"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


martes, diciembre 27, 2011

Esta tarde tenemos que ganar

Aunque jugábamos de visitantes, la popular estaba repleta. Era un partido importante. Teníamos que ganar para seguir arriba, a dos fechas del final del torneo. Incluso, si se daban algunos resultados, hasta podíamos dar la vuelta esa tarde. La partida no era sencilla porque Colón, de local, siempre es complicado. La cancha es chica y ellos se meten atrás y a nosotros siempre nos cuesta un poco cuando no nos juegan de igual a igual.
De todos modos, yo estaba confiado. Nunca perdimos las veces que estuve en la tribuna. Una sola vez, apenas, dejamos dos puntos en el camino. Eso me envalentonaba. Cuando las cábalas te dan un giño de semejante magnitud, no hay demasiado que puedan hacer los incrédulos para impedir la exactitud del destino.

Para poder entrar al “Cementerio de los Elefantes” es necesario hacer un rodeo al estadio, llegar a la avenida circunvalación, entrar por la cancha secundaria, pasar por una puerta lindera a la esquina del barrio Centenario, desde donde los locales más acérrimos aprovechan los pisos altos para gritarte una serie irreproducible de epítetos y lanzarte proyectiles de todas formas y colores.

Yo no sé si a todos les pasará igual, pero para mí, llegar a la tribuna de visitante, repleta de corazones rojos y blancos, es como pisar suelo del Monumental instaurado en soberanías ajenas. Es algo así como una embajada millonaria. Es estar en casa. No es que uno se pierda en la multitud, sino que pasa a ser parte de una misma pasión que no importa en qué cancha juguemos, siempre es la misma.
Ansioso como pocos, esperaba que el equipo pisara el césped pronto, con ese grito atragantado que sólo explota cuando aparece River.

El equipo estaba impecable. Ortega, el jugador diferente del equipo, encabezó la serie de jugadores que fueron saliendo uno a uno al campo de juego. En la popular enloquecimos un poco más que lo frecuente.

Así estaba yo, dispuesto a estar desentendido del mundo por noventa minutos más el entretiempo, cuando miré hacia un paravalancha y la vi. Puedo afirmar hoy, sin tapujos, que era la mujer más hermosa del mundo.

Estaba vestida con una musculosa blanca con algunos vivos rojos. Tenía unos lentes oscuros, muy a lo Calamaro, a modo de vincha, tirando su cabello hacia atrás y dejando ver las perfectas líneas de su rostro. Desde mi posición, y debido a la cantidad de gente que se interponía entre mi visión del cielo y yo, fue lo único que alcancé a ver.
Me quedé unos segundos eternos mirándola, incrédulo. Ella cantaba y yo creí diferenciar su voz desde mi posición. Fue algo fácil, porque sabía que no podía haber dos ángeles en una misma hinchada.

No podía sacarme su imagen de mi cabeza. Necesitaba mirarla a cada rato, ajeno a cualquier circunstancia del partido. Cada tanto fijaba la mirada en el juego, para disimular, pero lo único que quería era volver a mirarla. Ella, como si nada, seguía alentando al equipo de sus amores, presa de la pasión rojiblanca.

El fútbol tiene momentos mágicos, no estoy descubriendo nada. Eso lo aprendí cuando Diego dejó atrás a todos los ingleses, o cuando Kempes dando vueltas hizo vibrar a todo el Monumental en un solo grito de gol. Pero esta fue la primera vez que algo fuera de la cancha me produjo la misma sensación. Ella se acomodó el pelo y me miró. Sostuvo la mirada, yo sostuve la mía. Sonrió y volvió otra vez a cantar y a saltar junto con la barra.

River jugaba mejor y parecía que en cualquier momento llegaba el gol. Movíamos la pelota de un lado para el otro pero no podíamos quebrar la defensa sabalera. Para colmo, una pierna fuerte de un zaguero de Colón desparramó al Burrito que dio 20 vueltas antes de parar. El árbitro no cobró nada y ella gritó desaforada reclamando el ful.

