"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


jueves, diciembre 27, 2012

Estrategias


“Se ha dicho que los hombres hacen todo lo que hacen con el único fin de enamorar mujeres”. Con esta tajante afirmación comienza la opereta Criolla “Lo que me costó el amor de Laura”, de Alejandro Dolina (digo esto, obvio, con el sombrero en la mano). Primero, protesté por la universalidad del inciso, pero meditando un poco en el asunto, noté que el célebre escritor de Baigorrita no está para nada errado.

Tal vez es necesario aclarar, y volviendo a citar al gran Alejandro, que cuando decimos hombres nos referimos a Los Hombres Sensibles. Esa raza de atorrantes que anda por la vida embarcándose en empresas como el amor eterno, la amistad lisa y llana, el perdón sin rencor, ganar a la payana y en el fútbol de los jueves, encontrar a la primera novia del barrio y toda esa clase de aventuras imposibles. Esos tipos que están dispuestos a morir por esos ojos negros que acarician al mirar porque saben que la vida vale menos que el amor. Esos hombres sí, no caben dudas, hacemos todo lo que hacemos con el único fin de enamorar mujeres.

Algunos han llevado esta premisa al extremo y se han perfeccionado en el arte del levante, pero no sin antes haber vivido algunos desencuentros monumentales. Hay técnicas, estrategias, imposturas, estudios y teorías para convertirse uno en un ser experto del cortejo. Sin embargo, es solamente a través del ensayo y el error que se puede conseguir. Es primordial, además, saber que esta profesión no tiene un tope y que se puede seguir perfeccionado el método de caza tanto con el cervatillo que escapó corriendo por la pradera como con cada una de las presas desolladas.
 
Para fundamentar  esto que estoy diciendo, realicé una especie de entrevistas con varios de los Hombres Sensibles que pueblan mis veredas. Como era de esperarse, las estrategias utilizadas fueron infinitas, desde clásicas pero efectivas hasta las creativas y quijotescas.

– La que mejor funciona –dijo uno– es hacerse el amigo. Ojo, es la más arriesgada también, porque en donde se la crea, ¡fuiste!
– Pero… ¿esto qué implica? ¿Ir de compras con ella y ayudarle con el estudio? –pregunté, haciéndome el gil, como si yo nunca hubiese usado esta técnica ancestral.
– Algo así… pero no. Va más allá… Tenés que estar con ella en todo lo que puedas estar. Atento, para que no se te escape la oportunidad de saltarle a la yugular.  Atento al entorno, a su estado de ánimo, a todo.
– Esto sirve sólo cuando la minita tiene novio –intervino otro–, porque te da la chance de estar cerca de ella y de ir, sutilmente, llenándole la cabeza. Además, cuando el novio se mande alguna, uno tiene que ser el primero en estar ahí, para ella… –concluyó esta frase con un tono macabro, con un brillo demoníaco en sus ojos.
– A mí la que me funcionó una vez fue hacerme el trolo –sentenció un tercero, pero de inmediato fue refutado por todos los demás, diciéndole que eso sólo pasaba en las películas de Adrián Suar y que, además, hay puertas que si se cruzan, después no pueden cerrarse.
Ustedes piensen lo que quieran –continuó diciendo, entrecerrando los ojos y recordando– pero yo nunca me voy a olvidar del empeño que ella puso para convencerme de que era mucho mejor estar con una chica.

Entonces copó la banca el más mentado en cuestiones galantes. Yo conozco bien sus andanzas y sé que habla desde la experiencia. Su palabra, en estos asuntos, es palabra santa.

– Todas las estrategias son buenas y válidas. Lo importante es el tiempo previo, el que dedicás a evaluar la situación y a decidir cuál de todas vas a usar.
Todos quedamos escuchando, expectantes. Uno de los pibes prestaba tanta atención que se había olvidado de cerrar su boca, observando, con asombro.  El experto prosiguió con su exposición.

– Las más fáciles de conquistar son las inseguras, que no saben muy bien qué quieren o cómo lo quieren. A esas, con un poco de labia, palo y a la bolsa.
Están también las caras. Esas son las que tienen independencia económica. Tenés que demostrarles que podés mantenerlas aunque tengas que reventar tu presupuesto. Esta impostura es para un tiempo corto de conquista. Al menos en mi caso, que nunca tuve la guita suficiente como para comedores, regalos, salidas, y lo que sea, de lujo. Hacerse el rico no es para cualquiera. Hay que saber cuándo presumir, donde presumir y tener la suficiente cancha como para que cuando ella tenga que garpar no parezca que es porque no tenés, sino que es porque ella es independiente.
A las pendejas, tenés que entrarles como el más winner del barrio. No hay niña que se resista al ganador. Se hacen pis encima.
– Cuánta sabiduría junta –dijo el de la boca abierta.
– De pibe –dijo el que había usado la estrategia de hacerse el amigo– me acuerdo de haberle hecho la pasadita a una.
– ¿La pasadita? –preguntaron los más inexpertos.
– Claro… pasar por la casa de la piba que te gusta. Conocer sus horarios, esperar para verla salir a hacer mandados. Yo pasaba una vez caminando, al rato en la bici y así. De las veinte veces que iba, diecinueve eran al pedo, pero con una vez, alcanzaba para juntar valor para veinte veces más.
Me hice socio del mismo club al que iba ella, la perseguía por todos lados, incluso un tiempo la ignoré a propósito y provocaba encuentros casuales –mientras decía esta palabra hacía con los dedos como si estuviera poniendo comillas–. Realmente estaba loco por ella.
– ¿Y alguna vez le hablaste?
– Nahhh… nunca me animé. No importó, en esa época sólo con verla me alcanzaba. Bueno, todavía más de una vez me alcanza sólo con eso– reflexionó.

Todos hicimos silencio unos segundos mientras nos acordábamos de esa señorita que solamente pudimos contemplar de lejos, que a la distancia se adueñó de nuestros más hondos suspiros.

