Todo barrio
que se respete debe tener una cierta cantidad de criaturas asombrosas. Algo así
como la fauna autóctona de la cuadra. Los debe tener variados y de todos los
colores, de distintos caracteres, tamaños y proximidades. Pero, sobre todas las
cosas, para pertenecer a la sublime estirpe de personajes barriales tienen que
cumplir la regla por excelencia: deben ser únicos
El barrio Belgrano,
donde crecí, en el centro de Cerro Chico, no fue la excepción. Sólo en mi manzana
existía una gran variedad de entidades barriales inigualables, y si expandíamos
la geografía una par de cuadras más, la cosa sí que se ponía realmente
interesante.
Una tarde
cualquiera, seguramente comenzaba con finalizar los deberes después de comer
para poder salir a jugar afuera. Agarraba mi bicicleta colorada, la misma que
mi hermano vendió unos años más tarde para juntar plata y poder viajar a un
cumpleaños de 15, y salía disparado para la calle de carbonilla, polvorienta y
sanguinaria. Sí, sanguinaria, porque si te caías de tu rodado las cicatrices
que conseguías te duraban para toda la vida. Era cuestión de mirar con
detenimiento el suelo seco para encontrar, sin dificultades, jirones de piel de
los ciclistas menos aptos desparramados por toda la calle. Sanguinaria.
Mi casa estaba
al fondo de la casa de mis abuelos. Al lado de la casa de ellos, apenas separada
por un pasillo que llevaba a otra casa interna, estaba la casa de Gilda. Una
señora regordeta que me esperaba todas las tardes para que tomara la leche chocolatada
y mirara Tom y Jerry tirado en el sillón más mullido del living. Me convidaba
unas galletitas gigantes, tipo disco de empanadas, de masa vainilla con
cobertura de chocolate, que no se conseguían en ningún otro lugar. No sé por
qué lo hacía, porque tenía su familia, sus hijos, sus cosas que atender, pero todos
los días, como a las cinco de la tarde, era impostergable la cita que tenía con
ella y su merienda.
En la segunda
casa, desde la mía y hacia la plaza, vivía don López. Un viejo cascarrabias que
odiaba que dejáramos marcada su vereda con las ruedas de las bicicletas. El
asunto era que su vereda poseía unas baldosas que tenían el relieve ideal para
sentir toda la adrenalina de un terremoto 10.0 en escala de Richter, esto sumado
al sonido motoril que producía el caucho contra las canaletitas del piso,
hacían que fuera imposible resistir la tentación de cruzar esos 40 metros de
vereda a todo lo que la tracción humana podía resistir.
Una vez
atravesada la vereda, y después de haber escuchado los gritos amenazadores de don
López, estaba la casa de Mary. Mary era la mamá de Esteban, un amigo de la
cuadra, que siempre estaba atenta a lo que ocurría en el barrio. Ella sabía
todo lo que pasaba entre el carnicero y la hija del panadero y hasta cuáles
eran los peores miedos de Camilo, el canillita de la zona. Sabía dónde
trabajaba cada uno de los vecinos y cuáles eran los horarios que cumplían. Una
vez, cuando fui a jugar a su casa con Esteban, noté que todo el tiempo estaba atenta a los
movimientos del exterior, los cuales observaba a través de su ventana
estratégicamente diseñada para que pueda verse perfectamente desde el interior
de la vivienda pero imposible de penetrar desde afuera. La gente vivía su vida
sin saber que eran vigilados todo el tiempo. Desde ese día, no pude volver a pasar
frente a la casa de Mary sin saludar con la mano en alto a la ventana,
conociendo el secreto que custodiaba. Siempre era el mismo resultado:
–¡Chau,
querido!– respondía desde adentro.
En la esquina,
estaba el kiosco de don Durán, más conocido como “lo Durán”. Atendido por su
dueño, un tipo al que todos llamaban “Vinagre”. Nunca supe el porqué del
sobrenombre, pero deduzco que se debía a que este señor tenía la cara arrugada
como si estuviese bebiendo un vaso lleno de su apodo. Vinagre era agrio, poco
cortés y malhumorado, pero como era el único kiosco del barrio, todos
terminábamos comprando igual en ese antro oscuro y sin simpatía, pero con caramelos
media hora y alfajores Tatín, los más ricos del mundo.
