"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


jueves, diciembre 27, 2012

Estrategias


“Se ha dicho que los hombres hacen todo lo que hacen con el único fin de enamorar mujeres”. Con esta tajante afirmación comienza la opereta Criolla “Lo que me costó el amor de Laura”, de Alejandro Dolina (digo esto, obvio, con el sombrero en la mano). Primero, protesté por la universalidad del inciso, pero meditando un poco en el asunto, noté que el célebre escritor de Baigorrita no está para nada errado.

Tal vez es necesario aclarar, y volviendo a citar al gran Alejandro, que cuando decimos hombres nos referimos a Los Hombres Sensibles. Esa raza de atorrantes que anda por la vida embarcándose en empresas como el amor eterno, la amistad lisa y llana, el perdón sin rencor, ganar a la payana y en el fútbol de los jueves, encontrar a la primera novia del barrio y toda esa clase de aventuras imposibles. Esos tipos que están dispuestos a morir por esos ojos negros que acarician al mirar porque saben que la vida vale menos que el amor. Esos hombres sí, no caben dudas, hacemos todo lo que hacemos con el único fin de enamorar mujeres.

Algunos han llevado esta premisa al extremo y se han perfeccionado en el arte del levante, pero no sin antes haber vivido algunos desencuentros monumentales. Hay técnicas, estrategias, imposturas, estudios y teorías para convertirse uno en un ser experto del cortejo. Sin embargo, es solamente a través del ensayo y el error que se puede conseguir. Es primordial, además, saber que esta profesión no tiene un tope y que se puede seguir perfeccionado el método de caza tanto con el cervatillo que escapó corriendo por la pradera como con cada una de las presas desolladas.
 
Para fundamentar  esto que estoy diciendo, realicé una especie de entrevistas con varios de los Hombres Sensibles que pueblan mis veredas. Como era de esperarse, las estrategias utilizadas fueron infinitas, desde clásicas pero efectivas hasta las creativas y quijotescas.

– La que mejor funciona –dijo uno– es hacerse el amigo. Ojo, es la más arriesgada también, porque en donde se la crea, ¡fuiste!
– Pero… ¿esto qué implica? ¿Ir de compras con ella y ayudarle con el estudio? –pregunté, haciéndome el gil, como si yo nunca hubiese usado esta técnica ancestral.
– Algo así… pero no. Va más allá… Tenés que estar con ella en todo lo que puedas estar. Atento, para que no se te escape la oportunidad de saltarle a la yugular.  Atento al entorno, a su estado de ánimo, a todo.
– Esto sirve sólo cuando la minita tiene novio –intervino otro–, porque te da la chance de estar cerca de ella y de ir, sutilmente, llenándole la cabeza. Además, cuando el novio se mande alguna, uno tiene que ser el primero en estar ahí, para ella… –concluyó esta frase con un tono macabro, con un brillo demoníaco en sus ojos.
– A mí la que me funcionó una vez fue hacerme el trolo –sentenció un tercero, pero de inmediato fue refutado por todos los demás, diciéndole que eso sólo pasaba en las películas de Adrián Suar y que, además, hay puertas que si se cruzan, después no pueden cerrarse.
Ustedes piensen lo que quieran –continuó diciendo, entrecerrando los ojos y recordando– pero yo nunca me voy a olvidar del empeño que ella puso para convencerme de que era mucho mejor estar con una chica.

Entonces copó la banca el más mentado en cuestiones galantes. Yo conozco bien sus andanzas y sé que habla desde la experiencia. Su palabra, en estos asuntos, es palabra santa.

– Todas las estrategias son buenas y válidas. Lo importante es el tiempo previo, el que dedicás a evaluar la situación y a decidir cuál de todas vas a usar.
Todos quedamos escuchando, expectantes. Uno de los pibes prestaba tanta atención que se había olvidado de cerrar su boca, observando, con asombro.  El experto prosiguió con su exposición.