– Una vez ­–dijo el maestro sacándonos de nuestro letargo– quise salir con una piba a la que le gustaban los deportes extremos. No se imaginan lo que fue eso. Íbamos en su moto a todos lados, a dos mil por hora. Yo soy re cagón para esas cosas. La muy guacha se mataba de risa de mis miedos, pero yo estaba enamorado. No estaba dispuesto a dejarla escapar.
¿Sabés qué pasó? –preguntó.
– ¿Qué? – respondimos todos al unísono.
Una tarde me invitó a hacer Bungee Jumping.
– ¡No te puedo creer! ¿Y qué hiciste?
– ¡Y fui! ¿Qué iba a hacer? No podía recular en eso también.
Fuimos en su moto a los pedos y yo ya llegué cagado hasta las patas. Ella se saludaba con todos, evidentemente estaba en su salsa y no era la primera vez que iba a ese lugar. Yo quise copar la parada y hacerme el superado, pero no me salió. Todos se dieron cuenta que yo era un neófito en el asunto y no dejaron pasar ni una oportunidad para matarse de risa.
– “Este salto es uno de los más chicos… es para principiantes como vos”, me dijo y me guiñó un ojo.
Ese gesto me dio coraje y encaré para donde estaba el flaco que te colocaba el arnés. Me lo puse rápido, pero le pedí al pibe que se asegurara de que todo estaba tan firme como debía estar. Ella me tomó de la mano y me llevó hasta el lugar del salto.
Yo me repetía “no mirés para abajo, no mirés para abajo” y, ¿qué hice? Miré para abajo. No sé cuántos metros habrá habido… pero parecía como si fueran veinte mil cuadras.
La miré a los ojos… sonreí. Miré a todos a la cara, respiré hondo, tomé coraje y… obviamente, me bajé y no salté ni mierda.
– ¡No te puedo creer! ¿Y qué hiciste?
– ¿Y qué voy a hacer? Reconocí el cagazo y me fui con mi chica, que se ocupó de restaurar mi amor propio.
­– ¡Qué capo! –dijo el mismo de hoy, que todavía seguía con la boca semiabierta.
– Ese es el secreto. Saber sacarle provecho a cada situación desfavorable. No hay plan que valga para eso… es talento puro –dijo y casi no entraba en su remera.

– A mí la que me funcionó más de una vez es hacerme amigo de la amiga de la piba que me gustaba –dijo uno que había permanecido callado hasta el momento. Es la mejor estrategia para acechar de cerca, y si sos sutil, casi sin levantar sospechas. Suma puntos como loco.
– Es verdad. Uno no se apelotudiza tanto con la amiga como con la chica que te gusta –aporté desde la experiencia.
– ¡Exacto! –dijo el que había tirado la idea– Pero ojo, igual tenés que boludear con la minita que te querés levantar, porque sino va a pensar que tenés onda con la amiga y ahí sí que fuiste. Pero tenés que boludear lo justo y necesario, si te pasás de mambo vas a quedar como un boludo y no es la idea. Lo digo porque me pasó.
– ¿Te la levantaste?
– No, quedé como un boludo.
La carcajada general fue bastante sonora.

– Una táctica que es casi infalible –dijo el Sensei del asunto– es hacerse el lastimado por el amor de su vida. Quiero decir, hay que ser sensible y siempre suspirando como si te acordaras de algo con cada boludez que ves, hacés o decís. Es jodida de implementar… pero si sale, todas intentarán curar tu corazón sangrante.

La charla se extendió casi por toda la noche. De a uno fueron contado sus historias, sus métodos usados, unos más efectivos que otros, pero, en definitiva, noté que cada paso que daban cuando estaban enamorados tenía que ver con la manera de conseguir ser correspondidos. Cuando esta raza de hombres se enamora, todo tiene que ver con el amor. Todo.

Yo recuerdo una de las primeras veces que me enamoré. Ella era hermosa, de ojos tiernos y cabello lacio. La conocí una noche en una cena de fin de año de la oficina. Quedé flechado 0.005 segundos después de ver su rostro por primera vez.
Inmediatamente puse sobre la mesa todos los conocimientos, técnicas y tácticas aprendidas para conquistarla.

Hablé con ella, conseguí su Facebook, empecé a visitar más seguido su sector, la esperaba en los pasillos para forzar encuentros casuales y usé todas las artimañas que conocía para poder invitarla a salir, pero nunca se daba la oportunidad. 11 meses, 22 días y 6 horas arrastrándome detrás de ella, hasta que al fin la chance se presentó, como un prodigio del destino.

Entró en mi oficina, sonriente como siempre. Mi corazón golpeaba contra los botones de mi camisa. Mostrando una invitación me dijo:
– Imagino que vas a ir a la cena de despedida…
Asistí con la cabeza, no porque fuera parco de palabras, sino porque no fui capaz de hilar una oración coherente.
– Mirá que esta vez los jefes se jugaron –abrió muy grande sus ojos y yo sentí el Aleluya de Händel como banda de sonido en mi cabeza–. Van a sortear una cena para dos personas en Baxada (restaurant muy caro de la ciudad).
– ¿En serio? –interrogué incrédulo– ¿Qué santo estará de guardia?
– Sí, la verdad… no sé qué bicho les habrá picado. Pero hay que estar sí o sí para poder participar del sorteo…
– Pero yo si compro un circo, me crecen los enanos. Tengo menos suerte, mirá…
– Esta vez vas a ganar, vas a ver… Yo te digo que vayas y yo te voy a dar buena suerte.

Dejó la invitación formal sobre la mesa, dio media vuelta casi como flotando y su cabello acompañó el movimiento, sonrió y emprendió el regreso.

Esa era mi oportunidad. Tenía que aplicar la estrategia de winner, sobrando la situación y juntando coraje y confianza de los lugares más recónditos de mi cuerpo, le dije:
– Si gano, vos tenés que venir conmigo.

Se dio vuelta y me miró con sus ojos grandes. Sostuve la mirada en la oscuridad de sus ojos y ella notó que la cosa era en serio.
– Si tenés algún compromiso, yo entiendo….
– No, no… –interrumpió. Pensó un rato y contestó– Bueno… dale… si ganás, nos vamos juntos a cenar –dijo y salió sonriente de la oficina.

Canté truco con una sota. Ahora tenía que ponerme en campaña para ganar esa cena. Averigüé quién sería el encargado de hacer el sorteo y la investigación no fue esperanzadora. Era una piba del sector más alejado al mío. Entonces centré mis averiguaciones en la metodología que emplearía la susodicha para realizar el sorteo. No fue muy original. Una urna con tarjetas con los nombres de todos los asistentes. Luego, alguien seleccionaría una tarjeta con el nombre ganador.

Estudié la situación y armé mi estrategia. El plan era azaroso pero asistido estadísticamente. Primero, consistía en colocar mi nombre la mayor cantidad de veces posibles en la urna. Luego, hacer fuerza con toda mi alma para que la mayor probabilidad de ser elegido haga su tarea.

Puse en marcha la primer parte del plan. Llegada la fecha del evento, me acerqué hasta la oficina de esta piba que no sé ni el nombre. Saludé y hablé de trivialidades mientras buscaba por toda la habitación los implementos para el sorteo.
Sobre un escritorio retirado puede distinguir tarjetas recortadas con la nómina de personal impresas sobre papel común. Las letras eran grandes, en Arial. La falsificación sería fácil. Volví a saludar y salí rápido de la oficina.
Ya en mi habitáculo, armé 10 tarjetas con mi nombre. Idénticas a las originales. Ahora sólo restaba introducirlas en la urna. Pero esa parte del plan se llevaría a cabo por la noche.

Esa noche me puse mi mejor ropa. Tenía que seguir con la estrategia del ganador. Me afeité, me peiné, me acomodé íntegramente. Y salí a enfrentarme frente a frente con el destino y el azar.

Fue fácil agregar mis nombres a la urna, que en realidad resultó ser una bolsa de tela blanca, adornada con arreglos navideños. En un descuido de la piba NN, haciéndome el gil y mirando para todos lados, coloqué los nombres extras dentro de la bolsa y quedé listo para enfrentar a mi suerte, incrementada en 10.