Doblando la
esquina estaba la casa de don Gervasio, que siempre nos dejaba subir a su árbol
de nísperos a recoger el anaranjado manjar. Como vivía solo, si no las compartía
con nosotros, las frutas se pudrían y ensuciaban todo el patio. De todos modos,
yo creo que era de buena onda que nos daba permiso para trepar a su árbol y no
por un servicio de limpieza encubierto.
Dos casas más
allá, tomando mates y siempre sentados en sus silletas azules, estaban Qiqa y
Rafa. Dos viejitos que estaban juntos desde toda la vida. Siempre sonriendo y saludándonos
con la mano cada vez que pasábamos, así lo hiciéramos veinte veces en media
hora. Imagino que debían tener una familia numerosa y esas cosas, pero yo nunca
la conocí.
Una cuadra más
adelante estaba la plaza Mitre. El lugar de encuentro de todos los pibes del
barrio y de otros personajes no tan simpáticos. Por ejemplo, del otro lado de
la calle, justo en frente de donde armábamos nuestra improvisada cancha de
fútbol, vivía una señora de avanzada edad de quien nunca supimos el nombre,
pero nosotros llamábamos “la vieja de las pelotas”, no porque fuera una señora
de mucho coraje, sino porque cada pelota que caía en su terreno, era una pelota
que dábamos por perdida. Esa señora debe haber tenido cerca de mil balones en
su poder. Sin exagerar.
En la otra
esquina, cruzando por la diagonal de la plaza, había una casa que pertenecía a
otra NN conocida como “la loca de los gatos”. Es fácil deducir su historia con
un apodo tan revelador. Sin embargo, el condimento de que, según se decía, escogió
a los gatos cuando su esposo le dio a elegir entre él o sus mascotas, le daba
un toque bizarro a la historia urbana. Cabe aclarar que el esposo, si es que
existió alguna vez, ya no vivía con ella.
Era muy fácil
darte cuenta de que estabas llegando a la plaza. Desde lejos se podía oír el
sonido agudo y clásico de los heladeros y sus bicicletas, que cargaban su
conservadora de telgopor, cual cofre de la fortuna ambulatorio. “Para Elisa”
solía ser la pieza clásica más recurrente, pero no era el track escogido lo que
hacía especial el sonido del heladero, sino la bocina poderosa que lo
reproducía, anunciando los manjares congelados de la Montevideana desde grandes
distancias. Imagino que lo hacían de este modo para que uno tuviera tiempo de pedirles
a los padres el dinero necesario y, sobre todo, convencerlos que te lo den.
En la plaza
nos encontrábamos casi siempre los mismos. Seba y Fer, mis dos grandes amigos y
titulares en mi equipo, Esteban, el hijo de Mary, la de la ventana, Manolo,
Fede, Guille y Balá, que llegaban de algunas cuadras más lejos, y siempre algún
que otro pibe de por ahí, que andaba de paso por nuestro grupo. La idea era
simple. Ahí nos reuníamos y decidíamos qué hacer. A veces, sin muchas vueltas, armábamos
la cancha y jugábamos al fútbol sin demasiadas reglas. Otras tantas salíamos a
andar en bici por el barrio en patota, donde pasar por la vereda de don López
era casi una obligación. De cuando en cuando, jugábamos al Ring Raje, al hoyo
pelota, a la bolilla sin cantitos o a la guerra con ruliglobos. Si nos
sorprendía la noche, sobre todo en verano cuando nos dejaban estar afuera hasta
más tarde, siempre se jugaba a la escondida u otro entretenimiento donde la
oscuridad sea una fiel aliada.
A veces,
mientras estábamos decidiendo qué hacer, pasaba Romina paseando su perro y ¡listo!,
se acababa la sinapsis. La más linda de todas y también la más cruel, porque
sabía que era linda. No hay peor combinación que belleza y conocimiento de la
misma. Sin embargo, todos estábamos enamorados de Romina, pero no importaba la
multitud. Teníamos decido apoyar al que ella eligiera. Quedaba todo en sus
manos.
