"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


lunes, octubre 31, 2011

Muerte blanca

La noche puede ser muy cruel cuando quiere.
Los seres noctívagos ocupan sus lugares frecuentes, indiferentes al entorno blanco y frío.
La nieve parece detenida en el tiempo. Nada en la ciudad detiene su ritmo, pero la nieve sí. Ella es distinta.
Hoy todos están más alterados y atentos. El día amaneció conmocionado por lo sucedido la noche anterior.
Yo sólo sonreí por lo bajo durante los testimoniales. Siempre me jacté de que mi escepticismo iba de la mano de mi pragmatismo a todas partes, tanto a las iglesias como al cine. También a las morgues.
El hombre no tenía más de 35 años. Corpulento y casi dos metros de altura. No presentaba traumatismos ni hematomas. El médico de turno no nos supo decir cómo había muerto el fulano, simplemente dijo que “no se puede determinar causa de muerte en la autopsia preliminar”. No fue de mucha ayuda.
– De todos modos, - agregó - creo que deben echar un vistazo.
Con López, mi compañero, examinamos una y otra vez el cadáver. Había algo que no cuadraba. El tipo estaba ahí, muerto y duro como un pedazo de pared, con la cicatriz que recorría el pecho de punta a punta cerrada descuidadamente, descansando sobre la mesa fría de una sala más fría aún, y sin embargo, no parecía muerto. Tenía el semblante colorido, los ojos con ese brillo que sólo tienen los vivos. Pero ahí estaba, muerto.
El timbre de mi celular nos sacó de nuestros pensamientos. No sé por qué, pero la noticia no me sorprendió. Cerré el celular y miré por entre sus lentes a los ojos de López.
– Hay tres cuerpos más, en el Red & White - dije secamente.
López atendió su teléfono que había comenzado a vibrar mientras yo hablaba.
– Cuatro más… por la zona del puerto - me dijo achicando los ojos, cavilando.
Fuimos hasta el Red & White, el cabaret con las mejores chicas de Ushuaia. Más de una vez habíamos tenido que ir por cuestiones de trabajo, pero esta vez no nos gustó tanto la idea. Llegamos y todo el lugar estaba revolucionado.
Revisamos los cuerpos. Tomamos notas, sacamos fotos. No dijimos nada.
Bajamos por una calle empinada, como casi todas en el Fin del Mundo. Llegamos al puerto. Misma rutina.
Otra vez en el auto, mi compañero habló.
– Yo no sé qué pasa - dijo -. Todos muertos que no parecen muertos. Si no fuera porque están ahí, inertes, sin pulso, no creería que pasaron a mejor vida.
– Los del Red & White tenían señales de pelea - aduje.
– ¡Vamos! Vos sabés bien que no murieron por eso… Se fajaron un poco, es cierto, pero todos están muertos sin motivo aparente. Pareciera, simplemente, que perdieron el alma y cayeron…
Sonreí mirando a López. Él sabe que descreo sus supersticiones y fantasías.
Hizo un gesto y atendió su celular que siempre está en vibrador.
– Dos más… en el centro. Hay un testigo.
Cruzamos las calles del puerto a toda velocidad. Al llegar no perdimos tiempo con el cuerpo. No era necesario.
El tipo todavía estaba en shock. Se tomaba la cara con las manos y repetía “no puede ser, no puede ser” casi a los gritos.
– Necesito saber quién hizo esto, amigo - le dije con voz firme, intentando traerlo nuevamente a la realidad.
– Fue la Muerte… fue la Muerte… no puede ser... ¡Fue la Muerte!
Yo hice un gesto de incredulidad y López se persignó.
– Fue la Muerte en persona… esa mujer, es la Muerte hecha persona…
López comenzó a preguntar.
– ¿La Muerte? Eso es imposible, señor. ¿Cómo puede decirnos eso?
– Mire oficial… yo tampoco creo en estas cosas… pero le digo que lo que mató a ese tipo era la Muerte en persona. Era la mujer más hermosa del planeta, toda vestida de blanco. Pero esos ojos, oficial… esos ojos blancos como la nieve virgen, no pueden ser de otra persona… Sólo de la Muerte, oficial.