Contrario a lo que pensé, el asunto del sorteo se hizo enseguida comenzada la velada. La piba encargada necesitaba irse temprano por compromisos familiares, adelantando así la definición de mi plan. La suerte está de mi lado, pensé.
La NN y mi chica fueron las responsables de llevar a cabo el ritual. Todo pasó rápido, luego de las explicaciones y aclaraciones pertinentes, la piba del otro sector metió la mano en la bolsa y sacó una tarjeta. Hizo una pausa, leyó la tarjeta y como por reflejo me miró fugazmente. ¡Vamos, carajo! ¡La suerte está de mi lado!

– El ganador es… ­–dijo e hizo una pausa para darle suspenso– ¡Pablo Casas!

Debo aclarar en este punto que ese es mi nombre. Los ojos de mi amor de cabellos lacios se clavaron en los míos y sonrió sutilmente.

Me apresuré a retirar los vales y me acerqué a ella. Estaba envalentonado y, obviamente, debería seguir en ganador. Más ahora, que realmente había ganado.
– Tenías razón. Me trajiste suerte.
– ¿Viste? Te dije.
– Estemm… podemos ir ahora a cenar, si te interesa.
Con mis ojos le dije “dale, vámonos vos y yo, juntos y solos, de acá”. Ella entendió mi mirada, agarró su cartera y nos fuimos discretamente del lugar.

Las estrategias funcionan. Incluso confiar en la suerte puede ser parte de un plan, aunque haya que ayudarla un poco a veces. Y nosotros, los hombres sensibles, hacemos todo lo que hacemos con el único fin de enamorar mujeres de las que ya estamos enamorados nosotros. Todo vale, desde pasar por dolido y sensible hasta rico y ganador, desde hacerse el amigo ideal hasta el indiferente y frío. Esto es una guerra. Hay que ser despiadado, incluso sabiendo que puede haber grandes daños colaterales.

Esa noche lo entendí completamente cuando me desperté sintiendo el calor de su cuerpo al lado del mío y sonreí sabiéndome ganador, hacedor de mi propio destino. Cuando semidormido me tropecé con su cartera que había dejado tirada al entrar y desparramé las tarjetas de la bolsa blanca de tela. Cuando noté que estaba, con letras grandes y en Arial, mi nombre impreso en cada una de ellas.

domingo, diciembre 16, 2012

¡Maranatha!


Señor, mi Dios, esta es la primera vez que siento la necesidad de hacer una oración escrita. Escribo porque tengo muchas cosas en la cabeza y escribir siempre ha sido mi verdadera manera de hablar. Hoy murió mi abuela Lidia. Murió a la 1.10 am. lo cual es muy lógico, porque en su cabeza no cabía la chance de hacer nada más que adorarte en el día santo del Señor, ni siquiera morirse y de ese modo obligarnos a andar de aquí para allá, arreglar precios, pagar, pero sobre todo, estar triste un sábado. Hoy sé que mi vida, de ahora en más y hasta tu regreso, no será nunca más la misma vida. Ahora está incompleta.

Primero comencé a escribir para mí, para llorar y desahogarme en las letras, pero luego me di cuenta que tal vez mi abuela, de alguna manera, podía dar testimonio una vez más. Ella vivió su vida para eso, Señor, para ser un testimonio vivo de tu amor y tu poder.
Por eso es que escribo algunas cosas que yo sé, Señor, que vos sabés muy bien, pero que pueden ayudar a que otros que lean esta plegaria entiendan qué clase de persona fue mi abuela.

Señor, no sé siquiera cómo comenzar. Imagino que debería agradecerte. Lo que no sé es qué agradecer primero. Quiero agradecerte por haberla cuidado durante toda su vida, quiero agradecerte por haberla llevado al descanso sin dolor, quiero agradecerte porque estuvo lúcida hasta que cerró sus ojos para ya no abrirlos, pero en especial, quiero agradecerte por haberla elegido para que sea mi abuela.

Porque fue ella, Padre, la persona en quién te conocí. Fue ella la persona que desde que nací me mostró tu amor con el ejemplo, con la rectitud y la fidelidad que no he visto en otra persona. Siempre testificando que ella vivía solamente porque vos tenías un plan para ella. Porque ella sabía que las probabilidades eran una en mil cuando le extirparon un tumor en su cerebro hace 60 años, cuando ese tipo de operaciones eran muy precarias todavía. Porque ella sabía que los médicos apenas auguraban veinte años de vida, quizás quince, sin asegurar una buena calidad de vida. Porque ella sabía que era un milagro vivo. Y nunca, pero nunca jamás, dejó de testificar de tu amor para con ella y cómo se había manifestado tu poder, cuando hoy, a sus 80 años, tu sanidad tiraba a la basura los presagios médicos.
Porque fue ella la que me enseñó que hay que ser buenos con todos, incluso más con los que no son buenos con nosotros. “Sino… no podemos decir que somos cristianos”, decía con la simpleza propia de la teología pura. Porque fue ella la que me enseñó a ser fiel con el diezmo, religiosamente, eligiendo para eso los billetes más nuevos y menos arrugados. “Esta moneda está muy linda y brillosa”, decía mientras me la daba, “capaz que te conviene guardarla para darla de ofrenda en la escuela sabática” concluía. Porque fue ella la que me demostró la confianza en Dios y la valentía con la que se deben enfrentar los problemas y las tristezas de esta vida de pecado. Porque fue ella la que lloró por todos hermanos cuando murieron, pero nunca protestó su suerte y siempre bendijo tu nombre (sé que la hiciste pasar por esto porque ella era la única capaz de soportarlo). Porque fue ella la que desde su reposera de tela me enseñó a leer y a aprender mis primeros versículos de memoria. Porque fue ella la que me llamaba para que la acompañe a dar inyecciones a domicilio, enseñándome que con esfuerzo y sacrificio se podían lograr las metas planteadas y que nuestro trabajo, por más insignificante que parezca es importante si hace para honra de Dios. Porque fue ella la que me enseño que existe un tiempo para todo y que la paciencia es una virtud valorable y que es “preferible perder un minuto de la vida y no al vida en un minuto”. Porque fue ella la que bajo la lluvia me buscaba y me llevaba en brazos cuando yo, desde mi casa (que estaba al fondo de la casa de ella), le gritaba por la ventana “¡Abuela, abuela! ¡Buscame!” y mi mamá no me dejaba atravesar corriendo el patio como cualquier otro día sin aguaceros. Porque fue ella la que me hacía dormir cantando con su voz mágica la canción de su gatito mimoso y muy picarón, temeroso de los perros bulldogs. Porque gracias a ella sé que quedo “lindo con barba, pero mucho más lindo bien afeitadito”. Porque el olor de su cocina humeante me cobijó de pequeño y sueño, Señor, sin ser irrespetuoso, que en la Tierra Nueva que tienes preparada para nosotros exista algo parecido a un horno, para que Claudio y Cori puedan volver a saborear sus tartas de ricota y yo, junto con la leche chocolatada preparada por sus manos ya no temblorosas, pueda comer esas galletitas con maní que endulzaron mi vida.