– Las más fáciles de conquistar son las inseguras, que no saben muy bien qué quieren o cómo lo quieren. A esas, con un poco de labia, palo y a la bolsa.
Están también las caras. Esas son las que tienen independencia económica. Tenés que demostrarles que podés mantenerlas aunque tengas que reventar tu presupuesto. Esta impostura es para un tiempo corto de conquista. Al menos en mi caso, que nunca tuve la guita suficiente como para comedores, regalos, salidas, y lo que sea, de lujo. Hacerse el rico no es para cualquiera. Hay que saber cuándo presumir, donde presumir y tener la suficiente cancha como para que cuando ella tenga que garpar no parezca que es porque no tenés, sino que es porque ella es independiente.
A las pendejas, tenés que entrarles como el más winner del barrio. No hay niña que se resista al ganador. Se hacen pis encima.
– Cuánta sabiduría junta –dijo el de la boca abierta.
– De pibe –dijo el que había usado la estrategia de hacerse el amigo– me acuerdo de haberle hecho la pasadita a una.
– ¿La pasadita? –preguntaron los más inexpertos.
– Claro… pasar por la casa de la piba que te gusta. Conocer sus horarios, esperar para verla salir a hacer mandados. Yo pasaba una vez caminando, al rato en la bici y así. De las veinte veces que iba, diecinueve eran al pedo, pero con una vez, alcanzaba para juntar valor para veinte veces más.
Me hice socio del mismo club al que iba ella, la perseguía por todos lados, incluso un tiempo la ignoré a propósito y provocaba encuentros casuales –mientras decía esta palabra hacía con los dedos como si estuviera poniendo comillas–. Realmente estaba loco por ella.
– ¿Y alguna vez le hablaste?
– Nahhh… nunca me animé. No importó, en esa época sólo con verla me alcanzaba. Bueno, todavía más de una vez me alcanza sólo con eso– reflexionó.

Todos hicimos silencio unos segundos mientras nos acordábamos de esa señorita que solamente pudimos contemplar de lejos, que a la distancia se adueñó de nuestros más hondos suspiros.

– Una vez ­–dijo el maestro sacándonos de nuestro letargo– quise salir con una piba a la que le gustaban los deportes extremos. No se imaginan lo que fue eso. Íbamos en su moto a todos lados, a dos mil por hora. Yo soy re cagón para esas cosas. La muy guacha se mataba de risa de mis miedos, pero yo estaba enamorado. No estaba dispuesto a dejarla escapar.
¿Sabés qué pasó? –preguntó.
– ¿Qué? – respondimos todos al unísono.
Una tarde me invitó a hacer Bungee Jumping.
– ¡No te puedo creer! ¿Y qué hiciste?
– ¡Y fui! ¿Qué iba a hacer? No podía recular en eso también.
Fuimos en su moto a los pedos y yo ya llegué cagado hasta las patas. Ella se saludaba con todos, evidentemente estaba en su salsa y no era la primera vez que iba a ese lugar. Yo quise copar la parada y hacerme el superado, pero no me salió. Todos se dieron cuenta que yo era un neófito en el asunto y no dejaron pasar ni una oportunidad para matarse de risa.
– “Este salto es uno de los más chicos… es para principiantes como vos”, me dijo y me guiñó un ojo.
Ese gesto me dio coraje y encaré para donde estaba el flaco que te colocaba el arnés. Me lo puse rápido, pero le pedí al pibe que se asegurara de que todo estaba tan firme como debía estar. Ella me tomó de la mano y me llevó hasta el lugar del salto.
Yo me repetía “no mirés para abajo, no mirés para abajo” y, ¿qué hice? Miré para abajo. No sé cuántos metros habrá habido… pero parecía como si fueran veinte mil cuadras.
La miré a los ojos… sonreí. Miré a todos a la cara, respiré hondo, tomé coraje y… obviamente, me bajé y no salté ni mierda.
– ¡No te puedo creer! ¿Y qué hiciste?
– ¿Y qué voy a hacer? Reconocí el cagazo y me fui con mi chica, que se ocupó de restaurar mi amor propio.
­– ¡Qué capo! –dijo el mismo de hoy, que todavía seguía con la boca semiabierta.
– Ese es el secreto. Saber sacarle provecho a cada situación desfavorable. No hay plan que valga para eso… es talento puro –dijo y casi no entraba en su remera.

