"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


viernes, agosto 06, 2010

Cuchillito que no corta...

Seguimos celebrando “días de”. El domingo todos nos agarramos de la mano de papá o mamá y cruzamos la calle de los recuerdos, esa que nos lleva directamente a la niñez. Claro, para eso tenemos que mirar bien para los dos lados y luego dejarnos llevar por, frase común si las hay, ese pibe que todos tenemos dentro.
Personalmente, siempre disfruté del día del niño. A decir verdad, lo que más me atemorizaba es que me dejaran de dar regalos para esa fecha.
— ¡Terrible zanguango! ¿Todavía te dan regalos para el día del niño?
Yo simplemente sonreía y evitaba responder semejante interrogante. Es que dejar de recibir regalos significa mucho más que perder la oportunidad de obtener un juguete nuevo anualmente. Representa el paso de la niñez a vaya saber uno dónde. No tener regalos el primer domingo de agosto (sí, en mi época era el primer domingo) involucra responsabilidades, limitaciones, no entender lo que pasa. En resumen: crecer.
No me di cuenta en qué momento dejé de ser niño. Sospecho tal vez que la metamorfosis todavía está incompleta. Deseo que sea eso.
Dos por tres me siento a mirar al fondo, ahí donde me acobachaba con mis amigos revoltosos para hacer chistes sin ser escuchado por la maestra. Repaso las trepadas al árbol nicoleño, hoy ya extirpado. Recorro las aulas, as casas de mis amigos, las veredas, las bolillas, las figuritas, Tom y Jerry y el Correcaminos. Me voy un poco más lejos y encuentro a La Hormiga Atómica, e incluso a Mr. Hipo pasa, a los saltos, en cada corte.
Del mix de todos esos momentos mágicos y de rodillas sucias, nacieron las historias que siguen a esta introducción. Fui un niño feliz y eso que me cansé de llorar. Comparto con ustedes algunos de esos entrañables recuerdos disfrazados de cuentos.


El niño que quería crecer
Juan, como todo niño, estaba empecinado en ser grande. Pero había llevado esa obsesión al extremo.
Desde sus primeros años intentaba formar parte de la charla de los adultos y siempre recibía el mismo reproche:
— ¡No te metás en las conversaciones de los grandes!
Eso lo indignaba y lo motivaba en su empresa de crecer de prepo.
Había decidido usar ropas formales. Cuando no vestía de elegante sweater utilizaba camisas lisas y rubricaba la idea con corbatas perfectamente anudadas.
Nunca supo responder a la repetida pregunta de “¿qué vas a ser cuando seas grande?”. ¿Acaso no basta simplemente con ser grande?, se preguntaba internamente.
Se comportaba totalmente distinto a sus compañeros de grado. No corría en los recreos ni participaba de los juegos barriales nocturnos. Cosa de chicos, pensaba.
Cada cumpleaños era una fiesta para él. No por los regalos ni las tortas con mucho dulce de leche, sino porque cada vez daba un pasito más para ser considerado socialmente adulto.
Sus padres y maestros, preocupados, intentaron que entrara en razón al respecto. El cinismo desparramado en las respuestas acabó con cualquier intento de diálogo.
Atravesó su niñez ocupado en no caer en chiquilinadas. No se permitía ensuciarse comiendo helado ni festejar un gol con una pelota hecha con jirones de tela. En realidad, ni siquiera se permitía jugar con ella.
Siempre intentó hacerse amigo de personas adultas y desarrollaba conversaciones elevadas de contenido político. Reflexionaba acerca de la pobreza mundial y de las circunstancias que llevan a los niños a robar para sus padres.
La noche anterior a cumplir 18 años no pudo dormir. Oficialmente sería grande al día siguiente. Se levantaría siendo, al fin, mayor. Ya no necesitaría fingir ni pretender ser algo que no era.
Ese día, bien temprano, su abuelo (el más longevo de la familia) se acercó y le dio un fuerte abrazo. Lo miró detenidamente, como sintiendo pena por él. Finalmente le dijo al oído.
— Ahora ya sos un hombre…
Juan lloró amargamente ese día.