Gracias, Señor, por haber puesto a esta mujer maravillosa en mi vida.

Y gracias, Señor, por haberla cuidado con tanto amor en sus últimos días. Porque cuando pensamos que lo que andaba mal en su cabecita podría ser Alzheimer me di cuenta que existen cosas peores que la muerte y que ella siempre lo supo, porque me dijo que cuando llegara su momento quería poder irse rápido y sin perder su memoria. ¿Sabés por qué deseaba eso, Señor? Claro que sabés… “porque quiero poder entregar mi vida a Jesús una vez más antes de morir”. Gracias por permitir ese diagnóstico errado, porque cuando la maldita resonancia nos contó la verdad, que la abuela se nos iba en horas, el dolor de perderla tuvo, incluso, saborcito a alivio. Gracias por permitir, Señor, que su deseo se cumpliera. Antes de que su cabecita dejara de vivir, ella cantó himnos en alemán, en castellano, oró por ella, por mi abuelo y por sus nietos. Estoy seguro, mi Señor, que pudo entregarse una vez más a vos en ese momento, justo antes de dejar de ser.

Quiero agradecerte, Señor, por haberme dado la oportunidad de haber sido yo el que acomodaba su cabello (ese cabello lacio que tanto dolores de cabeza le traía para peinarlo) cuando suspiró por última vez y por haberme dado la chance de despedirme de ella el día anterior. No fue el mejor lugar, lo sé, pero el tiempo que nos quedaba era poco y nos acabábamos de enterar. Yo corrí hasta la ambulancia en donde estaba ella esperando para ser trasladada luego de esa maldita resonancia. Ella me vio llegar y sonrió. Estaba asustada. Me agarró el brazo y lo abrazó apretándolo junto a su pecho. “Mi nieto”, dijo, no con su voz de siempre porque ya le costaba hablar, pero sí con el mismo amor que ni todos los derrames cerebrales del mundo podrían apagar. Y después, mi abuela, giró su cabeza y buscó a las enfermeras para presentarme. “Este es mi nieto” dijo, orgullosa de mí, porque siempre me hacía sentir que estaba orgullosa de mí, “Este es mi nieto” les dijo otra vez. Hablamos otro poquito, yo le hice algún chiste, ella sonrió… y cuando estaba por irse le di un hermoso beso, el último estando ella consciente, y le pude decirle cuánto la quiero, porque aunque ya no esté la sigo queriendo. Después, al día siguiente, volví a darle otros besos, pero ya no sé si ella estaba todavía en su cuerpo, que respiraba, pero ya descansaba.

Quiero agradecerte, Señor, por todo el amor que demostraste en estos días. Primero me enojé con vos por la injusticia de hacerla sufrir una enfermedad cruel como el Alzheimer. Ella no se lo merecía. Pero, después, como siempre, me hiciste ver cuán sabios son tus caminos y cuán poca fe es mi fe y mi confianza.

Gracias, Señor, por tanto cuidado. Gracias por mi abuela.

Yo tengo la sospecha, Señor, que el Cielo debe tener el mismo olorcito a la casa de mi abuela. Que los ángeles debían envidiar sus ojos azules y brillosos, pícaros, profundos y honestos. Que apoyar la cabeza en una nube debe ser igual que dormir en su regazo. Sospecho que las melodías celestiales deben tener el eco de su voz. Esas son sospechas mías, sospechas de nieto mamengo. Pero no me queda una duda, ni una pequeña siquiera, Señor, que esos ojos volverán a brillar cuando vengas en gloria y su voz se escuchará dando cantos de alabanzas cuando suenen tus trompetas.

Por eso, Padre, te pido nos colmes de tu Espíritu Santo, a mí y a mi familia, para que podamos ser como ella y reflejarte en cada paso que demos, en cada gesto hagamos, en cada cosa que realicemos, y que podamos entregarnos a vos en cada momento de nuestras vidas, Padre, para que podamos correr a abrazarla una vez más en ese Glorioso día de la resurrección.

Mi corazón quebrantado por su ausencia pide tu consuelo. Quédate, Señor, con todos aquellos que fueron tocados por su amor y que van a extrañarla tanto, en especial mi abuelo Bernado, su compañero de caminos durante 63 años de amor, sus hijas Mirta, mi vieja, y Clelia, y todos nosotros, sus nietos amados. Bendícenos. Danos la fuerza para seguir sin ella.

Pido todo esto y sé que no lo merezco, Padre. Pero conozco los méritos de Jesús, el que venció a la muerte en la cruz, de una vez y para siempre y en su nombre elevo esta oración. Amén.


miércoles, noviembre 07, 2012

Feliz día del escritor



Un día como hoy, 13 de junio, pero de 1874 nacía en la provincia de Córdoba un tal Lepoldo Lugones. Resulta ser que este señor llegó a ser muy renombrado en lo suyo y debido a estos acontecimientos (su nacimiento y llegar a ser renombrado), sumado a su genialidad y compromiso para con alguna causa, es que se celebra en Argentina el día del escritor.

Escribir tiene una ventaja sobre el hablar. Te da tiempo a pensar, a leer y releer, corregir y meditar sobre lo escrito. Se puede borrar, acomodar, cambiar, e, incluso, si nos damos cuenta a tiempo, decir otra cosa diferente a la que queríamos decir en un comienzo. De este modo, el lector recibe la idea ya pulida y finalizada, sin los errores y lastres del texto primigenio. Este párrafo es en sí mismo una prueba de lo que escribo. Claro está, no sirve para demostrar mi tesis ya que la paradoja es evidente. Su demostración es, precisamente, que no se pueda demostrar.
Otro beneficio tiene que ver con la duración de la idea. La escritura tiende a ser más longeva que los sonidos. Y esto es válido incluso hoy, cuando el chat, las redes sociales virtuales y los libros de Claudio María Domínguez atentan contra la perennidad de los textos.
Otra a favor es la voluntad. Es muy raro que, sacando de esta bolsa la etapa escolar, nos obliguen a leer algo que no queremos leer. Leemos lo que nos gusta. Y si estamos leyendo y no nos gustó, simplemente dejamos de leer. Nadie te fuerza a tener que terminar un libro, un artículo periodístico o lo que sea. De paso, puede que este texto también sirva de demostración empírica de lo que se afirma en él, aunque quién lo compruebe nunca lo sepa, porque seguramente dejó de leer varios párrafos antes.

La palabra escrita es la más fuerte. Poderosa. Para bien o para mal, pero poderosa al fin. Gregorio Casas tenía esto en claro mejor que todos.

