillas. Ella me miró perdida en mis ojos y yo le respondí tratando de que nunca se encuentre, a menos que sea a travéz de mi mirada.

Nos besamos mansamente. Con ciertos resquemores primero y sin complejos después.

Ese fue nuestro primer beso. Ese fue mi primer beso.

Este momento es la cúspide de mi lista de momentos. Todavía hoy se me desacomodan las ideas cuando recuerdo el brillito de sus labios “aframbuesados”. Yo no sé ustedes, amigos, pero yo quiero ese beso por siempre.

Busco ese beso en todos los besos que doy y rezongo porque ningún otro par de labios sabe a los labios inaugurales.

Por eso es que no termino de comprender a aquél que celebraba la fugacidad de los momentos buenos. Concluyo qué, ó sus momentos no fueron tan buenos como para querer extenderlos ó nunca recibió un beso como éste que les acabo de contar.

A modo de protesta escrita, de pancarta barullenta, o como un grito en el cielo, les dejo mi propia cita citable: “Lo bueno, si eterno, realmente bueno”.