"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


martes, julio 26, 2011

Con distinto olor

No alcanzo a ver la diferencia entre el amor, el arte y la tristeza. Siempre sospeché que eran la misma cosa, pero ahora creo que el asunto tiene más que ver con que uno, el arte, es fruto de otro, la tristeza; siendo esta, a su vez, únicamente válida cuando es por amor. Este vínculo tan estrecho hace que sean prácticamente la misma cosa pero sin llegar a serlo.

De todos modos, sé que toco de oído en estos temas. A la vista salta que no soy un gran artista (este escrito es, en sí mismo, evidencia), que no soy asiduo en cuestiones amorosas y que lucho, con todas mis fuerzas, para que la tristeza no pase cerca de mis pagos. Obviamente, alguna vez me he inmiscuido en estos universos desconocidos y explorando sus dominios he sacado algunas conclusiones, no demasiadas profundas, cabe aclarar.

Sólo un párrafo para atender al arte y a la tristeza. Escribir es un cable a tierra, una manera de decir las cosas que de otra manera no diría. Es un lenguaje hermético pero disponible para aquel que quiera descifrarlo. Los mejores párrafos fueron hijos inmediatos de las lágrimas amargas de la soledad, el desengaño o la muerte. Obviamente, esto no es imparcial, ya que esta última afirmación acerca de la calidad de los escritos es directamente proporcional a mi criterio. El arte es subjetivo, chocolate por la noticia.

Y por otro lado, el amor. Las mariposas en la panza, los latidos cardíacos acelerados, las palabras oportunas que se niegan a salir. En fin, cuando más idiotas nos ponemos.

Yo recuerdo perfectamente la primera vez que me enamoré. Ella iba al mismo grado que yo en la escuela Zubiaur de Paraná. Era hermosa en todos los aspectos. Su sonrisa, su cara angelical, sus ojos tiernos que acariciaban al mirar, sus piernas flacas como palos de escoba, su guardapolvo impecable. Se llamaba Roxana.

Yo no hice más que mirarla desde lejos y soñar que la agarraba de la mano y volvíamos juntos de la escuela. Ella nunca se enteró que fue mi novia.

También recuerdo la primera vez que la cosa fue más allá que la ingenuidad de escuela primaria. Fue en el cumpleaños de un amigo. Ella era hermosa. No muy alta, con unos bucles que enmarcaban su mirada felina y su sonrisa perfecta. Fernanda, su nombre.
Ella fue la encargada de despertar ciertos desajustes hormonales propios de la edad. Lo noté cuando me di cuenta que no eran precisamente las manos lo que soñaba agarrar esta vez.
Nuestra relación no pasó de unos juegos grupales esa noche mágica de verano, pero yo seguí enamorado mucho tiempo más. Gasté las cubiertas de mi bicicleta pasando frente a su casa, intentando verla alguna vez salir a hacer los mandados o aunque sea vislumbrar su silueta frente a la ventana. Como dije, cuando más idiotas nos ponemos.

Es por estos besos que nunca dimos o, peor aún, por aquellos que sí tuvimos y ya no podemos dar que la tristeza rebalsa nuestra razón. Es por esas sonrisas que siempre recordamos cuando cerramos los ojos que ya no reímos plenamente. Es por esa piel que ya no acariciamos que el mundo nos parece rugoso. Es por amor. Del más triste. Y del más puro.

Pero no me quejo de eso, sino más bien lo festejo en cierto modo, porque gracias a esa tristeza insondable, nos sopapea el artista y componemos, pintamos o escribimos los versos más tristes esta noche, esos versos de amor eterno, de amor incompleto. Los mejores versos que jamás escribiré.