Su juventud y gran parte de su adultez las dedicó a escribir. Valoraba las ventajas más arriba mencionadas y no realizaba enunciado oral alguno si no lo hacía antes por escrito. Esta cualidad lo llevó a ser tildado como una persona callada e introvertida, aunque no lo fuera en lo más mínimo. También lo llevó a resultar perdedor en la mayoría de los debates en que participó, debido a que no era hasta que generaba el texto escrito perfecto que no refutaba a su contrincante, muchas veces, demasiados días más tarde, cuando ya todos estaban abocados a otras tareas, cansados ya de esperarlo.
Gastaba horas acomodando sus ideas en forma de textos. Trabajaba incesantemente en la corrección de las oraciones, buscaba las palabras correctas con empeño y desquiciaba cuando no encontraba el vocablo que se ajustara perfectamente a la definición que pretendía establecer.
El resultado eran, como ya se dijo, textos perfectos. Profundos. No existía un escrito de Casas que no diera pie con bola.

Tanta era su pasión por la escritura que dejó de utilizar cualquier otra manera para comunicarse. Sólo escribía.

En este punto, ya se lo puede identificar como un loco. Sin embargo, fue el siguiente paso el que lo llevó a ese no cuerdo sitio sin retorno.

Comenzó a escribir acerca de la creación de un lenguaje universal.
Afirmaba, no sin razón, que las palabras van más allá de las letras. Es decir, hay un significado detrás, un peso específico en la palabra “calabaza” que genera un montón de procesos cognitivos que nos hacen referenciar, indefectiblemente, a una cucurbitácea con tonalidades anaranjadas y grandes semillas y no a una casa de dos plantas o a cualquier otra cosa que no sea una calabaza.
La palabra trasciende a la misma palabra para convertirse en un concepto.

Estableció, pensando de ese modo, un idioma pictográfico. Y lo soñó universal.
Argumentaba que, aunque en español “casa” no se pronuncia igual que “house” en inglés, al momento de escribir sí sería el mismo símbolo y por lo tanto en ambos idiomas se representaría el concepto buscado.
El primer problema que se le presentó tenía que ver con las estructuras  sintácticas propias de cada idioma. La solución fue darle complejidad al significado de cada símbolo en particular. Dejaron de hacer referencia al concepto de una palabra para comenzar a referenciar a una oración completa. Un concepto total. Antes, para escribir “el niño está feliz” se necesitaban 2 símbolos. El de niño y el de estar feliz. Ahora, era sólo un símbolo que representaba a un niño feliz. Logró así que su lenguaje pictográfico tuviera la misma significancia escrito en cualquier idioma, independientemente de su sintaxis o pronunciación, pero se tornó mucho más engorroso y complejo, debido a la cantidad inmensurable de símbolos necesarios.
Sumado a esto, Casas creyó que si utilizaba simbología minimalista podría sumar fácilmente a sus filas a las generaciones modernas. La idea no era errada, sobre todo cuando descubrió que estas generaciones ya utilizaban un dialecto pictográfico para sus comunicaciones cotidianas.
Si un adolescente quería expresar felicidad, simplemente colocaba este símbolo: “J”. Así con muchos otros conceptos. Tristeza era “L”, y “me gusta” se representaba gráficamente con un “C”.
Conocía de antemano la existencia de este tipo de idiomas, como el chino, por ejemplo. Realizó un estudio a fondo de estas culturas que ya utilizaban su idea desde hacía centurias.
Toda esta mezcla de conceptos idiomáticos e históricos, más la conveniencia de utilizar los caracteres la fuente Weddings de Windows, dio como resultados un nuevo lenguaje pictográfico, que su creador bautizó como LUPA (Lenguaje Universal Para Todos).

LUPA era un conjunto de un millón seiscientos cincuenta y tres mil novecientos veintiocho símbolos. Cada uno con una significancia absoluta e independiente. Además, existía también el símbolo para la conjunción, disyunción y para la negación, entre otros conceptos específicos.

Entusiasmado por la creación, no demoró en escribir su primer libro. Publicó dos cuentos cortos, “El día que las letras dejaron de existir”, el relato de un escritor que perdió todas las letras y se las tuvo que rebuscar con otras herramientas para seguir escribiendo, y “Si la H es muda, mejor no escucharla”, un relato plagado de silogismos literarios.
Necesitó escribir otro texto, mucho más largo y complejo, en castellano (su idioma nativo), para convencer a una editorial independiente que publicara su libro, el cuál bautizó “-”, es decir “Sin hablar”.

Transcribo algunos fragmentos de este texto apologista:
“Escribir tiene una ventaja sobre el hablar. Te da tiempo a pensar, a leer y releer, corregir y meditar sobre lo escrito. Se puede borrar, acomodar, cambiar, e, incluso, si nos damos cuenta a tiempo, decir otra cosa diferente a la que queríamos decir en un comienzo. De este modo, el lector recibe la idea ya pulida y finalizada, sin los errores y lastres del texto primigenio.”
“Pregono un lenguaje universal y no descansaré hasta que las fronteras del idioma se quiebren en mil pedazos, donde cada uno de ellos sea una cultura que se congrega a mi sueño…”
“Imaginemos un mundo donde ya nadie necesite de intérpretes, donde los pensamientos sean homogeneizados gracias a que todos, simplemente, escribimos en el mismo idioma.”

La venta fue desastrosa. Sin exagerar. No vendió ni una sola copia.
Con 30 cajas de libros en una mano y la ilusión destruida en la otra, pasó días enteros analizando donde tenía que apuntar la corrección. La conclusión se demoró en llegar, pero llegó. Era de suponerse que nadie compraría un libro repleto de símbolos inteligibles. Nadie adquiriría un libro en un idioma que no sabe leer. Al menos, sin antes tener a mano un diccionario oportuno.
Un año y medio le llevó confeccionar el “Pequeño Casas Ilustrado de la lengua LUPA”. La misma editorial que publicó su primer libro hizo lo propio con el diccionario. Incluso, en una edición deluxe se podían conseguir las dos publicaciones, de la mano, a muy buen precio.

Pasaron siete meses y cuatro diccionarios y un “-” fueron vendidos antes de que la editorial le informara que iba a retirar los textos de las librerías.
Casas no podía entender el fracaso de LUPA. No podía ser que la humanidad despreciara esta oportunidad suprema de globalización.

–No es lo que vendés –le dijo un amigo–. Es cómo lo vendés.

¡Marketing! Claro, como no se había dado cuenta antes. El error no era LUPA, sino la manera de presentarlo. Debía generar un interés cultural radical en la sociedad antes de poder introducir al mundo a una interacción lingüística homogénea.
Fue esta idea la que desencadenó el final.

Gregorio Casas visitó la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA para asesorarse antes de desarrollar su próxima estrategia de ataque. Muy pocos profesores se detuvieron siquiera a considerar su proyecto mundial. Nadie parecía interesado.
En ese momento, cuando estaba a punto de buscar información en otros lugares, un estudiante avanzado lo interceptó en el pasillo.