Giró su cabeza y volvió a fijar su vista en mí. Yo, por supuesto, también la miré y sonreí. Ella apenas sonrió con sus ojos e inmediatamente volvió a compenetrarse en el partido y a gritarle al árbitro que se compre lentes.

Entre nosotros no había una gran distancia, pero sí una buena cantidad de gente amontonada. Era imposible poder llegar hasta donde ella estaba. Me acordé de una publicidad que remataba su mensaje aseverando que a veces cerca es muy lejos.
La tercera vez que nos miramos, ya casi no podíamos dejar de hacerlo. La sonrisa en la mirada cambió a un creo que te amo, pero no puedo llegar hasta donde estás vos. Desesperado intenté poder avanzar hacia el paravalancha anhelado, pero fue imposible. Ligué algunos insultos y empujones en la tentativa. Ella notó la situación e intentó avanzar. Pasó a uno, a dos… sé que en el camino, debió recibir algún roce secreto indeseado.
La travesía se vio bloqueada por un grupo de mastodontes que no paraban de saltar y no dejaban que nadie pasara cerca. Yo la miré desconsolado y noté angustia, también, en sus ojos bellos.

El partido seguía con el resultado igualado en cero y el referí, como un guiño del destino, decidió poner fin al primer tiempo. El silbato, para mí, fue el coro de los Niños Cantores de Viena entonando el Aleluya de Haendel.

La hinchada se distendió, algunos se sentaron para reponer fuerzas, un buen grupo siguió cantando y saltando y otros (gracias, destino) dejaron sus lugares para ir al baño o para comprar choripanes, ya que pretender conseguir las Patys del Monumental en Santa Fe es una utopía comparable casi con las paz mundial.
Fue fácil para ella encontrar un camino hasta donde estaba yo. Mientras se aproximaba pude verla por completo. Tenía un jean ajustado que debió haberle llevado mucho tiempo calzarse. Un cinto negro, amplio, con una hebilla dorada. La musculosa apenas llegaba hasta la cintura y dejaba ver su piel abdominal con cada paso que daba, gambeteando tipos en cueros y sudados.

Su vestir y su manera de moverse revelaban a gritos que ella no era de acá. Seguramente llegó acompañando al equipo desde Buenos Aires, no había dudas al respecto.

Fue paciente en su caminar. Los jugadores de Colón y de River ya estaban en el campo de juego prestos para reanudar el partido. Llegó a mi lado en el preciso momento en que el árbitro daba por comenzado el segundo tiempo. No se paró a mi lado, sino que se ubicó adelante mío, para que la protegiera.

En el tablón, las chicas que cuidan su integridad, buscan a un familiar, al novio o a un amigo para pararse delante de él y que este las proteja de la multitud. Ante la imposibilidad de evitar que las apoyen o las toquen en el amontonamiento, prefieren que sea un conocido el que lo haga.
Ella me estaba concediendo ese deber a mí. Dándome ese placer. Entre todos los miles que estábamos en esa popular, ella me escogió a mí.
Comenzamos a saltar con la hinchada. Había que alentar sin parar porque esa tarde teníamos que ganar.

No me animaba a tocarla siquiera. Era de cristal y tenía miedo de romperla. Era tan mágica que tenía miedo que se evaporara si intentaba sentirla.
Estaba ahí, pasmado en la multitud, apretado y resistiendo los empujones para no perturbarla.
Ella se dio vuelta, me miró y sonrió.
Volvió a concentrarse en el partido, alentando. Con temor, me animé a poner mis manos en sus hombros desnudos. La sentí tibia y apasionada. Ella movió la cabeza de tal manera que su mejilla rozó mi mano, como lo hace un gatito que busca afecto. Incluso creo que la oí ronronear.