– A mí la que me funcionó más de una vez es hacerme amigo de la amiga de la piba que me gustaba –dijo uno que había permanecido callado hasta el momento. Es la mejor estrategia para acechar de cerca, y si sos sutil, casi sin levantar sospechas. Suma puntos como loco.
– Es verdad. Uno no se apelotudiza tanto con la amiga como con la chica que te gusta –aporté desde la experiencia.
– ¡Exacto! –dijo el que había tirado la idea– Pero ojo, igual tenés que boludear con la minita que te querés levantar, porque sino va a pensar que tenés onda con la amiga y ahí sí que fuiste. Pero tenés que boludear lo justo y necesario, si te pasás de mambo vas a quedar como un boludo y no es la idea. Lo digo porque me pasó.
– ¿Te la levantaste?
– No, quedé como un boludo.
La carcajada general fue bastante sonora.

– Una táctica que es casi infalible –dijo el Sensei del asunto– es hacerse el lastimado por el amor de su vida. Quiero decir, hay que ser sensible y siempre suspirando como si te acordaras de algo con cada boludez que ves, hacés o decís. Es jodida de implementar… pero si sale, todas intentarán curar tu corazón sangrante.

La charla se extendió casi por toda la noche. De a uno fueron contado sus historias, sus métodos usados, unos más efectivos que otros, pero, en definitiva, noté que cada paso que daban cuando estaban enamorados tenía que ver con la manera de conseguir ser correspondidos. Cuando esta raza de hombres se enamora, todo tiene que ver con el amor. Todo.

Yo recuerdo una de las primeras veces que me enamoré. Ella era hermosa, de ojos tiernos y cabello lacio. La conocí una noche en una cena de fin de año de la oficina. Quedé flechado 0.005 segundos después de ver su rostro por primera vez.
Inmediatamente puse sobre la mesa todos los conocimientos, técnicas y tácticas aprendidas para conquistarla.

Hablé con ella, conseguí su Facebook, empecé a visitar más seguido su sector, la esperaba en los pasillos para forzar encuentros casuales y usé todas las artimañas que conocía para poder invitarla a salir, pero nunca se daba la oportunidad. 11 meses, 22 días y 6 horas arrastrándome detrás de ella, hasta que al fin la chance se presentó, como un prodigio del destino.

Entró en mi oficina, sonriente como siempre. Mi corazón golpeaba contra los botones de mi camisa. Mostrando una invitación me dijo:
– Imagino que vas a ir a la cena de despedida…
Asistí con la cabeza, no porque fuera parco de palabras, sino porque no fui capaz de hilar una oración coherente.
– Mirá que esta vez los jefes se jugaron –abrió muy grande sus ojos y yo sentí el Aleluya de Händel como banda de sonido en mi cabeza–. Van a sortear una cena para dos personas en Baxada (restaurant muy caro de la ciudad).
– ¿En serio? –interrogué incrédulo– ¿Qué santo estará de guardia?
– Sí, la verdad… no sé qué bicho les habrá picado. Pero hay que estar sí o sí para poder participar del sorteo…
– Pero yo si compro un circo, me crecen los enanos. Tengo menos suerte, mirá…
– Esta vez vas a ganar, vas a ver… Yo te digo que vayas y yo te voy a dar buena suerte.

Dejó la invitación formal sobre la mesa, dio media vuelta casi como flotando y su cabello acompañó el movimiento, sonrió y emprendió el regreso.

Esa era mi oportunidad. Tenía que aplicar la estrategia de winner, sobrando la situación y juntando coraje y confianza de los lugares más recónditos de mi cuerpo, le dije:
– Si gano, vos tenés que venir conmigo.

Se dio vuelta y me miró con sus ojos grandes. Sostuve la mirada en la oscuridad de sus ojos y ella notó que la cosa era en serio.
– Si tenés algún compromiso, yo entiendo….
– No, no… –interrumpió. Pensó un rato y contestó– Bueno… dale… si ganás, nos vamos juntos a cenar –dijo y salió sonriente de la oficina.

Canté truco con una sota. Ahora tenía que ponerme en campaña para ganar esa cena. Averigüé quién sería el encargado de hacer el sorteo y la investigación no fue esperanzadora. Era una piba del sector más alejado al mío. Entonces centré mis averiguaciones en la metodología que emplearía la susodicha para realizar el sorteo. No fue muy original. Una urna con tarjetas con los nombres de todos los asistentes. Luego, alguien seleccionaría una tarjeta con el nombre ganador.

Estudié la situación y armé mi estrategia. El plan era azaroso pero asistido estadísticamente. Primero, consistía en colocar mi nombre la mayor cantidad de veces posibles en la urna. Luego, hacer fuerza con toda mi alma para que la mayor probabilidad de ser elegido haga su tarea.