El niño en la mesa equivocada
La familia de Tito era numerosa. Sus abuelos pertenecían a la generación en donde la programación se cortaba a las diez de la noche.
Esto implicaba que en cada cumpleaños, casamiento, navidad o simplemente reunión de fin de semana, la cantidad de comensales sea excedente al común denominador de las familias promedio.
Esto no era algo por lo que Tito protestara. Todo lo contrario. Siempre encontraba, en tal multitud, algún primo con quién jugar.
Había de todos los tipos. Estaba Carlitos, con el que mejor se llevaba, seguramente porque le gustaban las mismas cosas y era el que más cerca vivía de su casa. Estaban las chicas, que nunca dejaban de charlar. Estaba el grupo de los que vivían lejos, entonces no los veía tan seguido. Siempre, en cada fiesta, había un buen número de posibilidades, ideas y juegos.
Pero un día, mientras comían, Carlos le abrió los ojos.
— ¿Te das cuenta — le dijo — que siempre nos dan esta mesa chiquita para que comamos? ¡Estoy podrido de sentarme acá!
Tito nunca notó que, indistintamente del índole de la reunión, él y sus primos más chicos siempre eran instalados en “la mesita chica” de la casa.
Nunca se había dado cuenta de que, al momento del almuerzo, eran excluidos arbitrariamente del calor y la seguridad familiar y relegados al mueble petiso, descuidado y desprovisto de los privilegios de la mesa mayúscula.
Indignado, decidió terminar con tal conducta paterna en un santiamén. Esta sería la última vez que no comería con los grandes. Él no pertenecía a esa mesa en el rincón. No era justo que no pudiera compartir con toda su familia los momentos más significativos.
Paciente, esperó hasta el próximo domingo para asentar su queja.
— ¡Pongan la mesa que ya está el asado! — grito el padre desde la parrilla.
Con gran velocidad y destreza, Tito se acomodó en un costado de la mesa familiar. Era guapo pero no tanto como para ubicarse en una de las cabeceras. Desde su lugar veía como todos, de a poco, se iban sentando.
Miró hacia la mesa chica, en donde sus primos ya estaban comiendo las porciones preparadas especialmente para ellos. Carlos estaba expectante. Si no le decían nada a Tito, él sería el próximo en abandonar la mesita.
Las primeros trozos de carne llegaron a la mesa y los que estaba sentados ya se sirvieron. Tito puso una costilla en su plato y un poco de ensalada.
La mesa se iba poblando y parecía que nadie notaba su presencia. Ya estaban ubicados casi todos los tíos, estaban sus abuelos, los primos grandes, los de la otra generación. La tía Marta fue una de las primeras en sentarse y ya estaba comiendo, sin esperar demasiado.
Llegó su padre y ocupó una de las esquinas de la mesa, la más próxima a la parrilla. Tampoco notó su presencia.
Uno de sus tíos habló. Dijo algo referente a no sé qué compañero de la oficina. Todos rieron. Luego, otro de sus tíos hizo un gesto raro e imitó a “el bobo” del trabajo, dijo. Nuevamente todos rieron. Hablaban de cosas que eran para nada graciosas y sin embargo todos reían. Tito no alcanzaba a comprender lo que pasaba. No podía darse cuenta por qué todos lanzaban carcajadas y disfrutaban del almuerzo menos él.
Sintió que era necesario que notaran que él estaba ahí.
— Ayer, en el grado, Lezcano armó un bollito de papel y lo escupió con el tubito de una lapicera Bic. ¡Le pegó justo en la cabeza a la piba que se sienta adelante!
Fue ignorado casi por completo. Apenas uno de sus primos le prestó atención, pero fue para devolverle una mirada por demás desdeñosa.
Algo raro estaba pasando. Ya no quería estar ahí. Era demasiado aburrido todo. Prefería estar ensuciándose mientras comía con sus primos, riendo y haciendo bromas, pensando en terminar rápido para seguir jugando. Pero sabía, ahora no podía retirarse.
Entonces las injusticias de la vida saltaron en su defensa.
Juntas llegaron su mamá, la tía Cleta y su abuela. Traían ensaladas y pan. Un veloz recorrido por la mesa contabilizando la disponibilidad ocupacional y el resultado fue matemática pura. Dos lugares vacíos. Tres nuevas comensales.
La madre analizó la situación. Meditó. Puso su cara más noble y le dijo:
— Tito… ¿por qué no vas a la mesa con tus primitos así se puede sentar la abuela?
— No, mamá. Hoy quiero comer acá. — Dijo Tito conteniendo las ganas de salir disparado para la mesa juvenil. Los valores y principios antes que la propia voluntad.
— Roberto — dijo la madre cambiando el tono y reemplazando el apodo — andá para la mesita con tus primos. Necesitamos un lugar en la mesa y vos sos chiquito todavía.
— Me quiero quedar ¡acá! — dijo Tito acentuando más de la cuenta la última a.
De pronto, parecía que todos en la mesa ahora sí le prestaban atención. Claro, pensó, la rebeldía sí es tenida en cuenta y no mis experiencias escolares.
Hubo una fracción de segundos en donde todo quedó en silencio. Parecía que se escuchaba el tic tac del reloj que colgaba en la cocina, a dos puertas de donde estaban sentados.
Quería levantarse y correr a sentarse con sus primos, pero estaba en una posición desde donde no podía retroceder. Había llegado hasta ahí y ahora era el estandarte de los relegados a mesas enanas. Era el emblema de los pequeños con grandes pensamientos. Era todo un símbolo de su generación. No podía retroceder.
La orden salvadora de su padre llegó casi como un trueno:
— ¡Andá a la mesa la chiquita, carajo! ¡Más grande y más pelotudo se pone este gurí, mierda! — dijo rezongando.
Sin dudarlo, fingiendo un llanto para mantener sus principios a salvo y manifestar su disconformidad, corrió hasta la mesa en donde sus primos lo estaban esperando.
— ¿Y? ¿Qué pasó? — Preguntó Carlos.
— Nada… aquella mesa será muy alta y con gaseosas… pero me quedo toda la vida con esta… Te aseguro que nunca más me equivoco de mesa. — Dijo mientas atacaba con las manos a una costilla bien cocida.