Por el
contrario, muchas tardes era Cindy quién cruzaba la plaza y nosotros huíamos en
todas direcciones, junando desde lejos hasta que ella ya no estuviera. Era
gigante y siempre disfrutaba haciéndonos sufrir con golpes, empujones y coños.
Sabíamos que era una nena sólo por el nombre y porque para hacerse en su pelo
opaco una cola de caballo, usaba una gomita rosada.
Otro de los
personajes que solía irrumpir en las tardes de plaza era mi tío Noni, el
quinielero. Conocido por todos en el barrio ya que el servicio que brindaba era
muy solicitado. En esa época la quiniela clandestina era algo muy
contradictorio. Todos sabían que era ilegal y que estaba mal pero seguían
apostando en ella, en todos los sentidos de la palabra. La simpatía y el buen
humor de Noni hacían que el crimen fuera menos capital.
Todos estos
personajes formaron el ecosistema perfecto que me vio crecer. Mi pueblo, en
especial mi barrio, era de esos lugares donde “nunca pasa nada”. Lo que es muy
bueno, porque que pase algo quiere decir que hubo un crimen pasional, o un
abuso, o cualquier otra aberración que te puede hacer aparecer en las noticias
locales. Durante las siestas más calurosas, sólo faltaba la mota de cardos
rodando por la calle principal con la música de Camel de banda de sonido para
completar el paisaje tranquilo y apacible de Cerro Chico y su horizonte difuso
por el vapor de la tarde.
Sin embargo,
fue una tarde calurosa de enero cuando Remigio “Tapita” González decidió irrumpir
en nuestra plaza. Venía rodeado de un grupo de personas que lo vitoreaban y
alentaban a continuar su proeza, contando a viva voz cada vez que el ídolo
sumaba un golpe más. Remigio venía jugando con una tapita de Coca Cola, sin
dejar que esta toque el suelo, impulsada por su pie. El tipo habrá tenido unos
cuarenta años, el cabello oscuro largo y despeinado. Cargaba unos ojos claros y
luminosos, pero ausentes y lejanos.
Todos quedamos fascinados con su habilidad futbolera, pero particularmente
me atrapó su mirada fija en la tapita. Casi ni pestañaba. Parecía como si nada
existiera a su alrededor. Sólo esa tapita a la cual no podía quitarle los ojos
de encima.
Escuché a uno
de los pibes de la otra cuadra explicarle a Esteban quién era este nuevo
personaje que había revolucionado al pueblo con su presencia.
–Este es
Remigio “Tapita” González, ¿lo conocés?
–Ni idea. –respondió
Esteban intrigado.
–Es el que
jugó en Banfield y en Racing, que se volvió loco hace como 4 años…
–Ni idea, che.
–Sí, no sé qué
fue lo que le pasó cuando estaba pasando su mejor momento en Racing… y mirálo
ahora, haciendo jugaditas con una tapita en la plaza.
–Pero, ¿por
qué decís que se volvió loco? –interrogó mi vecino.
El pibe lo
miró raro.
–¿No lo ves? –le
dijo, señalando al centro de la multitud– Lo único que lo hace moverse es la
tapita.
Esteban
vaciló.
–Mirá, te voy
a mostrar.
Mientras decía
esto, empezó a hacerse lugar entre la gente que ya iba contando por el número
215. Después de forcejear un poco, pudo ubicarse en primera fila. Observó,
calculó y cuando la tapita estuvo al alcance de su mano, la atrapó en el aire y
la puso en su bolsillo.
De inmediato,
Remigio sufrió un reset al sistema operativo y quedó inmóvil, mirando más allá
de cualquier cosa. Perdido.
La multitud
dijo algunas guarangadas y de a poco se fue dispersando. Cuando volvimos a
quedar sólo nosotros en la plaza, el pibe de la otra cuadra le entregó la
tapita a Remigio que sin decir palabra la lanzó por el aire y comenzó
nuevamente a hacer jueguitos, mientras emprendía el regreso por el mismo camino
por el que había aparecido.