Puse en marcha la primer parte del plan. Llegada la fecha del evento, me acerqué hasta la oficina de esta piba que no sé ni el nombre. Saludé y hablé de trivialidades mientras buscaba por toda la habitación los implementos para el sorteo.
Sobre un escritorio retirado puede distinguir tarjetas recortadas con la nómina de personal impresas sobre papel común. Las letras eran grandes, en Arial. La falsificación sería fácil. Volví a saludar y salí rápido de la oficina.
Ya en mi habitáculo, armé 10 tarjetas con mi nombre. Idénticas a las originales. Ahora sólo restaba introducirlas en la urna. Pero esa parte del plan se llevaría a cabo por la noche.

Esa noche me puse mi mejor ropa. Tenía que seguir con la estrategia del ganador. Me afeité, me peiné, me acomodé íntegramente. Y salí a enfrentarme frente a frente con el destino y el azar.

Fue fácil agregar mis nombres a la urna, que en realidad resultó ser una bolsa de tela blanca, adornada con arreglos navideños. En un descuido de la piba NN, haciéndome el gil y mirando para todos lados, coloqué los nombres extras dentro de la bolsa y quedé listo para enfrentar a mi suerte, incrementada en 10.

Contrario a lo que pensé, el asunto del sorteo se hizo enseguida comenzada la velada. La piba encargada necesitaba irse temprano por compromisos familiares, adelantando así la definición de mi plan. La suerte está de mi lado, pensé.
La NN y mi chica fueron las responsables de llevar a cabo el ritual. Todo pasó rápido, luego de las explicaciones y aclaraciones pertinentes, la piba del otro sector metió la mano en la bolsa y sacó una tarjeta. Hizo una pausa, leyó la tarjeta y como por reflejo me miró fugazmente. ¡Vamos, carajo! ¡La suerte está de mi lado!

– El ganador es… ­–dijo e hizo una pausa para darle suspenso– ¡Pablo Casas!

Debo aclarar en este punto que ese es mi nombre. Los ojos de mi amor de cabellos lacios se clavaron en los míos y sonrió sutilmente.

Me apresuré a retirar los vales y me acerqué a ella. Estaba envalentonado y, obviamente, debería seguir en ganador. Más ahora, que realmente había ganado.
– Tenías razón. Me trajiste suerte.
– ¿Viste? Te dije.
– Estemm… podemos ir ahora a cenar, si te interesa.
Con mis ojos le dije “dale, vámonos vos y yo, juntos y solos, de acá”. Ella entendió mi mirada, agarró su cartera y nos fuimos discretamente del lugar.

Las estrategias funcionan. Incluso confiar en la suerte puede ser parte de un plan, aunque haya que ayudarla un poco a veces. Y nosotros, los hombres sensibles, hacemos todo lo que hacemos con el único fin de enamorar mujeres de las que ya estamos enamorados nosotros. Todo vale, desde pasar por dolido y sensible hasta rico y ganador, desde hacerse el amigo ideal hasta el indiferente y frío. Esto es una guerra. Hay que ser despiadado, incluso sabiendo que puede haber grandes daños colaterales.

Esa noche lo entendí completamente cuando me desperté sintiendo el calor de su cuerpo al lado del mío y sonreí sabiéndome ganador, hacedor de mi propio destino. Cuando semidormido me tropecé con su cartera que había dejado tirada al entrar y desparramé las tarjetas de la bolsa blanca de tela. Cuando noté que estaba, con letras grandes y en Arial, mi nombre impreso en cada una de ellas.

domingo, diciembre 16, 2012

¡Maranatha!


Señor, mi Dios, esta es la primera vez que siento la necesidad de hacer una oración escrita. Escribo porque tengo muchas cosas en la cabeza y escribir siempre ha sido mi verdadera manera de hablar. Hoy murió mi abuela Lidia. Murió a la 1.10 am. lo cual es muy lógico, porque en su cabeza no cabía la chance de hacer nada más que adorarte en el día santo del Señor, ni siquiera morirse y de ese modo obligarnos a andar de aquí para allá, arreglar precios, pagar, pero sobre todo, estar triste un sábado. Hoy sé que mi vida, de ahora en más y hasta tu regreso, no será nunca más la misma vida. Ahora está incompleta.

