"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


martes, abril 26, 2011

Perspectivas


El pequeño Juan se despertó malhumorado. No tenía ganas de ir a la escuela hoy.

El despertador sobresaltó a Juan. Sonó puntual, como corresponde a los despertadores. Sin mucho entusiasmo, de un solo manotazo logró restaurar el silencio.

– No quiero ir hoy, mami… me duele la panza – argumentó en vano.
– ¡Dale, vestite rápido que ya es tarde!
Caminó lento… arrastrando los pies. Casi sin abrir los ojos, entró al baño y se puso a orinar.
Después de 10 minutos de pereza, caminó lento hasta el baño, apenas levantando los pies.
Orinó, se rascó enérgicamente los genitales, no porque le picaran, sino por costumbre. Sin reaccionar todavía, se acercó al lavabo y dejó correr el agua durante unos segundos.
Con las dos manos se mojó la cara y se buscó en el espejo. La imagen devuelta no fue la que esperaba.

Tiró la cadena y se entretuvo viendo el remolino multicolor que se llevó su orín quién sabe dónde.
En puntas de pie, abrió la canilla de la pileta y se lavó la cara. Pero al verse al espejo, su reflejo lo sobresaltó.
De inmediato se reconoció en el niño asustado, parado en puntas de pie, con la cara mojada.

En el espejo, un hombre, desconocido pero familiar, lo miraba con cara de asombro.
Movió la cabeza lentamente, de un lado para el otro, queriendo asegurarse que el niño en el espejo realizara los mismos movimientos, fiel a la costumbre de los reflejos, pero esto no sucedió. El pibe seguía con la mirada atónita y fija, ya no con susto, pero sí con asombro.

El tipo comenzó a moverse. Giraba la cabeza lentamente hacia los costados. Lo miró fijamente, tratando de adivinar qué estaba haciendo. De pronto, las miradas se cruzaron y se descubrió en los ojos reflejados. Le costó identificarse, pero comprendió que era él mismo.
– Hola… – dijo apenas.
El reflejo lo observó pensativo.
“Hola”, pudo leer en los labios reflejados.
– Hola… – leyó en los labios del niño del reflejo.
Casi sin creerlo, contestó:
– Hola.
El niño sonrió tibiamente.
Sos ojos se llenaron de lágrimas cuando se reconoció joven. Se vio ahí, parado en puntas de pié para alcanzar la canilla, despeinado y lleno de vida.

Sonrió al ver que su reflejo sabía lo que estaba pasando. Pero se preocupó cuando vio lágrimas en los ojos del hombre.
Comenzó a notar dejos de seriedad en el rostro joven. Le sonrió. Quiso demostrarle con una sonrisa que todo estaba bien, que no había por qué preocuparse.
Se encontró, de pronto, mirando sonriente su reflejo en el espejo.

De inmediato, el hombre sonrió. Pero fue una sonrisa particular, tranquilizadora. Notó que todavía se le marcaban los hoyitos en las mejillas cuando sonreía. Durante un largo instante, se miraron sonrientes.
Juan comenzó a buscar sus diferencias con el que sería algún día.
Tenía algunas canas y barba. Le pareció graciosa su barba. Vio una marca debajo del ojo derecho. Parecía una cicatriz.
– ¿Tendrá cicatrices también en el corazón? – pensó Juan y volvió a preocuparse.
Juan no salía de su asombro. Verse ahí, como supo ser, tan distinto pero tan igual. Los ojos pícaros, la sonrisa transparente, su piel tersa. Mientras buscaba similitudes con el que ahora era, pensó en su infancia y en todo el camino recorrido para llegar hasta donde ahora estaba.
Tocó su rostro que el tiempo comenzaba a arrugar. Recorrió sus imperfecciones con sus dedos.
– Cuántas marcas tengo… cuantas cicatrices del tiempo… Aunque son mínimas comparadas con las heridas de mi corazón… ese sí que está maltratado, pobre.