El Burrito Ortega se sacó a un hombre de encima y la picó para el número tres, un morochito que había llegado mostrando pergaminos desde Rosario Central, que ganó como una tromba el callejón del once, en diagonal. Enfrentó al arquero que salía desesperado y la picó suavemente al segundo palo.
El grito de gol comenzó en la parte alta y fue bajando hasta arrasar donde estábamos con mi amada. La popular parecía venirse, literalmente, abajo. Ante la celebración espontánea del momento, bajamos varios escalones hasta que se detuvo el festejo. Abrazos con el vecino desconocido, vamos carajo bien fuerte apretando los dientes y a seguir alentando.
Haciendo un esfuerzo más allá de lo razonable, logré que nadie la empujara, apretara o siquiera la tocara. Ni yo, en la confusión, aproveché para apretarla contra mi cuerpo.

Ella volvió a darse vuelta, otra vez me miró con sus ojos profundos, me abrazó y me dijo al oído:
-Gol.

Yo no pude hacer más que devolverle el abrazo y sentir su pecho latir contra el mío. He gritado goles importantes y me he abrazado con el de al lado, sin conocerlo. He celebrado junto a la hinchada uniéndonos en un grito tan fuerte que pareciera que la tierra se está rajando bajo nuestros pies. He celebrado goles de campeonato, de clasificaciones, de triunfos heroicos y me he abrazado con más de medio equipo cuando yo he sido el autor del gol, en los campeonatos barriales. He celebrado miles de goles. Pero este, el que me dio ella en medio de aquella turba de fanáticos desaforados, este fue el mejor abrazo de gol de toda mi vida.

River mejoró después del tanto convertido. Empezó a mover mejor la pelota y el Burrito se hizo cargo del equipo. Siempre estaba desmarcado por el medio siempre la pedía. Un freno, un quiebre de cintura, cabeza levantada mirando el panorama y tocando con precisión milimétrica, siempre a un compañero desmarcado.

Yo seguí con mi función de guardaespaldas seleccionado vaya a saber por qué fuerza divina. Ella recostó su espalda contra mí y me pidió que la abrace. “Abrazame”, dijo. La envolví con mis brazos y la estreché contra mí. Puede sentir su cuerpo perfecto complementándose con el mío. Sus curvas cabían a la perfección en las mías. No quedaban dudas, estábamos hechos para un abrazo eterno.
No sé cuánto tiempo habremos estado así. El reloj corre lento cuando vas ganando de visitante, pero esta vez, parecía que cada tic del reloj estaba acelerado treinta veces.

Colón había empezado a hacerse dueño de la pelota y River esperaba cada vez más cerca de su arco. Para colmo, nuestro marcador central llegó a destiempo y, como ya estaba amonestado, hubo que jugar con diez hombres. El técnico, en una decisión arriesgada, pone otro delantero, un juvenil de la cantera, y sacó a un volante de marca.
En una de las primeras pelotas, el pibe recibe un rechazo de la defensa de River, la pelea en la mitad de la cancha y sale disparado hacia el área. Se frenó, como si se hubiese quedado sin baterías, esperó un segundo y abrió la pelota hacia el otro palo, por donde entraba, sin marcas, otro pibe que habíamos traído de Chile. El chileno acomodó la pelota, la adelantó un par de veces, y clavó un derechazo cruzado, inatajable.

Esta vez el estruendo fue mucho mayor. No pude contener la avalancha y sentí como ella se escapaba de mis brazos. Intenté sujetarla, pero la algarabía era tanta que fuimos separados en apenas unos segundos. Yo no dejaba de buscarla y puede verla, sosteniendo sus lentes para que no cayeran, también buscándome.

Luché con la multitud para llegar a ella.
-Gol -le dije cuando logré tenerla, otra vez, cara a cara.
-Esto es… increíble.
La miré a los ojos y puede ver que lloraba.

Con una mano se secó sus lágrimas y clavó sus ojos, todavía cristalinos, en los míos. Puso sus manos en mis mejillas y me dio un beso dulce como nunca he probado. No sé por cuánto tiempo nos besamos, pero no me interesó saberlo. Entendí en ese momento que había vivido hasta ahí sólo para esto.