Primero comencé a escribir para mí, para llorar y desahogarme en las letras, pero luego me di cuenta que tal vez mi abuela, de alguna manera, podía dar testimonio una vez más. Ella vivió su vida para eso, Señor, para ser un testimonio vivo de tu amor y tu poder.
Por eso es que escribo algunas cosas que yo sé, Señor, que vos sabés muy bien, pero que pueden ayudar a que otros que lean esta plegaria entiendan qué clase de persona fue mi abuela.

Señor, no sé siquiera cómo comenzar. Imagino que debería agradecerte. Lo que no sé es qué agradecer primero. Quiero agradecerte por haberla cuidado durante toda su vida, quiero agradecerte por haberla llevado al descanso sin dolor, quiero agradecerte porque estuvo lúcida hasta que cerró sus ojos para ya no abrirlos, pero en especial, quiero agradecerte por haberla elegido para que sea mi abuela.

Porque fue ella, Padre, la persona en quién te conocí. Fue ella la persona que desde que nací me mostró tu amor con el ejemplo, con la rectitud y la fidelidad que no he visto en otra persona. Siempre testificando que ella vivía solamente porque vos tenías un plan para ella. Porque ella sabía que las probabilidades eran una en mil cuando le extirparon un tumor en su cerebro hace 60 años, cuando ese tipo de operaciones eran muy precarias todavía. Porque ella sabía que los médicos apenas auguraban veinte años de vida, quizás quince, sin asegurar una buena calidad de vida. Porque ella sabía que era un milagro vivo. Y nunca, pero nunca jamás, dejó de testificar de tu amor para con ella y cómo se había manifestado tu poder, cuando hoy, a sus 80 años, tu sanidad tiraba a la basura los presagios médicos.
Porque fue ella la que me enseñó que hay que ser buenos con todos, incluso más con los que no son buenos con nosotros. “Sino… no podemos decir que somos cristianos”, decía con la simpleza propia de la teología pura. Porque fue ella la que me enseñó a ser fiel con el diezmo, religiosamente, eligiendo para eso los billetes más nuevos y menos arrugados. “Esta moneda está muy linda y brillosa”, decía mientras me la daba, “capaz que te conviene guardarla para darla de ofrenda en la escuela sabática” concluía. Porque fue ella la que me demostró la confianza en Dios y la valentía con la que se deben enfrentar los problemas y las tristezas de esta vida de pecado. Porque fue ella la que lloró por todos hermanos cuando murieron, pero nunca protestó su suerte y siempre bendijo tu nombre (sé que la hiciste pasar por esto porque ella era la única capaz de soportarlo). Porque fue ella la que desde su reposera de tela me enseñó a leer y a aprender mis primeros versículos de memoria. Porque fue ella la que me llamaba para que la acompañe a dar inyecciones a domicilio, enseñándome que con esfuerzo y sacrificio se podían lograr las metas planteadas y que nuestro trabajo, por más insignificante que parezca es importante si hace para honra de Dios. Porque fue ella la que me enseño que existe un tiempo para todo y que la paciencia es una virtud valorable y que es “preferible perder un minuto de la vida y no al vida en un minuto”. Porque fue ella la que bajo la lluvia me buscaba y me llevaba en brazos cuando yo, desde mi casa (que estaba al fondo de la casa de ella), le gritaba por la ventana “¡Abuela, abuela! ¡Buscame!” y mi mamá no me dejaba atravesar corriendo el patio como cualquier otro día sin aguaceros. Porque fue ella la que me hacía dormir cantando con su voz mágica la canción de su gatito mimoso y muy picarón, temeroso de los perros bulldogs. Porque gracias a ella sé que quedo “lindo con barba, pero mucho más lindo bien afeitadito”. Porque el olor de su cocina humeante me cobijó de pequeño y sueño, Señor, sin ser irrespetuoso, que en la Tierra Nueva que tienes preparada para nosotros exista algo parecido a un horno, para que Claudio y Cori puedan volver a saborear sus tartas de ricota y yo, junto con la leche chocolatada preparada por sus manos ya no temblorosas, pueda comer esas galletitas con maní que endulzaron mi vida.

Gracias, Señor, por haber puesto a esta mujer maravillosa en mi vida.