–Mi nombre es Manuel Mandeb y usted no me conoce. Pero eso es normal, porque todavía no estoy seguro si yo mismo me conozco. Eso no es del todo malo, le advierto, porque no estoy convencido de que si me conociera se detendría a hablar conmigo –le dijo de un tirón–. Buenas tarde, estimado.
Casas saludó con la cabeza. Ya hemos mencionado lo poco hábil que era para las confrontaciones verbales.
Mandeb continuó hablando.
–Estuve analizando por un tiempo su proyecto mundial. Es muy lógico el planteo pero imposible.
Casas lo animó a que continuara con la mirada.
–El mundo no está preparado para no ser el mundo. El escritor nunca es el texto. Si bien es cierto que es gran parte del mismo, por no decir todo, al texto no le alcanzará nunca para ser el escritor. Ni siquiera la mitad.
Casas retrocedió un pequeño paso. Maneb siguió con su discurso.
–Esconderse detrás del texto no permite que te vean. Gritar desde un cuento cómo sos, tampoco. La oración que reza “la rosa se deshoja con cada beso triste de despedida” solo tiene completo sentido para aquel que ha sido besado desde un taxi. Eso, amigo, no se puede escribir. Eso se tiene que vivir. No existe un idioma universal que no sea tangible. Se puede llorar en francés, reír en inglés, odiar en croata y hasta amar en geringoso, pero el concepto sólo es real para aquel que lloró, rió, odió y amó. No hay otra.
Casas buscó la refutación inmediata, pero no pudo hallarla. Esta vez no le fallaron las palabras, le fallaron las ideas.
Mandeb continuó con su verborragia.
–Por esto mismo es que su idea no prosperará nunca. La palabra escrita no puede ser universal porque sólo ha sido escrita para el que la escribe. Sólo él sabe lo que realmente dice el texto.
Mandeb acomodó un cuaderno que traía en la mano y comenzó a retirarse. Hizo varios pasos antes de darse vuelta y dirigirse a Casas, casi a los gritos.
–Me voy…  tengo que seguir escribiendo.

Casas llegó derrotado a su estudio. Lentamente acomodó sus libros dentro de las cajas donde entraban diez de cada uno. Las amontonó en un rincón de la habitación. Buscó una sábana y los tapó. Me parece que ni siquiera soportaba mirarlos. Se dio cuenta que debajo de la tela blanca había dejado tirado todos los cuentos y poesías que no escribiría nunca.
Salió del cuarto, caminó con pasos largos hasta el living y abrió la puerta que daba a la calle justo cuando pasaba una morocha elegante haciendo ruido con sus tacos. Se tomó unos segundos para pensar. Sonrió por lo bajo.
Este sí que va a ser un buen cuento... me muero por saber como termina pensó mientras salía disparado detrás de la morocha que pavoneaba rítmicamente el trasero de un lado para el otro, o mucho mejor, saber como empezará.

miércoles, marzo 21, 2012

Superchica

Parece que fue ayer cuando mi viejo salió de su pieza llevando, en un brazo, a mi mamá, y en el otro, un bolsito que estaba preparado desde hacía unos días.
Con Claudio estábamos mirando Supergirl, alimentando nuestro lado friki desde temprana edad. Era tarde en la noche, no recuerdo bien. Papá le aclaró a mi hermano algunas cosas y antes de irse, mi vieja se despidió con un gran beso para cada uno.

Nos quedamos solos. En silencio. Seguimos mirando la peli, pero pensando en otra cosa. Estoy seguro que debe haber ganado la heroína.

A la mañana siguiente, esto sí recuerdo, mi papá me despertó con la noticia y una gran sonrisa en la cara. Era evidente que estaba feliz.

- ¡Dale, tripilla…! -dijo- Levantate y vamos a conocer a tu hermana…

Salimos de casa al poquito tiempo. De camino, pensaba en la primera vez que supe de ella, aunque en ese entonces era “el bebé”. Con mi hermano habíamos acompañado a mamá al hospital y de regreso pasamos por la obra donde mi papá estaba trabajando. Ahí mismo la vieja le confirmó a papá la sospecha y otra vez todos estuvimos contentos.

Llegamos al hospital sin demora pero una enfermera nos detuvo en seco.
- El chico no puede pasar. -dijo, señalándome.
Mi viejo no discutió demasiado, cosa rara en él. Me explicó que tenía que esperar sentado en un banco sin moverme, que él enseguida regresaría.
No dejé de mirar a mi papá hasta que, junto con mi hermano, entraron en la habitación en donde estaba el resto de mi familia. Yo tenía 8 años. Lloré como el niño que era.
Fue un 21 de marzo, como hoy, pero 25 años atrás, cuando mi papá salió rápidamente de la habitación, se dirigió hasta donde estaba yo sentado, se hincó y me dijo al oído:
- Corré, dale… andá a saludar a tu hermana…
Lo miré y entendí. A la carrera atravesé una puerta, pasé delante del cuarto de las enfermeras pero ni miré siquiera. Seguí corriendo y sin golpear, entré por la misma puerta que hace un rato había abierto papá.

Esa fue la primera vez que la vi. Siempre voy a recordar esos ojos azules, los más lindos del mundo, y esos pirinchos despeinados que hicieron que las ganas de tener un varón como hermano se desintegraran en ese mismo instante.

Juntos, hemos pasado muchas cosas desde ese día. Me ha hecho morir de risa y me ha hecho llorar a cántaros. Me ha hecho sentir demasiado orgulloso y me ha hecho querer patearle el trasero. Pero, que no queden dudas, me ha hecho el hermano más feliz de todos.

Cuando ella nació dejé de ser el menor para ser el hijo del medio, el más problemático, dicen. Cuando ella nació tuvimos que reestructurar la casa para hallarle un lugar. Cuando ella nació tuve que aprender a cambiar pañales sucios. Cuando ella nació tuve que comenzar a jugar con muñecas y a ver la pieza repleta de peluches. Pero, también, cuando ella nació, al fin, fuimos una familia completa.

Hoy es una gran mujer y hermana. Ahora, cuando la miro desde lejos, haciendo sus cosas, entiendo por qué el destino quiso que naciera esa noche, cuando en la tele estrenaban esa película en particular. Todavía tenemos nuestros momentos belicosos, como corresponde, pero no logro imaginarme cómo sería mi vida sin ella.
En el camino he intentado darle siempre lo mejor, como cualquier hermano mayor que se haga respetar. Traté de ensañarle de deporte, de música, de libros, de ideas, de cómics, de series… he intentado hacer su vida mejor y seguiré haciéndolo. Promesa.

Termino con un párrafo sólo para ella. Deseo que Dios te siga usando como hasta ahora, con poder. Deseo que siempre caminés agarrada firmemente de Su mano o, en el peor de los casos, vayas colgada de Sus brazos. Deseo que podamos cada día ser mejores hermanos y mejores hijos y, ni hablar, mejores tíos. Gracias por cambiar mi vida desde el día en que naciste. Gracias… ¡totales!

Gracias por ser la Superchica de mi vida.