Harto de divagues sin sentido, dejé a López con el testigo y centré mi atención en el muerto. Como todos los demás, no parecía estarlo. Pero ahí estaba, indefectiblemente muerto. Busqué signos de pelea, o huellas, que pudieran generar una pista, al menos una. Revisé sus bolsillos sin suerte. Moví el cuerpo para buscar debajo y encontré un trozo de tela de salvavidas con una palabra trunca escrita: “ustice”.
– ¡Te tengo! - pensé.
López apareció detrás de sus lentes. Pálido.
– Es demasiado loco lo que dice este tipo… pero lo que me preocupa es que lo dice demasiado convencido.
Guardé la tela en mi bolsillo. Ya sabía lo que tenía que hacer.
El día había sido complicado y López no opuso resistencia a mi sugerencia de ir hasta la oficina a organizar la investigación. La medianoche estaba cerca ya y no habíamos parado de ir de un extremo de la ciudad hacia el otro.
– Voy a comprar puchos.
La excusa no sonó muy convincente, pero sirvió para que López baje del auto. No necesitaba un supersticioso para terminar este asunto.
Bajé velozmente hasta la avenida Maipú. Esperé en el semáforo mientras rearmaba mis pensamientos.
“ustice” era obviamente un fragmento de la palabra “Justice”. Y “Justice” era el nombre original de uno de los barcos más conocidos de la ciudad antes de que Leopoldo Simoncini, en 1947, lo rebautizara como Saint Christopher y lo pusiera a trabajar en las aguas sureñas del mar argentino, donde todavía permanece encallado, como símbolo de la excelente construcción de antaño y como atracción turística de hoy.
Desde la avenida alcazaba a visualizar el casco deteriorado por el tiempo y la impiedad del mar. Apenas unas luces que llegaban desde la orilla iluminaban la tumba de agua y el precario sendero que llevaba hasta ella.
Dejé el auto mal estacionado. Avancé por el sendero de piedras y llegué hasta la cubierta deshabitada. Una puerta entreabierta golpeaba al ritmo del viento, dejando ver por instantes dentro del barco abandonado.
Cuando entré me aseguré de dejar un hierro oxidado trabando la puerta para evitar que me juegue una mala pasada si necesitaba escapar a gran velocidad.
Giré con presura al sentir su voz, melodiosa.
– Hola, Pablo - habló sabiendo mi nombre.
Era simplemente hermosa. Su cabello destellaba cuando la luz lograba penetrar el ojo de buey roto y sucio. Su rostro era delicado, los rasgos bien definidos. Perfecta. El testigo tenía razón. Sus ojos eran blancos como la nieve.
No pude odiarla, como me pasaba con otros criminales. El simple hecho de verla radiante hizo que estuviera dispuesto a perdonarla. Sentí ganas de abrazarla y confesar lo que sentí en mi alma, los estragos que ella había causado en apenas unos segundos.
– ¿Por qué lo hiciste? - le dije sintiendo pena. No por las víctimas, sino por ella.
– Yo no hice nada, Pablo. Te lo juro.
Le creí. No puede evitarlo.
– ¿Por qué les quitaste la vida? - pregunté sin juzgarla.
– No les quité nada. Nunca hubiera podido hacerlo. Ellos me dieron todo sin que se los pida. Lo entregaron sin resistencia.
Se acercó y me habló dulcemente. Sentí la brisa del mar que refrescaba mi rostro cuando me envolvía su voz. Quise besarla. Necesitaba besarla.
En ese momento pude reaccionar y darme cuenta de lo que estaba pasando.
– ¿Me querés? - preguntó.
– ¡Dejame en paz! - le grite - ¡No se puede querer a la Muerte!
Ella sonrió antes de hablar. La sonrisa más dulce y cruel que pude soportar.
– Pablo, amado mío… Yo no soy la Muerte - dijo con ternura -. Soy el Amor.
Entonces, sumiso, cerré los ojos, la besé… y nunca más volví a abrirlos.


