"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


martes, enero 03, 2012

La elección

La amistad está por encima de cualquier lógica y razón. No quiero decir con esto que no involucre a estas características, simplemente afirmo que hay veces en que la parcialidad fraternal y la ceguera cariñosa nublan cualquier razonamiento o idea acomodada por los fundamentos establecidos por el raciocinio humano.
La amistad nos da la fuerza para hacer cosas que nunca imaginamos hacer. Desde soportar la escasa belleza de la amiga de la amiga de tu amigo hasta compartir los momentos de mayor alegría, como sacar la última materia o ese merecido premio en el laburo. Es el motor de los recuerdos felices.
En mi caso, por ejemplo, he fingido llevarme materias a diciembre, me he dejado ganar algún partido de PES para motivar al adversario y seguir jugando otro rato, he estado todo un fin de semana sin dormir, he dicho que el asado estaba rico haciendo un esfuerzo monumental por tragarlo, he jugado al fútbol en la calle usando las alcantarillas como arcos, me he desviado de mi camino sólo para tener una buena compañía, he besado a la gordita y he confesado que fui yo, cuando en realidad había sido él. Todo por amistad. Y eso por enumerar algunos ejemplos que escaparon a la censura.

Tener amigos de los buenos es, cuando menos, un guiño celestial.
Dicen que los verdaderos amigos aparecen cuando tenemos que transitar los momentos más jodidos. Yo creo que simplemente son los que se quedan ahí, cuando la mano viene fulera.

Yo empecé a darme cuenta cómo era la cosa con la amistad una tarde de verano, siendo todavía un pibito de 7 u 8 años recién llegado de San Nicolás.

No fue fácil cambiarse de ciudad. Yo no sufrí los quilombos del éxodo, porque no lo vi ni pasar, pero sí el trastorno de la adaptación. No es sencillo dejar todo atrás, sin tener chances de reproches, e instalarse en una provincia con una idiosincrasia muy diferente teniendo uno la tonada de Buenos Aires. No se lo recomiendo a nadie.

En el colegio prácticamente no hice amigos hasta quinto o sexto grado, mi memoria no es tan buena como para recordarlo con precisión. En el barrio, en cambio, la cosa era un poco mejor. Varios vecinos de más o menos la misma edad que yo hicieron que tener con quién jugar a la pelota por las tardes sea cuestión de casi todos los días. Si no era uno, era el otro.

La cancha se armaba con celeridad. El baldío pegado a mi casa tenía las dimensiones perfectas y siempre era el campo escogido. Teníamos cuatro fierros que mi viejo había preparado para que hicieran las veces de arcos. La primera vez que la armamos nos costó mantener la escuadra, la simetría y la igualdad de tamaño en los arcos, pero no existen dimensiones que no puedan ser medidas paso tras paso. Arcos de cinco pasos cada uno, áreas de cuatro pasos grandes. Después de jugar dos veces, ya quedaron las marcas y fue mucho más simple ubicar los fierros en los agujeros previos. Lo único que se medía todas las veces que fuera necesario era el punto penal. Se medían seis pasos desde la línea imaginaria de gol generando una perpendicular, igual de imaginaria que la línea anterior, desde el centro del arco. Una marca profunda con el pie, indicaba el lugar desde donde sería ejecutada la pena máxima.
Lo de la línea imaginaria no se utilizaba sólo en el penal o en la línea del arco, sino también en todas las periferias del campo de juego. Desde ese palo a aquel montoncito de yuyos. Desde la piedra hasta donde tirábamos un buzo o una mochila (a veces, un medio ladrillo que sacábamos del montón de ladrillos que había en mi casa para construir un tapial). Este método de delimitación ficticia era muy práctico y fácil de implementar, pero carecía de precisión y objetividad. Los laterales y goles dudosos los ganaba el que sostenía con más fervor su postura. Pero esto no perturbaba al juego. Al contrario, lo hacía más pasional todavía.

El fútbol de potrero, el de barrio, no se puede comprar con nada. Tiene todos los condimentos necesarios para hacer surcos en la infancia. Te hace guerrero, pícaro, habilidoso, solidario. Te hace hombre.
Antes, uno encontraba dos o tres canchas improvisadas por cuadra. Hoy hay que hacer la reserva telefónica y pagar para poder jugar y la convocatoria está limitada a diez jugadores. Antes, tus viejos tenían que andar a los gritos para que entres antes de que se pusiera más oscuro. Hoy, los gritos tienen más que ver con apagar la computadora y dejar ese celular. Antes, no te costaba imaginarte entrar al Monumental repleto con la camiseta Argentina, para terminar haciendo el gol del triunfo sobre la hora, después de desparramar medio equipo contrario. Hoy, los sueños son más pragmáticos e incoloros, sin papelitos en el viento. El fútbol argentino se desangra por la falta de potreros. Los maradonas ya no tienen donde formarse. Tristemente, la escuela pública del fútbol se quedó sin aulas y los docentes están en alguna marcha, reclamando por el freno, la gambeta y el pase justo.