Puedo decir,
sin exagerar, que desde ese día mi vida nunca volvió a ser como antes. Quedé
obsesionado con este ser desafortunado. Resultó ser que Tapita había perdido el
juicio unos cuántos años atrás, cuando su carrera futbolística estaba en la
cima. Había muchas versiones acerca de cuál había sido el motivo que lo llevó a
convertirse en el loco del pueblo. Una corriente decía que su representante le
hizo una jugarreta que lo dejó arruinado y sin esposa, entiéndase sin muchas
explicaciones más. Otros sostenían que en un partido no muy importante, se armó
una gresca terrible y Remigio embocó a la carrera al árbitro del partido. Lo
sancionaron de por vida y no pudo recuperarse del impacto, aunque haya sido él
el que lo proporcionó. Nunca encontramos fuentes que apoyen esta versión.
No faltaban
las voces que recurrían a la historia típica del accidente de tránsito que se
cobró a toda su familia, tanto esposa, hijos y sus padres. Para algunos, él
conducía. Para otros, él no pudo viajar por cuestiones del calendario de AFA.
Investigando
un poco su carrera profesional, descubrí que el último registro de Remigio y el
deporte tenía que ver con un clásico de barrio. Parece que sobre la hora el
tipo tuvo la entereza de hacerse cargo de patear un penal cuando su equipo
perdía 1–2. Cuando tomó carrera y vio el miedo en la cara del arquero, supo que
esa tarde se coronaría ídolo. Sin embargo, cuando comenzó su veloz carrera para
impactar la pelota, desde la tribuna contraria arrojaron una tapita de Coca
Cola que fue trabarse justo en los tapones de su botín hábil. Esto hizo que
perdiera el equilibrio y casi cayéndose impactara el balón de la manera más
débil, vergonzosa y ridícula que se tenga memoria en los anales deportivos.
Obviamente, esta fue la versión que adoptamos en el barrio como verdadera. Era
la que mejor cuadraba con la realidad del Tapita que nosotros conocimos.
Después de su
primera aparición, se convirtió en un personaje habitual del paisaje de la
plaza. Nos acostumbramos a verlo cerca de las hamacas, desconectado de todo.
Podía estar horas inmóvil, con la mirada perdida, hasta quién sabe por qué
motivo se enchufaba con la tapita y comenzaba a hacer jugaditas sin detenerse. Sólo
mantenía relación con el mundo mientras jugaba con la tapa de Coca Cola.
Pero toda la
historia de Tapita había calado hondo en mi cabeza. Muchas veces me encontraba
recordando sus ojos perdidos y tratando de adivinar qué pudo haber empujado a
un hombre exitoso a convertirse en demente, estancado en este pueblo olvidado.
Algunas veces en la plaza intenté hablar con él, pero todos mis esfuerzos
fueron inútiles. Él no escuchaba.
Una tarde de
verano, una caliente lluvia me sorprendió a mitad de camino. Aceleré mis
pedaleadas y crucé todos los semáforos en rojo. Tracé en mi mente, al mejor
estilo GPS, un camino óptimo para esquivar calles transitadas y esquinas
complicadas y así poder llegar a casa antes de que se largara a llover con más
intensidad. Atravesando la plaza por el centro y a gran velocidad, pude divisar,
entre las gotas y la visera de mi gorra, a Remigio que hacía jueguitos con su
tapita. Sin pensarlo dos veces apreté los frenos y pedaleé hasta llegar a su
lado. Él no se percató de mi presencia.
–¡Ey! ¡Tapita!
–le grité, pero no respondió.
Lo observé un
rato jugar y quedé maravillado. La técnica era perfecta. Cómo doblaba el pie
para controlar la tapita. Los brazos flexionados manteniendo el equilibrio. El
tipo era un genio.
–¡Ey! ¡Loquito!
–probé esta vez.
Los ojos de
Tapita dieron dos giros completos, de abajo hacia arriba. Pestañó varias veces
y noté cómo la conciencia se apoderaba de su mirada.
–Yo no estoy
loco –me dijo con solemnidad.
