"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


jueves, enero 21, 2010

Héroe

La tarde se complicó más de lo debido. El equipo local, Don Bosco, ganaba cómodamente 3-0 a Unión de Crespo, en el partido correspondiente a la 13º fecha del torneo local. Pero, por esas cosas que tiene el deporte más lindo del mundo, en apenas 10 minutos el partido se igualó en 3.
Pero, la jugada que iba a definir el destino del encuentro, la maniobra que permitió demostrar de qué están hechos los valientes, ocurrió cuando faltaban apenas 3 minutos para el final del tiempo reglamentario.

El jugador más habilidoso del local eludió a dos defensores y fue bruscamente derribado por un tercero al entrar al área. El árbitro no dudó y cobró la falta, señalando el punto penal de una manera irrisoria pero firme, sin dar lugar a los reclamos.

El silencio, previo al estallido de emociones contenidas al comprender que el referí había cobrado el penal, de la barra local tuvo más que ver con un paisaje montañoso, con el espejado lago reflejando las nubes y los rayos del sol al atardecer, que con las 35 gargantas enrojecidas por el aliento de casi 90 minutos sin descanso, apenas interrumpido para tomar unos tragos de la cerveza que circulaba de mano en mano o para comer un choripan medio frío.
La reacción en los dos bancos de suplentes fue igual de frenética, pero motivadas por sensaciones opuestas.

– ¡Pero qué cobrás! ¡No puede ser! ¡Ladrón! – se escuchó desde el sector visitante.
– ¡Penaaaaal! ¡Vamos, carajo! – se dejó oír, aún más alto, desde el banco de Don Bosco.

Pero fue justo en ese momento, cuando el árbitro buscaba, con la pelota debajo del brazo, quién iba a ser el encargado de ejecutar la pena máxima, que el heroísmo llegó a la cúspide.
Los jugadores de Don Bosco querían ser tragados por la tierra. Agacharon la cabeza silenciosos, no querían mirar ni al árbitro, que buscaba un shoteador, ni al técnico, que veía cómo el encargado habitual de patear los penales siquiera se movía de su posición. Era una responsabilidad con la que no quería cargar.

En ese momento, cuando parecía que nadie quería ser el dueño de la gloria ó el responsable del fracaso, la camiseta blanca, con el 6 en la espalda cruzada por una franja azul, de Eduardo Britos, comenzó a moverse, lentamente pero sin detenerse, hasta la zona de máxima tensión. Ni siquiera necesitó mirar al banco de suplentes, no hacía falta. Ya sabía que iba a conseguir el visto bueno del técnico.

Tomó la pelota de las manos del árbitro, y la colocó en el centro del área, presto a cumplir con su misión casi suicida. Sabía lo que implicaba patear ese penal. Él comprendió que para poder saborear el trago dulce de la victoria debía correr el riesgo de sentir el pálido resoplido amargo de la frustración en la nuca.

Tomó carrera, miró al arquero que, agazapado y todo, parecía gigante debajo del arco. El pitido quebró el silencio mortuorio del momento y Britos comenzó la carrera hacia su destino.
Impactó al balón con todo su empeine. Ya había decidido a dónde iba a ubicarlo, incluso antes de comenzar a correr.

Ya sin las defensas altas, golpeado y mal herido, el silencio recibió el tiro de gracia. El estruendo de gol pareció multiplicarse en las gargantas teñidas del color de la patria. La montonera se formó como señal del desahogo desmedido, como agradecimiento colectivo a quién pagó el precio de la gloria de todos los Salecianos.

Eduardo Britos, héroe. Al menos hasta la próxima fecha.

lunes, enero 11, 2010

Veloces Momentos

Hay momentos en la vida que nos marcan para la eternidad. Pese a que el tiempo transcurre siempre con la misma intensidad, hay sucesos que parecen detenerlo, prolongarlo. Sin embargo, estos mismos sucesos, cuando los analizamos desde una visión más general (o tal vez más experimentada, más cargada de años) son aquellos que más efímeros nos resultaron.

Esta aparente contradicción no es otra cosa que la verificación de la voz popular que reza “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Creo que algo de verdad hay en todo esto, pero no me atrevo a afirmar hasta qué punto, sobre todo porque cuando cierro mis ojos y enumero estos momentos que detienen al reloj, me enfado al notar su longitud y añoro tener más y más largos. Que rocen lo inagotable y lo eterno. E incluso de esta manera, sospecho, me parecería poco.

Ahora bien, he notado que cuando comienzo con este ejercicio de reordenar recuerdos según su grado de eternidad, siempre hay uno que encabeza la lista, superando por mucha distancia al resto.