Ahora que estoy viejo y gordo juego de nueve, cerca del área y con poco regreso. Pero en mi infancia, cuando jugaba en serio, siempre lo hice de arquero. Un puesto complicado si los hay. Un error y la tenés que buscar adentro. Un buena y sos el héroe del partido. Pero al momento de armar un picadito tiene una ventaja por sobre cualquier otra posición. Es sumamente necesario tener un arquero en el equipo y hay pocos jugadores que prefieren los guantes antes que los botines. Pero yo siempre atajé gustoso. Sabiendo que todo el equipo dependía de cómo me hubiera levantado yo ese día.
Esta cualidad, sumada a que durante mucho tiempo jugamos con una pelota de mi pertenencia, daba como resultado que siempre fuera yo uno de los seleccionados para seleccionar. Ya de chiquito, siempre jugué para ganar. No sé si está bien, pero es la única manera en la que sé jugar al fútbol. Por eso, siempre seleccioné a los jugadores por conveniencia y destreza deportiva.

El Bichi, un zurdito muy habilidoso que era prácticamente imparable, siempre era mi primera elección. Encima a él le gustaba jugar conmigo, así que casi era un idilio particular lo nuestro. Después podía ser Guillermo ó Mario. El primero jugaba siempre con mocasines sin cordones. No se cansaba de correr y era un pibe demasiado bueno. El otro, en cambio, tenía mejor dominio, pero era menos humilde y te sobraba en todas las pelotas. Por eso, muchas veces basaba mi elección más en la entrega de Guille que en los goles de Mario. Todo equipo necesita un motorcito en el medio.
Después, pero no siempre, debido a que no vivían muy cerca de casa, se mezclaban Manolo, quien luego fue conmigo también al colegio y Foforito, cuya cabellera colorada no llamaba tanto la atención como sus orejas de dimensiones considerables. Los dos jugaban bien tanto en el medio como en la defensa. Solamente tenían que tirársela al Bichi y que él se encargara arriba. Con un equipo como este, nunca perdíamos.

Lo único que necesario para que se diera este dream team barrial era ganar al Pan y Queso. El método es sencillo. Los dos capitanes se ubican enfrentados y separados a una distancia prudencial para que el procedimiento no lleve toda la tarde. De a uno, van dando pasos aproximándose al oponente. El que apoya su pie sobre el pie del otro jugador es el ganador. Simple. Práctico. El vencedor queda habilitado para seleccionar en primer lugar. Luego, se procede a la elección de toda la plantilla, alternando un capitán por vez.
Esta técnica de selección tiene un trasfondo existencial. Uno cuantifica de un tirón sus habilidades deportivas. Pero, mucho más importante, uno entiende qué lugar ocupa en el corazón de sus amigos más aptos.

Si uno es patadura será escogido entre los últimos. Si la rompe, será de los primeros en ser seleccionado. Esto es lógico. Este método de elección sería ideal si los seleccionadores conocieran solamente las aptitudes deportivas de los jugadores y no involucraran, como casi siempre ocurre, otras razones en la lista de concentrados.
En el Pan y Queso te das cuenta si sos valorado por tu amigo tanto como para asegurarse tu presencia en su equipo en los primeros turnos o si antepone el juego bonito y el equipo antes que a vos, refugiándose en argumentos de índole técnico o de presiones grupales, aunque uno en el fondo, entiende a la perfección los verdaderos motivos. El Pan y Queso no es un juego de niños.


Diego fue mi primer gran amigo. Siempre fui socarrón e irónico, pero a él no parecía importarle. Todas las tardes llegaba a casa inmediatamente después de terminada su tarea.
No recuerdo a qué colegio asistía, pero estoy seguro que no era al mío.
Siempre estaba bien vestido, no decía malas palabras y era muy educado. Su cabello era lacio y abundante y lo usaba igual que el gran Carlitos Balá. Siempre fue calmo y sonriente. Pero por sobre todas las cosas, siempre fue patadura. De los que casi ya no quedan.
Sin gambeta, sin disparo, sin velocidad, sin sorpresa. Lo único que Diego tenía a su favor era el amor por el fútbol y las ganas de jugarlo. Siempre dispuesto, siempre el primero en agarrar la pelota, siempre colaborando en el armado de la cancha, siempre invitando a todos. Siempre patadura.

Dije que empecé a darme cuenta cómo era la cosa con la amistad una tarde de verano, siendo todavía un pibito de 7 u 8 años recién llegado de San Nicolás. Fue una tarde donde me tocó escoger equipo, por primera vez, estando Diego entre los candidatos. Hasta ese día había logrado esquivar la responsabilidad desde que él se había sumado al grupo. Dada mi condición de indispensable por ocupar el arco, los capitanes no demoraban en elegirme. De ese modo, podía armar mi equipo desde la clandestinidad y perdido en la multitud. No elegíamos a Diego, pero no era mi decisión. No era mi culpa que quedara siempre relegado a los últimos puestos y no existía nada que yo pudiera hacer al respecto.