–Claro… sí… –balbuceé–
Lo sé, lo sé… era una joda...
–De todos
modos –continuó– ¿qué es la locura? O visto de otro modo, ¿qué es estar cuerdo?
¿Es tener o carecer?
Atónito,
apenas atiné a no abrir demasiado la boca.
–Desde mi
rincón sólo veo gente necia incapaz de hacer otra cosa que contar. ¿Quién te
parece más loco ahora?
Pude cerrar mi
boca. Él siguió verborrágico:
–Dejáme
tranquilo, pibe. Ya va a llegar mi momento.
Dicho esto,
agarró su tapita y volvió a su estado anterior, desconectado y perdido.
Si estaba
obsesionado con Tapita, después de este encuentro, no pensaba casi en alguna
otra cosa. Todo tenía que ver con él. Pasaba horas mirándolo en la plaza, en el
barrio, en donde sea que estuviese, ahí estaba yo observando. Había veces que
me quedaba en la plaza sólo para estar con Tapita, mientras el resto de los
pibes andaba por ahí, tocando timbres o marcando veredas.
Con el tiempo,
me acostumbré a su compañía distante. De a poco, el pueblo también se acomodó a
su presencia. La revolución por Remigio ya no revolucionaba y lentamente se fue
mimetizando con el barrio.
Fue una tarde
de fútbol local que Tapita volvió a sacudir mi mundo.
Jugábamos la
final del campeonato regional contra Toritos de Chiclana, nuestro clásico de
barrio. Apenas dos calles separaban las dos canchas y la rivalidad crecía con
cada cotejo. Para colmo de males, hacía cinco partidos que nos tenían de hijos.
Llegamos hasta
esta instancia poniendo todo lo que había que poner. En el camino, superamos a
mejores equipos que el nuestro, pero con menos garra. El problema fue que todas
las batallas previas, y no exagero cuando digo batallas, nos dejaron diezmados.
Cuarenta días de yeso para el jugador más habilidoso del medio y un esguince en
el tobillo derecho de recuerdo a nuestro central más belicoso. La planilla la
firmamos apenas catorce jugadores y encima uno de ellos era el Tapita. Por
cuestiones que tienen que ver con el parentesco y acomodo con el técnico, el
nombre de Remigio González aparecía siempre en nuestras planillas, aunque nunca
había pisado la cancha por razones más que obvias. Se pasaba todo el partido
sentado en el banco, pero mirando hacia la tribuna, con su tapita de Coca en la
mano.
El partido
comenzó complicado. A los 10 minutos del primer tiempo, ya estábamos cansados
de sólo verle los números a los rivales. Los tipos tocaban con precisión,
abrían la cancha, se proyectaban y la iban a buscar. Nosotros, en cambio,
corríamos detrás de ellos, llegando tarde a las marcas y sin poder agarrar la
pelota. Nuestro arquero ya se había revolcado varias veces y se perfilaba para
ser el mejor del partido, si es que lograba mantener su valla inmaculada.
Todos miramos
el cielo y agradecimos cuando el referí indicó el comienzo del entretiempo.
–¡Muchachas! –dijo
con sarcasmo el DT– ¡Vamos a ponerle ganas, carajo! ¡Y tratemos de darle la
pelota a uno que tenga la misma camiseta que nosotros, por favor!
Movió el banco
e hizo dos cambios. Puso un defensor más y metió en el medio al negro Batata. Sacó
a uno de los delanteros que estaba cansado y al cinco, que había venido medio
copeteado de la noche anterior. La estrategia se caía de madura. Aguantar e
intentar llegar a la lotería de lo penales.
El segundo
tiempo comenzó igual que el primero. Tiki tiki de los otros y lengua afuera de
nosotros. Para complicar el panorama, cerca de los treinta minutos, el enganche
de ellos sacó un remate débil al arco y a nuestra mayor esperanza se le ocurre
dar un rebote largo. Si todos los defensores están dormidos y el nueve de ellos
es avispado y rápido, el desenlace es obvio. La mandó a guardar y a soportar el
festejo contrario.