La memoria me arrastra hasta el espejo grande de la habitación de papá y mamá. Estaba colgado detrás de la puerta placa, la cuál había que cerrar para poder uno ver su reflejo distorsionado, casi fiel.

Mamá me había preparado la ropa para la noche. Estuvo planchado la camisa y el pantalón cuidadosamente. También aprontó una campera y la dejó junto con la de ella. Mi vieja sabe que no soporto llevar cosas en la mano, así que para evitar la discusión cotidiana de “llevate un abrigo – está bien así, má” ya había hecho planes de cargarla ella hasta que yo tuviese frío.

Después de terminar de peinarme solamente con los dedos, de acomodarme la camisa prolijamente desprolija por fuera del pantalón y de calzarme los zapatos lustrados, comencé mi epopeya hacia la gloria.

Llegamos temprano. Apenas unas pocas personas bien vestidas estaban en el lugar. La reunión tenía razón de ser en la celebración del décimo quinto cumpleaños de la hija de un vecino de la cuadra. Estaban los Villavieja, una pareja un tanto disfuncional, donde el marido cabía dos ó tres veces en el tamaño de la señora. También estaban los vecinos de la esquina opuesta a mi casa. No puedo recordar el apellido ya que siempre los llamábamos según sus características físicas más notorias. Él era “El Grandote” y ella era “La Flaca”. Supongo que deben haber tenido un nombre, pero sólo para los asuntos legales, no para nuestro barrio.

Pero no quiero peder el tiempo en descripciones de personas que sólo condimentan mi recuerdo, mucho menos ahora que comienza la mejor parte.

Allá, detrás de “El Grandote”, charlando con un grupo de amigos, estaba ella. Mariana. En todo su esplendor. Llevaba un pantalón blanco ajustado que me hizo agradecer al cielo que ella estuviera esperándome. Una camisa con bolados no desentonaba con el adorno en el cabello ni con los zapatos, también inmaculados. Sus labios tenían un brillo rosado que no existía la primera vez que la vi, hacía unos días, en casa de mis vecinos.

Ella me hizo un gesto con la mano y yo respondí con la cabeza. No quise esperar más y me apresuré a integrarme al grupo parlanchín. El primer buen augurio llegó de la mano de Fernanda, una petiza pulposa, que ni bien notó mi proximidad, atacó a Mariana con una mirada cómplice y la rubricó con una sonrisa pícara. Y el segundo indicio, un tanto más evidente, fue la pronta retirada de todos sus amigos, dejándonos solos.

Para entonces, ya el lugar estaba más poblado y la música, al compás de las luces de colores, sonaba estruendosamente, sin dejar muchas posibilidades de charla.

Otras cosas que agradezco, considerando mi lentitud y parsimonia en estos asuntos, es que ella haya dado el primer paso. Tal vez hoy hubiera desconfiado un poco más de su celeridad, pero esa noche no importó que se haya acercado a mí, que cruce su brazo por detrás de mi cintura y me diga con un tono suave y con olor a frambuesa “vamos a bailar”.

Hay imágenes que se impregnan en nuestra retina y no podemos olvidarlas. Cerramos los ojos como si fuera una cuestión de visión y no de sentimientos. Esta es una de ellas. Pero como corresponde a toda buena escena, debe estar acompañada con la musicalización oportuna. Esta no fue la excepción. La versión de Guns n’ Roses de “Knockin’ on heaven’s door’s” hizo que el baile sea muy adyacente y logró que no fueran indispensables las palabras. Entonces ahí sí copé la parada. Comencé a acomodar su pelo detrás de sus orejas, mientras no evitaba que mis dedos acariciaran sus mejillas. Ella me miró perdida en mis ojos y yo le respondí tratando de que nunca se encuentre, a menos que sea a travéz de mi mirada.

Nos besamos mansamente. Con ciertos resquemores primero y sin complejos después.

Ese fue nuestro primer beso. Ese fue mi primer beso.

Este momento es la cúspide de mi lista de momentos. Todavía hoy se me desacomodan las ideas cuando recuerdo el brillito de sus labios “aframbuesados”. Yo no sé ustedes, amigos, pero yo quiero ese beso por siempre.

Busco ese beso en todos los besos que doy y rezongo porque ningún otro par de labios sabe a los labios inaugurales.

Por eso es que no termino de comprender a aquél que celebraba la fugacidad de los momentos buenos. Concluyo qué, ó sus momentos no fueron tan buenos como para querer extenderlos ó nunca recibió un beso como éste que les acabo de contar.

A modo de protesta escrita, de pancarta barullenta, o como un grito en el cielo, les dejo mi propia cita citable: “Lo bueno, si eterno, realmente bueno”.