Y gracias, Señor, por haberla cuidado con tanto amor en sus últimos días. Porque cuando pensamos que lo que andaba mal en su cabecita podría ser Alzheimer me di cuenta que existen cosas peores que la muerte y que ella siempre lo supo, porque me dijo que cuando llegara su momento quería poder irse rápido y sin perder su memoria. ¿Sabés por qué deseaba eso, Señor? Claro que sabés… “porque quiero poder entregar mi vida a Jesús una vez más antes de morir”. Gracias por permitir ese diagnóstico errado, porque cuando la maldita resonancia nos contó la verdad, que la abuela se nos iba en horas, el dolor de perderla tuvo, incluso, saborcito a alivio. Gracias por permitir, Señor, que su deseo se cumpliera. Antes de que su cabecita dejara de vivir, ella cantó himnos en alemán, en castellano, oró por ella, por mi abuelo y por sus nietos. Estoy seguro, mi Señor, que pudo entregarse una vez más a vos en ese momento, justo antes de dejar de ser.

Quiero agradecerte, Señor, por haberme dado la oportunidad de haber sido yo el que acomodaba su cabello (ese cabello lacio que tanto dolores de cabeza le traía para peinarlo) cuando suspiró por última vez y por haberme dado la chance de despedirme de ella el día anterior. No fue el mejor lugar, lo sé, pero el tiempo que nos quedaba era poco y nos acabábamos de enterar. Yo corrí hasta la ambulancia en donde estaba ella esperando para ser trasladada luego de esa maldita resonancia. Ella me vio llegar y sonrió. Estaba asustada. Me agarró el brazo y lo abrazó apretándolo junto a su pecho. “Mi nieto”, dijo, no con su voz de siempre porque ya le costaba hablar, pero sí con el mismo amor que ni todos los derrames cerebrales del mundo podrían apagar. Y después, mi abuela, giró su cabeza y buscó a las enfermeras para presentarme. “Este es mi nieto” dijo, orgullosa de mí, porque siempre me hacía sentir que estaba orgullosa de mí, “Este es mi nieto” les dijo otra vez. Hablamos otro poquito, yo le hice algún chiste, ella sonrió… y cuando estaba por irse le di un hermoso beso, el último estando ella consciente, y le pude decirle cuánto la quiero, porque aunque ya no esté la sigo queriendo. Después, al día siguiente, volví a darle otros besos, pero ya no sé si ella estaba todavía en su cuerpo, que respiraba, pero ya descansaba.

Quiero agradecerte, Señor, por todo el amor que demostraste en estos días. Primero me enojé con vos por la injusticia de hacerla sufrir una enfermedad cruel como el Alzheimer. Ella no se lo merecía. Pero, después, como siempre, me hiciste ver cuán sabios son tus caminos y cuán poca fe es mi fe y mi confianza.

Gracias, Señor, por tanto cuidado. Gracias por mi abuela.

Yo tengo la sospecha, Señor, que el Cielo debe tener el mismo olorcito a la casa de mi abuela. Que los ángeles debían envidiar sus ojos azules y brillosos, pícaros, profundos y honestos. Que apoyar la cabeza en una nube debe ser igual que dormir en su regazo. Sospecho que las melodías celestiales deben tener el eco de su voz. Esas son sospechas mías, sospechas de nieto mamengo. Pero no me queda una duda, ni una pequeña siquiera, Señor, que esos ojos volverán a brillar cuando vengas en gloria y su voz se escuchará dando cantos de alabanzas cuando suenen tus trompetas.

Por eso, Padre, te pido nos colmes de tu Espíritu Santo, a mí y a mi familia, para que podamos ser como ella y reflejarte en cada paso que demos, en cada gesto hagamos, en cada cosa que realicemos, y que podamos entregarnos a vos en cada momento de nuestras vidas, Padre, para que podamos correr a abrazarla una vez más en ese Glorioso día de la resurrección.

Mi corazón quebrantado por su ausencia pide tu consuelo. Quédate, Señor, con todos aquellos que fueron tocados por su amor y que van a extrañarla tanto, en especial mi abuelo Bernado, su compañero de caminos durante 63 años de amor, sus hijas Mirta, mi vieja, y Clelia, y todos nosotros, sus nietos amados. Bendícenos. Danos la fuerza para seguir sin ella.

Pido todo esto y sé que no lo merezco, Padre. Pero conozco los méritos de Jesús, el que venció a la muerte en la cruz, de una vez y para siempre y en su nombre elevo esta oración. Amén.