Notó la tristeza en los ojos del hombre.
– Quiero que se dé cuenta que acá está todo bien…
Puso bizcos sus ojos. El del reflejo hizo una mueca.
Luego, Juan se tocó la punta de la nariz con la lengua y lanzó una carcajada sincera.
El hombre no pudo contener la risa e inmediatamente repitió el gesto. El resultado fue una cara por demás graciosa y Juan no pudo hacer otra cosa que volver a reír.
Cuando la melancolía subía escalones de a cuatro por vez, el niño hizo un cara graciosa. Puso bizcos sus ojos marrones y rió. Esto distrajo los pensamientos de Juan. Sonrió tiernamente.
Entonces el reflejo infantil hizo un gesto que desacomodó las ideas de Juan. El niño, tocó su nariz con la punta de la lengua y volvió a reír. A Juan le pareció que la carcajada del niño se mezclaba con la suya a través del espejo.
Al instante, Juan repitió el mismo gesto. El reflejo volvió a reír.

Pasaron un rato repitiendo caras graciosas. Primero Juan hacía y el hombre repetía. Luego, fue el reflejo el primero en gesticular y Juan reflejaba la mueca. En un punto, ya no se supo quién era reflejo de quien.
Mueca tras mueca el tiempo impiadoso siguió su camino.

– ¿Cómo será ser grande? – pensó Juan.
– ¡Cómo quisiera ser niño otra vez! – pensó Juan.

El grito de la madre rompió el momento. Era hora de estar listo para la escuela. Juan comprendió que tenía que irse ya.
Juan miró su reloj. Estaba retrasado 15 minutos.
– Tengo tanas cosas por decirte… tantas advertencias que darte. Pero tengo miedo. No miedo a lo que te pueda pasar, sino miedo a que no la pases tan bien como yo la pasé si te advierto. Vas a golpearte mucho, vas a sonreír. Vas a amar, vas a sufrir por amor. Vas a ganar campeonatos a montones, pero también sufrir con los promedios. Todo eso soy, todo eso serás. La vida te mete la plancha muchas veces y te salta con los codos, pero Dios te da la velocidad y la gambeta para dejar mal parados a tus marcadores, siempre.

Juan señaló su muñeca indicando que el tiempo se acabó. Puso de cara de estudioso para que el hombre entendiera lo que pasaba.
El niño le señaló que ya no tenía tiempo e hizo una cara que no entendió. Juan volvió a mirar su reloj y recordó que el colegio iniciaba sus actividades a las 7.30. Apenas tenía tiempo el niño para terminar de prepararse y salir disparado a clases.

Antes de salir, saludó al hombre con la mano.
El niño lo saludó. Juan respondió de la misma manera.
– ¡No te vayás! – gritó Juan y apoyó sus manos en el espejo.

Juan giró su cabeza sobre el hombro y vio las manos de su reflejo apoyadas en el espejo.
Volvió corriendo sobre sus pasos. Puso sus pequeñas manos en el mismo lugar donde el hombre tenía las suyas. Ambos tenían la misma mirada.
El niño volvió y puso sus manos junto a las suyas.

– Tengo que irme – pensó Juan –. No puedo quedarme para ver sólo el final. Quiero vivir lo que tenga que vivir para poder llegar hasta donde vos estás. Me voy, llego tarde a la escuela.
– Sé que tenés que irte… sólo quería verte una vez más – dijo Juan.
Se despidieron con la mirada. El niño fue el primero en correr hacia la puerta y salir del baño.

Otra vez la madre llamó. Esta vez, de una manera más enérgica. Juan corrió hasta la puerta y se dispuso a salir del baño.
Juan aceleró el paso dispuesto a recuperar el tiempo perdido.

Desde la puerta, antes de salir, volteó para ver el espejo una vez más. Pero su reflejo ya no estaba.
Desde la puerta, antes de salir, volteó para ver el espejo una vez más. Pero su reflejo ya no estaba.

martes, abril 19, 2011

Penumbras

Esta es la historia más triste que he escuchado. Advierto, antes que sigan leyendo, que el final no es feliz. Al menos, por ahora. Porque al igual que cualquier otra historia de amor, puede que aún no haya concluido.