domingo, octubre 16, 2011

Mi vieja es una genia.

Los médicos son tipos capos. Porque saben que luego de sacarte de un lugar cálido, cómodo y de tirarte sobre una mesa fría, hacerte llorar y tratarte de una forma en la que te das cuenta que la cosa de este lado no será fácil, saben que sólo los brazos de mamá pueden darte la paz, el cuidado y quitarte las ganas de odiarlos para todo el viaje. Como dije, son tipos capos.
Entonces te depositan en sus brazos, ese lugar que debe ser lo más parecido al cielo, y ves por primera vez esos ojos que te miran como nadie más lo hace. Esos ojos que, más adelante, te van a decir que te siguen queriendo aunque vos los hayas defraudado, no te hayas portado bien o no hiciste lo que tenías que hacer. Esos ojos que se alegraron con tu primer paso y se llenaron de lágrimas con tu primera palabra.
¡Pero qué tipos capos los médicos!

Hoy es el día de la madre y yo no quiero caer en eso de que “el día de la madre debería ser todos los días” o cosas por el estilo. Sin embargo, quiero intentar decirle a mi vieja cuán importante es para mí. No soy bueno con las palabras habladas, por eso recurro a los textos, mi verdadero idioma nativo.
De todos modos, estoy convencido que para que ella entienda cabalmente, debería hablarle con acciones, que es el idioma del amor… el único idioma que mi vieja entiende a la perfección, eso que habla alemán (pobre, siempre intenta enseñarme sin rédito alguno) y geringoso (en este sí soy bueno).

La Tita, como le dice mi abuela, ha sido siempre el apoyo que necesité. Sin saberlo, muchas veces, y muchas otras, sin saber siquiera en qué me apoyaba. Como dije antes, soy muy introvertido, y ella siempre respetó mi raye. Sabe cuando estoy mal, pero nunca intenta lograr que le cuente por qué. Sin embargo, me prepara la mejor leche chocolatada del mundo y trata de alegrarme la vida con palabras simples y cosas cotidianas. Lo bueno es que lo logra. Siempre.
Ella me enseñó lo bueno y lo malo de las cosas. Me enseñó a querer aunque no me quieran. A perdonar. A valorar la amistad.
¡Vaya si lo hizo!
Sobre todo cuando caía a casa con los pibes del secundario (rateados, como corresponde) a casa a preparar tortas fritas, a mirar pelis, a jugar en la compu… quinientos negros en casa y ella diciendo feliz “prefiero que estén acá, en casa, antes de que anden en cualquier lado de vagos”. En vez de expulsarlos rotundamente como lo merecían, ella decidió adoptarlos.
Todavía ahora, cuando vamos con los pibes del Club o de la iglesia, y estamos hasta el otro día haciendo líos en casa, ella no se cansa de agradecer a Dios por los amigos que tengo.
Pensar que ella insistía en que asistiera a Conquistadores. En que madrugara los domingos para no perderme los campamentos y las especialidades. Si alguien me hubiera visto rechazar sus invitaciones de la manera en que lo hacía, seguramente me pediría que devuelva mi pañuelo de Guía Mayor, que hoy luzco presumido. ¡Cuanta razón tenías, mamá! ¡Cuántas cosas me perdí por no escucharte cuando debí hacerlo!
Pero tengo que agradecerte, eso sí, de que hayas seguido insistiendo, siempre. De que nunca te hayas rendido y todos los sábados me despertaras para preguntarme si quería acompañarte a la iglesia, aunque ya sabías la respuesta. Cuanto agradezco a Dios de que nunca hayas bajado los brazos conmigo.

En este punto tengo que abrir un paréntesis antes de seguir.
Cuando crecimos, allá en mi Buenos Aires querido, con Claudio (mi hermano) tuvimos una ventaja por sobre cualquier mortal. Dice la leyenda que madre hay una sola, pero nosotros tuvimos la fortuna de tener dos. La madre de mi madre y mi madre. Mi abuela, la mujer que me vence con su mirada pura de cristal. Estar en su casa es algo así como saborear un poquito de la Tierra Nueva. Con ella aprendí, entre muchas otras cosas, el significado de la palabra cristianismo y la canción del “gatito que es muy picarón, gracioso, travieso y muy regalón”.
Hoy, ya viejo y todo, agradezco a Dios por poder seguir aprendiendo de ella. Por tenerla conmigo y porque sé que siempre estará orgullosa de mí, sea lo que sea que yo haga. Eso es impagable. No podía escribir sobre el día de la madre sin mencionar a mi abuela, la segunda en esta escala.
Cierro paréntesis.

Hay una característica de mi mamá que no logro entender. Yo no sé cómo hace para poder estar para todo el que la necesite, no importa en lo que sea.
Ella te cuida los pibes, te limpia la casa o te la vigila si te vas. Ella te arma una clase para la iglesia, te cocina en un retiro, te ayuda a preparar las cosas cuando te vas de campamento (y ordena todas las que quedan desparramadas). Te predica, te enseña de la Biblia, te escucha, llora con vos, te cuida en el hospital, te ayuda con la tarea. Es increíble. Yo no sé cómo lo hace.

En resumen, yo no soy gran cosa, pero no lo sería sin ella. No estaría donde estoy sin ella. No iría a donde voy sin ella.

Vieja, este texto va a manera de abrazo eterno. Va a manera de agradecimiento insuficiente por todo lo que hacés por mí, aprovechando esto del día de la madre.
Sé que no soy todo lo expresivo que a vos te gustaría que sea, sé que no te digo todos los “te quiero” que quisieras que te diga, pero en este espacio quiero decirte a los gritos para que no te queden dudas, nunca: ¡TE AMO CON TODA MI ALMA Y MI CORAZÓN!
Gracias por todo, mamá.
¡Qué tipos capos que son los médicos! Pero mi vieja lo es mucho más. ¡Feliz día!