Sacamos del
medio, ellos recuperan la pelota y el negro Batata, en un ataque de euforia, lo
partió al ocho de los otros. Roja y afuera. El panorama se complicaba
exponencialmente.
Entramos en un
descontrol general. Comenzamos a utilizar las patadas cómo único método de
freno a las corridas rivales. Los habilidosos de Toritos no paraban de dar
vueltas por el piso y nosotros no dejábamos de recibir tarjetas amarillas.
A los cuarenta
minutos, era la debacle total. Nos habían echado a cuatro jugadores y los siete
que quedábamos nos colgamos del travesaño. Rechazando de puntín lo más lejos posible
el balón. Fue ahí, en uno de esos pelotazos largos, que el Manguera Ramírez
comenzó a vestirse de héroe. El defensor de Toritos calculó mal y el pique lo traicionó.
Ramírez le ganó la espalda a toda velocidad, enfrentó al arquero que salía
desesperado para achicarle los espacios, hizo una gambeta larga y toco
suavecito al gol, con el guardameta ya desparramado.
Nos tomamos
como cinco minutos para festejar. No queríamos volver a la cancha. Sabíamos que
se iban a venir como una tromba enfurecida. Pudimos ver crecer el brillo del
odio en sus ojos voraces.
El árbitro
hizo la ve corta con su mano derecha indicando que íbamos a jugar dos minutos
más. Prácticamente se jugaba el partido en nuestra área. El arquero de Toritos
era un jugador de campo más y empujaba a su equipo desde la mitad del terreno
de juego.
El fútbol
tiene estas cosas. Es lo que hace que sea el deporte más lindo de todos. Porque
cuando nadie lo esperaba, Ramírez recogió un despeje cerca de la mitad de la
cancha. Un defensor se le vino encima como un toro enloquecido, pero el
Manguera la tocó por un lado y corrió por el otro. Sacando energías no sé de
donde, metió quinta y aceleró. Les ganó en velocidad a dos defensores que lo
corrieron de atrás como cincuenta metros. Se metió en el área, volvió a dejar
en el camino al arquero despatarrado, y cuando estaba por tocar el balón con la
zurda para terminar de consagrarse héroe, desde atrás, el arquero que se había
recuperado estoicamente, le tocó la pierna de apoyo con lo que le quedaba de
humanidad. Ramírez intentó pero no pudo mantener el equilibrio y dio tres giros
antes de quedar fusilado, gritando de dolor por el hombro dislocado en la
pirueta.
El árbitro,
que había seguido de cerca la jugada, no dudó y cobró penal. Nosotros corrimos a
abrazar a nuestro héroe, que se revolcaba de dolor. Pasó de todo en un minuto. Ellos
protestaron, nosotros también. El arquero se fue expulsado por último hombre, a
Ramírez se lo llevaron en una camilla precaria y yo acomodé la pelota en el
punto del penal.
En ese
momento, el técnico contrario se avivó. Llamó al capitán de su equipo y le dijo
algo al oído. Este volvió corriendo hasta donde estaba el referí y también le
habló al oído. El colegiado echó un vistazo rápido a la situación y me hizo una
seña para que me aproximara. Es una de las responsabilidades que tiene el ser
capitán del equipo, hablar con el árbitro cuando algo no está del todo bien.
–Mire, –me
dijo sin tutearme– me acabo de dar cuenta que sólo quedan seis jugadores en la
cancha… así que si no entra un jugador en reemplazo del que salió lesionado,
tengo que dar por terminado el partido y dárselo por ganado a Toritos 2 a 0.
Observé el
banco de suplentes y estaba desierto. En un extremo, nuestro entrenador se
agarraba la cabeza. En el otro, Remigio sostenía su tapita, mirando la tribuna
como el loco que era. Mientras caminaba hasta el banco busqué alguna solución a
la encrucijada que se nos presentaba, sin poder encontrarla.
–Lo único que
nos puede salvar es que éste entre a jugar –dijo el técnico, señalando con la
cabeza a Tapita.
Intentamos de
muchas maneras llamar la atención de Remigio sin resultados. Le hablamos primero,
lo sacudimos luego y finalmente lo sopapeamos y gritamos sin lograr que
siquiera nos mirar.