Pero esa tarde no pude gambetear al Pan y Queso. Mario fue el oponente seleccionado. Se paró delante de mí, como a cinco metros de distancia. Comenzamos la sucesión de pasos, lentamente pero sin pausas.

–Pan -dijo él y puso su pie derecho adelante del izquierdo, bien pegado uno con otro.
–Queso -contesté mientras regulaba el paso.
En un momento llegué a pensar que tal vez lo mejor sería dejar ganar a Mario, pero comprendí que esa rendición simplemente atrasaría un turno la agonía, porque la única manera de zafar era que Mario escogiera a Diego de una, en el primer nombre, y eso sí no ocurriría ni en la escena final de la más trillada de las películas de adolescentes cantarines carilindos.
Hice unos cálculos rápidos, sopesando la distancia que quedaba por recorrer y el tamaño del pie de Mario y del mío. Iba a ganar, sin discusión. Yo lo noté, Mario lo notó. Pero lo más trágico fue que Diego también lo notó.

Noté que el tiempo que me quedaba para decidir era directamente proporcional a los pasos que daba. Me demoraba más de la cuenta en avanzar y el resto de los jugadores comenzó a inquietarse.
En los ojos de Diego había algo que nunca antes supe descubrir. Brillaban alegres, con una chispa que sólo los momentos mágicos saben otorgar. Él sabía que esa podía ser la tarde en que fuese seleccionado primero, relegando a la lista de espera a los más hábiles, a los que lo dejaban parado con el mínimo amague cuando los marcaba. Esa era su victoria. Su revancha. Su gambeta en velocidad y que los otros sólo pudieran verle el número.
Miré fijamente a Diego y alcancé a ver, por sobre su hombro, al Bichi, listo para entrar a jugar. Movía la cabeza de un lado para el otro, buscando concentración en el movimiento. No dejaba de dar pequeños saltos, para no permitir que se le enfriara el cuerpo.

Mario dio un paso y quedó apenas distanciado de mi pie derecho. Era obvio, que el duelo había terminado. Moví mi pie izquierdo y ajusticié a su botín Puma.

Por mi cabeza pasaban muchas cosas a una velocidad insondable. La elección era simple pero determinante. Por un lado, mi principio de ganar siempre. De respetar el arte del Bichi dentro de la cancha. Celebrar la apatía seleccionando a los mejores, como siempre. Pase lo que pase, tenemos que ganar.
En el otro rincón… Diego. El poco hábil, el patadura, el flacucho. Mi amigo.

El Bichi ya había dejado un buzo que le servía sólo de lastre para jugar tirado, detrás de un arco. Ya estaba listo para acomodarse detrás de mí, encabezando el equipo.

–Diego -dije, señalando al pibe sonriente detrás de su flequillo.

Salió corriendo con su chuequera y velocidad habituales. Me di cuenta que en ningún momento dudó de que lo seleccionaría en primer lugar y eso me presionó el pecho con mucha fuerza, pero también me certificó que había realizado la selección correcta.

El Bichi me miró sin comprender. Bajó la mirada e hizo un gesto de resignación cuando escuchó que Mario lo nombraba casi de inmediato. El idilio se hizo añicos cuando se estrelló contra la realidad. Cruzamos la mirada durante un segundo, justo cuando Diego llegaba y me dio un golpecito en el pecho, agradeciendo en silencio. El Bichi entendió. Sonriendo se ubicó en la fila opuesta a la nuestra.

La vida es mejor con amigos. Esa tarde tuve la lección más brutal al respecto.
El resultado del partido claro que importa, pero tiene más valor cuando se comparte con los pataduras que están cerca de nuestro corazón, no por habilidosos, sino por haber estado cuando tenían que estar. Por habernos abrazado en el gol a Zenga y llorado con el penal de Brehme.
Corremos detrás del balón, gambeteando rivales, obsesionados por hacer el gol, sin darnos cuenta que lo más importante es saber con quién lo vas a festejar, quien será el que busques en la cancha para hacer el bailecito correspondiente antes de que el resto de los jugadores se te tire encima y arme con vos la montonera goleadora.

Esa tarde perdimos feo. Diego se plantó de tres y el Bichi pasaba por ese carril sin pedir permiso. Me estuve revolcando toda la tarde, mordiendo con impotencia la gramilla del campito. Pero siempre, en cada uno de los goles, cuando estuve vencido y tirado en el piso, Diego se acercó, me dio la mano y me ayudó a levantarme y a estar presto para enfrentar al habilidoso delantero, que ya venía en velocidad con la pelota dominada, con el gol entre ceja y ceja.


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