El niño enamorado de la maestra
Daniel había comenzado a sentir algo raro en primer grado. No sabía muy bien lo que era, pero por lo que había escuchado decir a los más grandes, era amor.
Ella era hermosa. Siempre estaba impecable con su guardapolvo blanco. Sus rizos dorados llegaban hasta sus hombros siempre erguidos. Usaba unos lentes perfectos para su rostro, que brillaba más con cada sonrisa.
Sus compañeros decían que no era linda, pero cuando él se cansó de refutarlos optó por ignorarlos.
El destino se empeñó en separarlos en segundo grado, pero igual él siempre se las arreglaba para poder observarla en los recreos. Incluso, alguna vez, cruzó alguna que otra palabra con ella.
Debido a algunos cambios impensados y fortuitos, volvieron a coincidir en tercer grado. ¡Cuán feliz estaba el niño de volver a compartir todas las clases con ella!
Ahora, después de dos años, ya no hacía falta sostener sus sentimientos en lo que otros habían dicho sentir… estaba seguro que lo que revolvía su cabeza era amor.
El último día de clases Daniel sabía que todo cambiaría y ya no sería lo mismo. Sabía que volver a cruzar caminos sería prácticamente imposible. Comprendió que tenía que hacer algo al respecto y tenía que ser ese mismo día.
El timbre fue el preámbulo del incontenible estruendo infantil que anuncia el fin de las clases. Ella comenzó a recoger sus cosas del escritorio cuando la pequeña nota se deslizó sobre la lista de asistencia.
Tomó sorprendida el papel y lo leyó sin levantar la vista, de un sólo tirón.
En silencio, buscó a Daniel con la mirada. Sus ojos coincidieron en un instante eterno. Ella sonrió dulcemente y salió del aula. Él sabía que ahora podría ser feliz para siempre.