El partido siguió y casi terminando, tras un rechazo corto en la salida de un córner y después de varios rebotes afortunados, Colón consiguió el descuento. La tensión se cortaba con una Gillette.

Yo, por un lado, ansiaba que terminara el partido. Por otro, quería que el árbitro adicionara toda una vida. Ella ocupó de nuevo la cueva entre mis brazos y se tomaba fuertemente mi mano, incrementando la presión con cada avance sabalero. Yo cerraba los ojos y dejaba que su perfume inundara todo mi ser, obnubilando mis sentidos.

El cuarto árbitro levantó el cartel con un cuatro luminoso. Ambos comprendimos que todo estaba acabando. El partido y nuestra unión, aunque yo ya empezaba a sospechar que sería eterna.

Volvió a darse vuelta, como lo había hecho durante toda la tarde. Me miró con tristeza.
-Tengo que irme -dijo-. Siempre estoy en la popular -me invitó-.

Me dio otro beso, pero este tenía la amargura de los besos de despedida.

No intenté detenerla, hubiera sido en vano. Ella se alejó entre los hinchas que no dejaban de sufrir tensionados con el partido. Antes de doblar en un codo del estadio, levantó el brazo y se despidió con la mano, siempre de espaldas. Ella sabía que yo la seguía mirando.

El partido terminó con un triunfo millonario. A la semana siguiente, un enano de Teodelina se encargaría de meter los dos goles que nos consagraron campeones.

Tuve que esperar todo un torneo para que River jugara otra vez en Santa Fe. Fui uno de los primeros en llegar. Pasé las revisiones pertinentes y aceleré el paso en el portón para no recibir cascotazos de los vecinos. Me ubiqué, más o menos, en el mismo lugar que la vez anterior. Ella no estaba.
La busqué durante todo el partido, pero no pude encontrarla. Empatamos dos a dos, como era de suponerse. El destino, esta vez, no estaba de mi lado.

Al domingo siguiente viajé al Monumental para poder hallarla, pero es prácticamente imposible encontrar a alguien en ese mar rojo y blanco.

Ya dejé de buscarla en la tribuna pero no pierdo las esperanzas de volver a sentir su piel millonaria. De poder abrazarla en alguna avalancha después del gol. Me mantengo firme en el deseo de volver a besarla, con la popular enardecida detrás. Y si no se da, si es que no puedo volver a tener sus besos y sentir sus curvas, deberé conformarme con recordar el sabor de ese beso de campeonato que me hizo dar la mejor vuelta olímpica de mi vida.




miércoles, diciembre 14, 2011

Textos eran los de antes

Todos tenemos primeros escritos. Los míos nacieron en los ratos de ocio en las clases aburridas, en los sermones largos o, simplemente, cuando probaba una lapicera nueva. Muchos ya no existen porque el papel desapareció y mi memoria es demasiado endeble como para recordarlos. Pero otros, a modo de fotografía de lo que alguna vez supe ser, han quedado bien dobladitos y guardados dentro de una de mis primeras Biblias.

No es justo para ellos ese destino.




Así que aprovechando la necesidad de actualizar y el poco tiempo disponible, utilizo este atajo literario. Es cierto, el contenido no es de gran nivel, pero está bueno poder repasar lo que pensaba hace tiempo y darme cuenta que no ha cambiado demasiado. Seguramente hoy lo diría de otra manera, pero, en esencia, sería lo mismo. Ahora tengo que analizar si eso es bueno o malo. O las dos cosas.

Les presento, en forma de citas citables amontonados dentro de un libro o, algunas, en el cuaderno de frases de una amiga recopiladora, al adolescente enamorado de vaya a saber uno quién o qué, al pibe de pirinchos engelados y remeras holgadas, aquel que ya disfrutaba de escribir y de hablar a través de textos. Todos esos que supe ser. Todos esos que soy.