¡Feliz cumpleaños!

martes, enero 03, 2012

La elección

La amistad está por encima de cualquier lógica y razón. No quiero decir con esto que no involucre a estas características, simplemente afirmo que hay veces en que la parcialidad fraternal y la ceguera cariñosa nublan cualquier razonamiento o idea acomodada por los fundamentos establecidos por el raciocinio humano.
La amistad nos da la fuerza para hacer cosas que nunca imaginamos hacer. Desde soportar la escasa belleza de la amiga de la amiga de tu amigo hasta compartir los momentos de mayor alegría, como sacar la última materia o ese merecido premio en el laburo. Es el motor de los recuerdos felices.
En mi caso, por ejemplo, he fingido llevarme materias a diciembre, me he dejado ganar algún partido de PES para motivar al adversario y seguir jugando otro rato, he estado todo un fin de semana sin dormir, he dicho que el asado estaba rico haciendo un esfuerzo monumental por tragarlo, he jugado al fútbol en la calle usando las alcantarillas como arcos, me he desviado de mi camino sólo para tener una buena compañía, he besado a la gordita y he confesado que fui yo, cuando en realidad había sido él. Todo por amistad. Y eso por enumerar algunos ejemplos que escaparon a la censura.

Tener amigos de los buenos es, cuando menos, un guiño celestial.
Dicen que los verdaderos amigos aparecen cuando tenemos que transitar los momentos más jodidos. Yo creo que simplemente son los que se quedan ahí, cuando la mano viene fulera.

Yo empecé a darme cuenta cómo era la cosa con la amistad una tarde de verano, siendo todavía un pibito de 7 u 8 años recién llegado de San Nicolás.

No fue fácil cambiarse de ciudad. Yo no sufrí los quilombos del éxodo, porque no lo vi ni pasar, pero sí el trastorno de la adaptación. No es sencillo dejar todo atrás, sin tener chances de reproches, e instalarse en una provincia con una idiosincrasia muy diferente teniendo uno la tonada de Buenos Aires. No se lo recomiendo a nadie.

En el colegio prácticamente no hice amigos hasta quinto o sexto grado, mi memoria no es tan buena como para recordarlo con precisión. En el barrio, en cambio, la cosa era un poco mejor. Varios vecinos de más o menos la misma edad que yo hicieron que tener con quién jugar a la pelota por las tardes sea cuestión de casi todos los días. Si no era uno, era el otro.

La cancha se armaba con celeridad. El baldío pegado a mi casa tenía las dimensiones perfectas y siempre era el campo escogido. Teníamos cuatro fierros que mi viejo había preparado para que hicieran las veces de arcos. La primera vez que la armamos nos costó mantener la escuadra, la simetría y la igualdad de tamaño en los arcos, pero no existen dimensiones que no puedan ser medidas paso tras paso. Arcos de cinco pasos cada uno, áreas de cuatro pasos grandes. Después de jugar dos veces, ya quedaron las marcas y fue mucho más simple ubicar los fierros en los agujeros previos. Lo único que se medía todas las veces que fuera necesario era el punto penal. Se medían seis pasos desde la línea imaginaria de gol generando una perpendicular, igual de imaginaria que la línea anterior, desde el centro del arco. Una marca profunda con el pie, indicaba el lugar desde donde sería ejecutada la pena máxima.
Lo de la línea imaginaria no se utilizaba sólo en el penal o en la línea del arco, sino también en todas las periferias del campo de juego. Desde ese palo a aquel montoncito de yuyos. Desde la piedra hasta donde tirábamos un buzo o una mochila (a veces, un medio ladrillo que sacábamos del montón de ladrillos que había en mi casa para construir un tapial). Este método de delimitación ficticia era muy práctico y fácil de implementar, pero carecía de precisión y objetividad. Los laterales y goles dudosos los ganaba el que sostenía con más fervor su postura. Pero esto no perturbaba al juego. Al contrario, lo hacía más pasional todavía.

El fútbol de potrero, el de barrio, no se puede comprar con nada. Tiene todos los condimentos necesarios para hacer surcos en la infancia. Te hace guerrero, pícaro, habilidoso, solidario. Te hace hombre.
Antes, uno encontraba dos o tres canchas improvisadas por cuadra. Hoy hay que hacer la reserva telefónica y pagar para poder jugar y la convocatoria está limitada a diez jugadores. Antes, tus viejos tenían que andar a los gritos para que entres antes de que se pusiera más oscuro. Hoy, los gritos tienen más que ver con apagar la computadora y dejar ese celular. Antes, no te costaba imaginarte entrar al Monumental repleto con la camiseta Argentina, para terminar haciendo el gol del triunfo sobre la hora, después de desparramar medio equipo contrario. Hoy, los sueños son más pragmáticos e incoloros, sin papelitos en el viento. El fútbol argentino se desangra por la falta de potreros. Los maradonas ya no tienen donde formarse. Tristemente, la escuela pública del fútbol se quedó sin aulas y los docentes están en alguna marcha, reclamando por el freno, la gambeta y el pase justo.

Ahora que estoy viejo y gordo juego de nueve, cerca del área y con poco regreso. Pero en mi infancia, cuando jugaba en serio, siempre lo hice de arquero. Un puesto complicado si los hay. Un error y la tenés que buscar adentro. Un buena y sos el héroe del partido. Pero al momento de armar un picadito tiene una ventaja por sobre cualquier otra posición. Es sumamente necesario tener un arquero en el equipo y hay pocos jugadores que prefieren los guantes antes que los botines. Pero yo siempre atajé gustoso. Sabiendo que todo el equipo dependía de cómo me hubiera levantado yo ese día.
Esta cualidad, sumada a que durante mucho tiempo jugamos con una pelota de mi pertenencia, daba como resultado que siempre fuera yo uno de los seleccionados para seleccionar. Ya de chiquito, siempre jugué para ganar. No sé si está bien, pero es la única manera en la que sé jugar al fútbol. Por eso, siempre seleccioné a los jugadores por conveniencia y destreza deportiva.

El Bichi, un zurdito muy habilidoso que era prácticamente imparable, siempre era mi primera elección. Encima a él le gustaba jugar conmigo, así que casi era un idilio particular lo nuestro. Después podía ser Guillermo ó Mario. El primero jugaba siempre con mocasines sin cordones. No se cansaba de correr y era un pibe demasiado bueno. El otro, en cambio, tenía mejor dominio, pero era menos humilde y te sobraba en todas las pelotas. Por eso, muchas veces basaba mi elección más en la entrega de Guille que en los goles de Mario. Todo equipo necesita un motorcito en el medio.
Después, pero no siempre, debido a que no vivían muy cerca de casa, se mezclaban Manolo, quien luego fue conmigo también al colegio y Foforito, cuya cabellera colorada no llamaba tanto la atención como sus orejas de dimensiones considerables. Los dos jugaban bien tanto en el medio como en la defensa. Solamente tenían que tirársela al Bichi y que él se encargara arriba. Con un equipo como este, nunca perdíamos.

Lo único que necesario para que se diera este dream team barrial era ganar al Pan y Queso. El método es sencillo. Los dos capitanes se ubican enfrentados y separados a una distancia prudencial para que el procedimiento no lleve toda la tarde. De a uno, van dando pasos aproximándose al oponente. El que apoya su pie sobre el pie del otro jugador es el ganador. Simple. Práctico. El vencedor queda habilitado para seleccionar en primer lugar. Luego, se procede a la elección de toda la plantilla, alternando un capitán por vez.
Esta técnica de selección tiene un trasfondo existencial. Uno cuantifica de un tirón sus habilidades deportivas. Pero, mucho más importante, uno entiende qué lugar ocupa en el corazón de sus amigos más aptos.