El niño y la novia desinformada
Hacía dos años que Julieta y Alejandro eran novios. El único detalle era que él nunca se lo había informado a la niña de trenzas largas. El la amaba desde siempre y un día decidió que ella sería su novia por la eternidad.
Desde ese día había estado esperando la ocasión de demostrarle con acciones lo que sentía por ella y esa tardecita se presentó la oportunidad.
La escondida fue el juego escogido. Todos estuvieron de acuerdo en que no se podía pasar de la casa de dos pisos de la esquina y tampoco valía en la casona abandonada. A todos les daba miedo pasar por ahí de noche.
— ¡Doy la piedra y me salvo! — Gritó Alejandro.
Tomó una piedrita del piso y uno a uno sus compañeros de juego fueron acertando la mano vacía. Comenzó a preocuparse cuando apenas quedaban dos. Julieta y Esteban, el que mejor se escondía siempre.
Esteban se adelantó a la novia desinformada y, azarosamente, acertó la mano sin piedra.
Julieta se adelantó tímidamente. Nerviosa. Su destino se definía por penales.
Miró las dos manos cerradas que su enamorado ponía delante de ella. Trató de encontrar alguna diferencia pero eran exactamente iguales.
Entonces Alejandro copó la parada. Movió la mano izquierda casi imperceptiblemente, indicándole en cuál de ellas no estaba la piedra.
Julieta levantó la vista sorprendida. Buscó una señal en los ojos de Alejandro y el niño, sabiéndose ganador del destino, hizo un guiño cómplice con el ojo izquierdo para rubricar la primera señal.
Entendiendo muy bien lo que pasaba, la niña tocó la mano indicada.
Ella corrió a esconderse y él a enfrentar la fría pared de las consecuencias.
La vida es una cadena de decisiones y desafíos. Algunas veces alguien nos indica en qué mano esta la piedra, otras veces tenemos que contar hasta cincuenta, sin pausa y sin espiar. Lo genial de todo esto es que Alguien ya cantó piedra libre para todos los compañeros.




El niño que fue a menos
La señorita Claudia le pregunta a Ferro:
— ¿Quién fundó la ciudad de Asunción? Ferro lo ignora y lo confiesa. La maestra intenta por otros rumbos.
— Tissot.
— No sé, señorita.
— Rossi.
Silencio. El ambiente se pone pesado porque quizá la señorita Claudia enseñó aquello el día anterior.
— Maldonado.
Nada. Claudia frunce el ceño y ensaya unos reproches generales. Frezza, el tano Frezza, lo sabe de algún modo misterioso. Es extraño el camino que siguen las nociones: suelen alojarse donde menos se piensa.
— Núñez. López. Dall’asta.
Tampoco. Frezza espera, sobrador, sin levantar la mano. Cosa de manyaorejas, piensa.
La señorita Claudia se dirige a las niñas y pronuncia el nombre amado. Frezza está muy lejos para soplar y la morocha que lo enloquece no puede contestar. De pronto, la maestra lo mira.
— Frezza.
Y el niño taura, que tal vez necesita anotarse un poroto, se levanta, mira hacia el banco y de la morocha y dice casi triunfal:
— No lo sé.
Si es que nadie lo sabe, estará bien no saberlo. Frezza se sienta y se oye entonces, como en una horrible blasfemia, la voz de Campos, injuriosa:
— ¡Juan de Salazar!
Pasaron los años. La morocha no conoció el amor de Frezza ni tampoco su gesto elegante y generoso.
Si alguien califica estas lecciones en alguna libreta celeste, Frezza tendrá un nueve. Y si ni siquiera existe esa libreta, entonces tendrá un diez.

Nota: este último relato está extraído del libro “Crónicas del Ángel Gris”, de Alejandro Dolina.


Este domingo ya no espero regalos, aunque sé que mi vieja seguro algo me da. Sé que estoy lejos de ser un niño pero sigo luchando contra ser grande. Un soldadito de plástico mutilado, pero pegado con fuego, que resiste el paso del tiempo con todo el arsenal disponible. Es una batalla perdida, porque el enemigo es implacable. Pero lo honroso muchas veces no tiene nada que ver con la victoria, sino más bien con la manera de haber muerto en la pelea.


“We too have been there; we can still hear the sound of the surf, though we shall land no more.” J. M. Barrie