En un intento
desesperado, y recordando mi encuentro en la plaza aquella tarde lluviosa, le
dije casi en secreto.
–Dale, loco –enfaticé
la palabra loco y lo miré a los ojos– te necesitamos en el partido.
Tapita hizo
girar sus ojos dos veces como aquella otra vez. Me miró fijamente diez segundos
que parecieron mil. Guardó su tapita entre su media y la canillera y caminó
hacia el campo de juego. La hinchada enardeció. Si le faltaba un ingrediente a
este partido de locos era precisamente eso. Un loco en serio.
Entré con él a
la cancha y lo fue guiando hasta el área donde la pelota esperaba impaciente en
el punto del penal.
–Gracias, loco
–le dije amistosamente y sus ojos volvieron a girar.
El árbitro me
pidió que me apure, hizo seña de que adicionaría un minuto más por toda esta
demora, se fijó que la pelota estuviese en su lugar, habló con el arquero para
que no se adelante y se aprontó a dar la orden para que se ejecutara la pena
máxima.
Me acomodé
detrás del balón, tomé una carrera media y me perfilé para impactar con la
derecha, mi pierna más hábil.
El silbato del
juez quebró el silencio que permaneció expectante cuando el sonido agudo
finalizó. Con pasos cortos fui acortando la distancia a la pelota, observé al
arquero que se inclinó para la izquierda y decidí rematar al otro palo. La
pelota emprendió su camino sin girar, apenas levantándose del piso, acariciando
el césped que iba dejando atrás.
Es curioso ver
como el destino se divierte con nosotros. Porque aunque esto ya roce lo
inverosímil desde el otro sentido de la escala, el arquero utilizó la
inclinación hacia la izquierda como impulso para volar hacia la derecha. La
pelota se estrelló contra su mano diestra extendida y quedó picando, mansita,
sin cruzar la línea de meta.
Los defensores
pasaron por mi derecha y por mi izquierda. El rechazo era inminente y mi
agonía, eterna. Intenté reaccionar, pero sólo pude mirar más allá del balón
detenido. Caí de rodillas y me tapé la cara con las manos.
Es curioso ver
como el destino nos juega al truco con cartas marcadas. Porque cual justiciero
sin capa pero con botines, Tapita se hizo lugar entre las piernas contrarias y
saltando para superar al último rival, impactó de lleno al esférico que giró
varias veces antes de caer envuelto en la red vencida del arco enemigo.
El partido no
se reanudó. El festejo fue tal y la invasión incontenible, que el árbitro no
tuvo más remedio que finalizar el encuentro.
Es curioso ver
como el destino siempre tiene el as de espadas escondido por ahí. Porque en el medio de la
celebración, cuando mis compañeros eran alzados en hombros y los simpatizantes
los dejaban en calzoncillos, el Tapita llegó hasta donde yo permanecía
arrodillado. Desorientado, puede ver en sus ojos un brillo alegre que nunca
antes habían tenido.
Sacó la tapita
de su media y me la entregó. La tomé con mi mano temblorosa, perdido en mi
confusión. Se inclinó y me dijo al oído, casi como un suspiro de alivio:
–Gracias,
loco.
Mis ojos
giraron dos veces antes de detenerse en seco, mirando hacia ninguna parte, más
allá de la cancha y la cordura.
Tengo que
terminar esta historia porque me parece que al fin es mi momento. He ido de
cancha en cancha, de ciudad en ciudad, buscando mi oportunidad. Desde las
plazas y los potreros improvisados observo como la gente enloquece cada vez que
paso las cien jugaditas. Pero hoy puede que cambie mi suerte. La convocatoria
estuvo reducida y apenas fuimos trece jugadores los que llegamos a la cancha.
El DT ya hizo un cambio, gracias a Dios, y se acaba de lesionar el 8 por un
terrible patadón que le pegó el central cuando quiso rechazar una pelota que
quedó boyando en el área. Guardo la tapita entre mi media y la canillera. Muevo
la cabeza de un lado para el otro buscando concentración, dando pequeños
saltitos para no enfriarme. Hay penal para mi equipo.