Esta es una historia de separaciones, de proximidades ínfimas, pero sin llegar a tocarse. De besos almacenados, de sueños inalcanzables, lágrimas derramadas, cadenas irrompibles, pretensiones imposibles y, por sobre todas las cosas, luces. Porque para que las sombras velen la tierra con sus formas cambiantes es necesaria la luz. Y esta es una historia de sombras.

En realidad, de una sombra. La más noble de todas. Noble porque estaba enamorada y el amor es noble. Pero no sólo era noble, sino también ingenua. Porque como suele ocurrir en las historias de amor noble, estaba enamorada de un imposible. Ella solía decir que el único amor noble era aquel que no era correspondido, porque no recibe nada a cambio. Sostenía que solamente habiendo amado sin ser amado se amaba de verdad.

Intentó por todos los medios que él también la amara. Fue astuta, como toda enamorada. Siempre reflejaba las rosas más bellas, esas que se alimentaban de los rayos más cálidos por la mañana y le decía con voz suave:

-Estas rosas son para vos… las reflejo perfectas, para que puedas sentirlas como tuyas, ya que sin tu presencia no existiríamos.

Pero el astro, inmutable, respondía con crueldad.

-No me parecen perfectas… Tus rosas son oscuras, sin colores pero con espinas. En cambio, estas que yo acaricio, son rojas como el corazón más puro, suaves, como la brisa del amanecer en las montañas. Prefiero las reales, las que puedo tocar, no esa proyección imperfecta e inalcanzable para mí.

-Pero esas están ahí porque el jardinero las cuida. En cambio, las mías, sólo tienen razón de ser para que vos puedas apreciarlas –replicó con ojos llorosos la sombra.
El sol no contestó. Se distrajo alumbrando a las rosas que bailaban con la fresca música del viento vespertino.

Con el tiempo, ella aprendió a convivir con el amor indiferente. Se dedicó a refrescar a los animales, a peregrinos cansados por el viaje, a quién fuere que necesitara de su frescura reparadora. Le bastaba con sentirlo cerca, inmediato, aunque interminablemente distante.

La noche era el momento más oscuro. Pese a que era su total dominio, cuando podía estar donde quisiera, para ella la noche era el momento más oscuro. No porque las tinieblas poblaran el mundo, sino porque sus rayos no estaban ahí. Comenzó a sospechar que la oscuridad no es lo opuesto a la luz, sino que tiene más que ver con la ausencia.

Ansiosa esperaba la mañana. Su corazón comenzaba a latir recién con el alba ya que antes apenas bombeaba sangre.

Decidida, jugó su última carta.

-Estoy convencida de que si pudieras sentirme, verme como realmente soy… me amarías de la misma manera que te amo yo.

-No puedo hacerlo… Donde vos existís, yo dejo de ser. Donde tus oscuros ojos descansan, mis dorados cabellos sucumben prontamente.

-Un beso… no pido más -suplicó la sombra.

El sol no contestó de inmediato. Tibiamente, accedió.

La sombra acomodó sus formas, lentamente buscó los labios del sol con los suyos…pero no pudo siquiera tocarlos. Por donde ella pasaba, el sol moría.

Fue la primera vez que se derramaron lágrimas negras.

Tanto lloró la sombra que el mar de lágrimas cubrió la tierra. Las sombras rápidamente oscurecieron el mundo. Las tinieblas dominaron todo en pleno día.

El sol no pudo permitir que la noche se adueñara de su tiempo. Comenzó a calentar con sus rayos de vida. Concentró toda la energía de su corazón en los rayos más lumínicos que jamás impartió. De a poco, las sombras fueron cediendo terreno. Dos días le tomó al sol recuperar el dominio perdido.

Cuando al fin todo volvió a ser luz, notó que la sombra se había desvanecido. Ella murió para que su amor pueda vivir. El sol derramó apenas una lágrima cuando comprendió que precisamente ahí, cuando todo era claridad, estaba, en realidad, sumido en la más fría de las penumbras.