“Quiero volver al patio ruidoso con la rayuela en el piso. Quiero volver a mi casa natal. Quiero otra vez jugar a La Botellita y que todos mis besos sean el primer beso. Pero, por sobre todas las cosas, quiero volver a tus ojos, porque solamente en ellos puedo reflejarme como soy.”

“Tus ojos son la luz de mi mañana nublada.”

“Quiero darte la piedra y señalarte en qué mano está. Quiero que seas mi bruja de los colores y ser yo tu tigre congelado. Quiero con vos jugar al palo palito y poder mirarte todo el tiempo que estés inmóvil. Quiero quedarme quieto para que puedas encontrarme con los ojos vendados, aún cuando estés mareada. Pero lo que más quiero es que salgamos juntos de nuestro escondite y podamos salvar a todos nuestros compañeros.”

“Quiero tener la certeza de tu presencia aunque vos tengas la certeza de la mía.”

“El otro día desperté temprano. Pasé por el espejo y me vi el cabello revuelto, los ojos hinchados y llenos de lagañas, la boca reseca y con un sabor amargo… desprolijo, transpirado, ¡destruido! Entonces viniste vos y dijiste ‘!Buen día, te quiero!’. ‘Mierda’, pensé yo, ‘realmente me quiere’.”

“Las clases monótonas, largas y aburridas hacen que mi cabeza divague por avenidas de ideas que no sabía siquiera que existían… y encima, a contramano.”

“El amor puede ser la cosa más hermosa del mundo o la peor de todas, todo depende de si lo vemos con el corazón o, como suele pasar, analizamos la cruel realidad.”

“En nuestros días cada mañana trae esperanzas, alegría e intriga por el día que comienza. Las noches, luego de habernos golpeado con los muros más altos, están llenas de problemas, dudas y tristezas. Pero, en los días de Dios, “fue la tarde y la mañana”. Gracias, Dios, por ignorar las matemáticas y lograr que el orden de los factores sí altere el producto.”

“Cuando soy agua, sos tierra. Si soy blanco vos te vestís de negro. Si río, llorás. Si lloro, reís. Pero, así como los rayos de sol acarician la luna por unos segundos, tenemos instantes donde nos agarramos de la mano y veo mi reflejo en tus ojos. Esos instantes bastan para amarte como te amo.”

“Pobre de aquellos que no conocen los luceros que embellecen tu rostro y creen que el día nace con el sol.”

“Yo también puedo escribir los versos más tristes esta noche, pero no quiero hacerlo. Prefiero contar acerca del amor, la alegría y la paz. Pero, por sobre todas las cosas, prefiero contar acerca de la certeza de saber que estás en alguna parte, esperándome.”

“Si intentara contar las lágrimas de tu ausencia comprendería el significado del infinito.”

“El mayor problema con el amor es que nunca deja de ser. Por eso, aunque me esfuerce en encontrarte defectos, en maximizar tus cosas que menos me gustan y en tratar de convencerme de que puedo vivir sin vos, cuando llega la noche me doy cuenta que todo el empeño que pongo es inútil y que nunca voy a dejar de amarte.”

“Es fácil odiar y aborrecer a quien nos somete con su poder, crueldad o malicia. En cambio, no podemos hacer otra cosa más que amar a quien usa la belleza y bondad como armas de tortura.”

“Aunque el sol salga de noche. Aunque la izquierda sea la derecha y la derecha ya no sea la diestra. Aunque el negro sea blanco puro y la pena sea una cara feliz. Aunque la tarde llegue primero que la mañana y el porvenir esté a mis espaldas. Aunque las canas se tiñan de negro con el paso del tiempo. Aunque lo malo sea bueno y lo bueno, malo. Aunque una noche soleada me duerma en mi mesa mullida y mirando hacia el cielo vea el piso pálido y me dé cuenta que mi mundo está invertido y que ignoro todo lo que sabía y que solamente tengo la incertidumbre de saber que Amor sigue diciéndose tu nombre.”