"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


martes, mayo 03, 2011

Cuento que termina bien

Yo no sé quién dice que todo tiene que terminar bien. Es más, a los hechos me remito y justifico los finales de mis cuentos con una oscura realidad cotidiana.
Pero no soy el único.
Los cuentos clásicos están llenos de finales oscuros. La pequeña diferencia entre mis divagues y los cuentos populares es, simplemente eso, la popularidad. Los míos esperan pacientes en la blogosfera ser descubiertos por un editor tan loco como yo, mientras que allá andan las caperuzas rojas y los príncipes azules habitando en el imaginario colectivo popular de todos, grandes y chicos, como un estigma literario inamovible.

Ahora bien, cuando leemos el rescate mágico y gastrointestinal de Caperucita, o el beso eterno de la Sirenita con Eric, debemos saber que nada tiene que ver con el final pedófilo original ni con Ariel convirtiéndose en espuma cuando su enamorado decide entablar relaciones con una señorita de la clase alta (nadie puede reprocharle la elección).
Los finales fueron alterados para obtener una versión ATP. Las adaptaciones han sido duras (no tanto como "Lejanías" de Jorge Esteban Pérez Ríos, pero tienen lo suyo), pero gracias a ellas Disney disfruta de sabrosos réditos, aunque el costo sean las revolcadas en sus tumbas de los autores.

Sin embargo, debo reconocer, fue cuando Caperucita es rescatada ó cuando Blancanieves despabilada que uno de chico llegó a pensar que la cosa no estaba tan mal, después de todo. Fue con el guardabosque cordial posando para la foto cuando comenzamos a creer que esta vida era, irremediablemente, justa.
Todavía estoy decidiendo si eso es algo positivo.

En el camino, ando yo escribiendo cuentos con finales oscuros pero reales, tristes pero justos, desesperanzados, pero con puntos suspensivos finales. Están acá, en esta bitácora, al alcance de todos, para que Disney no tenga problemas legales al momento de la adaptación.
Hoy escribo este cuento con final feliz (y a pedido del público) para ir ganando tiempo. Mientras, mi sombra enamorada deambula por mi bitácora, ansiosa de poder morir abrazada de su astro amado en uno de los finales alternativos del DVD.


Cuento que termina bien
Bernabé, el cabrito, jugaba alegre mientras el sol se ponía detrás de la montaña apenas nevada. El invierno había sido cruel, pero los primeros calores de la primavera habían logrado que el paisaje ya tuviera colores mágicos.

El nombre se lo había puesto el hijo menor de los cuidadores de la estancia.
–¿Cómo se llamará el recién nacido?– preguntó la madre mientras se limpiaba las manos sucias durante la ayuda brindada durante el parto. Estuvo complicado, pero el cabrito ya caminaba sus primeros pasos débiles y enclenques.
–¡Bernabéééé!– gritó el niño estirando la última vocal, como si fuera un balido del animal.
Bernabé creció sano y radiante. Era amigo de todos los animales de la estancia. Los conocía por su nombre, sabía sus problemas, sus gustos. Realmente disfrutaba su vida, que transcurría entre montañas blancas y noches frías.

–No te vayas demasiado lejos. Quedate siempre donde pueda verte– le aconsejó su madre cuidadosa.
La cabra, vieja ya, conocía muy bien la estancia donde vivían y sabía que los depredadores siempre rondaban los lugares de pastoreo, esperando alcanzar alguna cría distraída.
Bernabé jugaba sin preocuparse, disfrutando de los últimos rayos de sol. Sin saber que en ese momento iba a comenzar la aventura más escalofriante de su vida.

Saltando de una piedra a otra, en un descuido, resbaló y cayó de espaldas al piso. El declive, más el hielo semi descongelado, hicieron una rampa perfecta por donde el cabrito comenzó a deslizarse montaña abajo.
Desesperado intentaba detener la caída, pero no lograba afirmarse en el camino, ni asirse de alguna rama.
Pero el miedo realmente invadió su cuerpo cuando notó que se dirigía directamente hacia un barranco. Luchó con todas sus fuerzas, apenas logró aminorar la marcha. Casi sin pausa, llegó al precipicio a gran velocidad.

