La tarde se complicó más de lo debido. El equipo local, Don Bosco, ganaba cómodamente 3-0 a Unión de Crespo, en el partido correspondiente a la 13º fecha del torneo local. Pero, por esas cosas que tiene el deporte más lindo del mundo, en apenas 10 minutos el partido se igualó en 3.
Pero, la jugada que iba a definir el destino del encuentro, la maniobra que permitió demostrar de qué están hechos los valientes, ocurrió cuando faltaban apenas 3 minutos para el final del tiempo reglamentario.
El jugador más habilidoso del local eludió a dos defensores y fue bruscamente derribado por un tercero al entrar al área. El árbitro no dudó y cobró la falta, señalando el punto penal de una manera irrisoria pero firme, sin dar lugar a los reclamos.
El silencio, previo al estallido de emociones contenidas al comprender que el referí había cobrado el penal, de la barra local tuvo más que ver con un paisaje montañoso, con el espejado lago reflejando las nubes y los rayos del sol al atardecer, que con las 35 gargantas enrojecidas por el aliento de casi 90 minutos sin descanso, apenas interrumpido para tomar unos tragos de la cerveza que circulaba de mano en mano o para comer un choripan medio frío.
La reacción en los dos bancos de suplentes fue igual de frenética, pero motivadas por sensaciones opuestas.
– ¡Pero qué cobrás! ¡No puede ser! ¡Ladrón! – se escuchó desde el sector visitante.
– ¡Penaaaaal! ¡Vamos, carajo! – se dejó oír, aún más alto, desde el banco de Don Bosco.
Pero fue justo en ese momento, cuando el árbitro buscaba, con la pelota debajo del brazo, quién iba a ser el encargado de ejecutar la pena máxima, que el heroísmo llegó a la cúspide.
Los jugadores de Don Bosco querían ser tragados por la tierra. Agacharon la cabeza silenciosos, no querían mirar ni al árbitro, que buscaba un shoteador, ni al técnico, que veía cómo el encargado habitual de patear los penales siquiera se movía de su posición. Era una responsabilidad con la que no quería cargar.
En ese momento, cuando parecía que nadie quería ser el dueño de la gloria ó el responsable del fracaso, la camiseta blanca, con el 6 en la espalda cruzada por una franja azul, de Eduardo Britos, comenzó a moverse, lentamente pero sin detenerse, hasta la zona de máxima tensión. Ni siquiera necesitó mirar al banco de suplentes, no hacía falta. Ya sabía que iba a conseguir el visto bueno del técnico.
Tomó la pelota de las manos del árbitro, y la colocó en el centro del área, presto a cumplir con su misión casi suicida. Sabía lo que implicaba patear ese penal. Él comprendió que para poder saborear el trago dulce de la victoria debía correr el riesgo de sentir el pálido resoplido amargo de la frustración en la nuca.
Tomó carrera, miró al arquero que, agazapado y todo, parecía gigante debajo del arco. El pitido quebró el silencio mortuorio del momento y Britos comenzó la carrera hacia su destino.
Impactó al balón con todo su empeine. Ya había decidido a dónde iba a ubicarlo, incluso antes de comenzar a correr.
Ya sin las defensas altas, golpeado y mal herido, el silencio recibió el tiro de gracia. El estruendo de gol pareció multiplicarse en las gargantas teñidas del color de la patria. La montonera se formó como señal del desahogo desmedido, como agradecimiento colectivo a quién pagó el precio de la gloria de todos los Salecianos.
Eduardo Britos, héroe. Al menos hasta la próxima fecha.
LA MALDICIÓN DE LA ROSA AZUL
Hace 3 años