Si uno es patadura será escogido entre los últimos. Si la rompe, será de los primeros en ser seleccionado. Esto es lógico. Este método de elección sería ideal si los seleccionadores conocieran solamente las aptitudes deportivas de los jugadores y no involucraran, como casi siempre ocurre, otras razones en la lista de concentrados.
En el Pan y Queso te das cuenta si sos valorado por tu amigo tanto como para asegurarse tu presencia en su equipo en los primeros turnos o si antepone el juego bonito y el equipo antes que a vos, refugiándose en argumentos de índole técnico o de presiones grupales, aunque uno en el fondo, entiende a la perfección los verdaderos motivos. El Pan y Queso no es un juego de niños.


Diego fue mi primer gran amigo. Siempre fui socarrón e irónico, pero a él no parecía importarle. Todas las tardes llegaba a casa inmediatamente después de terminada su tarea.
No recuerdo a qué colegio asistía, pero estoy seguro que no era al mío.
Siempre estaba bien vestido, no decía malas palabras y era muy educado. Su cabello era lacio y abundante y lo usaba igual que el gran Carlitos Balá. Siempre fue calmo y sonriente. Pero por sobre todas las cosas, siempre fue patadura. De los que casi ya no quedan.
Sin gambeta, sin disparo, sin velocidad, sin sorpresa. Lo único que Diego tenía a su favor era el amor por el fútbol y las ganas de jugarlo. Siempre dispuesto, siempre el primero en agarrar la pelota, siempre colaborando en el armado de la cancha, siempre invitando a todos. Siempre patadura.

Dije que empecé a darme cuenta cómo era la cosa con la amistad una tarde de verano, siendo todavía un pibito de 7 u 8 años recién llegado de San Nicolás. Fue una tarde donde me tocó escoger equipo, por primera vez, estando Diego entre los candidatos. Hasta ese día había logrado esquivar la responsabilidad desde que él se había sumado al grupo. Dada mi condición de indispensable por ocupar el arco, los capitanes no demoraban en elegirme. De ese modo, podía armar mi equipo desde la clandestinidad y perdido en la multitud. No elegíamos a Diego, pero no era mi decisión. No era mi culpa que quedara siempre relegado a los últimos puestos y no existía nada que yo pudiera hacer al respecto.

Pero esa tarde no pude gambetear al Pan y Queso. Mario fue el oponente seleccionado. Se paró delante de mí, como a cinco metros de distancia. Comenzamos la sucesión de pasos, lentamente pero sin pausas.

–Pan -dijo él y puso su pie derecho adelante del izquierdo, bien pegado uno con otro.
–Queso -contesté mientras regulaba el paso.
En un momento llegué a pensar que tal vez lo mejor sería dejar ganar a Mario, pero comprendí que esa rendición simplemente atrasaría un turno la agonía, porque la única manera de zafar era que Mario escogiera a Diego de una, en el primer nombre, y eso sí no ocurriría ni en la escena final de la más trillada de las películas de adolescentes cantarines carilindos.
Hice unos cálculos rápidos, sopesando la distancia que quedaba por recorrer y el tamaño del pie de Mario y del mío. Iba a ganar, sin discusión. Yo lo noté, Mario lo notó. Pero lo más trágico fue que Diego también lo notó.

Noté que el tiempo que me quedaba para decidir era directamente proporcional a los pasos que daba. Me demoraba más de la cuenta en avanzar y el resto de los jugadores comenzó a inquietarse.
En los ojos de Diego había algo que nunca antes supe descubrir. Brillaban alegres, con una chispa que sólo los momentos mágicos saben otorgar. Él sabía que esa podía ser la tarde en que fuese seleccionado primero, relegando a la lista de espera a los más hábiles, a los que lo dejaban parado con el mínimo amague cuando los marcaba. Esa era su victoria. Su revancha. Su gambeta en velocidad y que los otros sólo pudieran verle el número.
Miré fijamente a Diego y alcancé a ver, por sobre su hombro, al Bichi, listo para entrar a jugar. Movía la cabeza de un lado para el otro, buscando concentración en el movimiento. No dejaba de dar pequeños saltos, para no permitir que se le enfriara el cuerpo.

Mario dio un paso y quedó apenas distanciado de mi pie derecho. Era obvio, que el duelo había terminado. Moví mi pie izquierdo y ajusticié a su botín Puma.

Por mi cabeza pasaban muchas cosas a una velocidad insondable. La elección era simple pero determinante. Por un lado, mi principio de ganar siempre. De respetar el arte del Bichi dentro de la cancha. Celebrar la apatía seleccionando a los mejores, como siempre. Pase lo que pase, tenemos que ganar.
En el otro rincón… Diego. El poco hábil, el patadura, el flacucho. Mi amigo.

El Bichi ya había dejado un buzo que le servía sólo de lastre para jugar tirado, detrás de un arco. Ya estaba listo para acomodarse detrás de mí, encabezando el equipo.

–Diego -dije, señalando al pibe sonriente detrás de su flequillo.

Salió corriendo con su chuequera y velocidad habituales. Me di cuenta que en ningún momento dudó de que lo seleccionaría en primer lugar y eso me presionó el pecho con mucha fuerza, pero también me certificó que había realizado la selección correcta.

El Bichi me miró sin comprender. Bajó la mirada e hizo un gesto de resignación cuando escuchó que Mario lo nombraba casi de inmediato. El idilio se hizo añicos cuando se estrelló contra la realidad. Cruzamos la mirada durante un segundo, justo cuando Diego llegaba y me dio un golpecito en el pecho, agradeciendo en silencio. El Bichi entendió. Sonriendo se ubicó en la fila opuesta a la nuestra.

La vida es mejor con amigos. Esa tarde tuve la lección más brutal al respecto.
El resultado del partido claro que importa, pero tiene más valor cuando se comparte con los pataduras que están cerca de nuestro corazón, no por habilidosos, sino por haber estado cuando tenían que estar. Por habernos abrazado en el gol a Zenga y llorado con el penal de Brehme.
Corremos detrás del balón, gambeteando rivales, obsesionados por hacer el gol, sin darnos cuenta que lo más importante es saber con quién lo vas a festejar, quien será el que busques en la cancha para hacer el bailecito correspondiente antes de que el resto de los jugadores se te tire encima y arme con vos la montonera goleadora.

Esa tarde perdimos feo. Diego se plantó de tres y el Bichi pasaba por ese carril sin pedir permiso. Me estuve revolcando toda la tarde, mordiendo con impotencia la gramilla del campito. Pero siempre, en cada uno de los goles, cuando estuve vencido y tirado en el piso, Diego se acercó, me dio la mano y me ayudó a levantarme y a estar presto para enfrentar al habilidoso delantero, que ya venía en velocidad con la pelota dominada, con el gol entre ceja y ceja.


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