Cuando pensó que junto con el fin del camino llegaba el fin de su historia, decidió aferrarse a la vida. Con todas las fuerzas de sus mandíbulas, alcanzó a morder una rama que sobresalía al final de la pendiente.
Sus dientes sintieron el impacto que toda la inercia de su caída provocó.
Presionando la rama enérgicamente, golpeado y asustado, el cabrito entendió que no iba a resistir demasiado tiempo colgado.
Intentó llegar con sus patas traseras hasta terreno firme, pero el hielo impedía que pudiera afirmarse.
Pensó que podría ir avanzando con pequeñas mordidas, pero el peso de su propio cuerpo impedía que pudiera aflojar un poco sus mandíbulas sin que se sintiera caer.

Desesperado, comenzó a llorar. Sabía que siquiera podía gritar pidiendo auxilio. Su mamá no podía oírlo. Pensó en todas las cosas que ya no podría tener, ni compartir con ella. Se imaginó a todos sus amigos de la estancia llorando amargamente cuando se enteraran de la noticia de su caída. Los más fuertes intentando consolar a su madre, que siempre se había preocupado por él.
Las lágrimas inundaban sus ojos sin piedad. Todos los juegos jugados, las rondas corridas, las deliciosas manzanas que comía con entusiasmo por las mañanas. Todos los recuerdos golpeaban en su cabeza como un martillo.

Decidido, tomó aire.
–No puedo terminar así… tengo que abrazar a mamá una vez más.
Juntó fuerzas de donde no tenía… sumó todas sus energías en un solo punto: su mandíbula. Comenzó a balancearse, despacio primero y enérgicamente luego… sabía que tendría sólo una oportunidad.
Si el niño menor de la estancia lo hubiera visto, habría pensado que se trataba de un deportista olímpico haciendo su rutina sobre las barras paralelas.
–Un último balanceo– pensó –y me suelto…
A la una, a las dos… ¡y a las tres!

Apenas llegó hasta el borde. El hielo le impidió afirmarse nuevamente. Lucho con las pocas fuerzas que le quedaban, pero esta vez, el precipicio estaba a punto de vencerlo.
El hielo se desprendía y caía al vacío con cada intento de mantenerse en pie. Exhausto, a punto de rendirse, ocurrió el milagro.

Unos arbustos próximos se movieron y el lobo dejó ver su figura esbelta. Avanzó con las fauces abiertas, jadeando. Dando un salto, se lanzó sobre Bernabé, que se balanceaba haciendo equilibrio en el hielo, al borde del barranco.
El cabrito cerró los ojos, nublados por las lágrimas que nunca habían dejado de brotar. Sintió los dientes filosos del lobo cuando se cerraron sobre su espalda. Y sintió el empujón que éste le dio, arrojándolo contra los arbustos desde donde el lobo había estado observando todo.

Cuando volvió a mirar, se encontró a salvo, pisando firmemente sobre la vegetación que asomaba entre los vacíos de hielo en el camino.
Bernabé, asustado y asombrado, miró intensamente al lobo. Era el lobo más grande y fuerte que había visto.
Una vez, había logrado ganar en la carrera a un pequeño lobo que intentó cazarlo cuando era aún más pequeño. Pero nada tenía que ver con la magnificencia de este ejemplar, que lo miraba desde la distancia, todavía jadeando.

Sin que Bernabé pudiera decir palabra alguna, el lobo habló:
–Cuando alguien se aferra a la vida con todas sus energías, nacen fuerzas en la naturaleza que no podemos llegar a entender. Hoy, en vez de almorzarte, decidí salvarte. Tus ganas de vivir te salvaron. Soy un lobo cruel, hambriento y poderoso. Pero no podría perdonarme jamás si hoy acabo con tu vida.
Sin aliento, Bernabé sólo pudo agradecer.
–¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias, Sr. Lobo! Voy a contarle a todo el mundo lo bueno que hoy ha sido conmigo.
–No te molestes, cabrillo. Nadie te creerá y yo lo negaré si me preguntan– dijo el lobo aullando. Se sacudió la nieve del lomo y siguió su camino, alejándose de Bernabé.
El cabrito corrió lo más rápido que pudo. Se aseguró de pisar lejos del hielo y llegó hasta su corral, casi sin fuerzas.
–¡Mamá! ¡Mamá!– gritó –¡No vas a creer lo que me pasó!
Todos los animales del corral lo miraron con tristeza. Bernabé pudo sentir su compasión.


Desde la cocina, con la mesa ya servida, podía sentirse el inconfundible aroma de un asado de cabra recién horneado. La familia reunida, luego del trabajo agotador, celebraba feliz un nuevo día con las labores concluidas.

Y también comieron perdices.