Todo era quietud cuando Arturo Medina despertó esa
mañana antes de que sonara el despertador que había puesto por las dudas. Hoy
no podía quedarse dormido, aunque nunca lo hacía. En unos pocos minutos estaba
listo para enfrentarse con el mundo que lo aguardaba inquieto. Previo a cerrar
con llave la puerta de calle chequeó tener todo lo necesario en sus bolsillos.
En el delantero derecho estaban la llave del auto, monedas para los trapitos y
la lista con las cosas por conseguir y comprar. En el otro, el izquierdo, el
reloj con la malla rota. Había decidido que no valía la pena arreglarlo. En uno
de los bolsillos de atrás, la billetera con el dinero justo.
Hizo girar la llave, chequeó que la puerta
estuviera bien cerrada y caminó sin detenerse hasta el auto. En el camino, se
tomó su tiempo para saludar a Cristian, el vecino que vive pegadito a su casa,
hincha de Racing y que siempre lo gasta cuando pierde el cuadro de sus amores,
Independiente. Encima, con esto del descenso, está el doble de insoportable.
“Ya vendrán tiempos mejores” pensó mientras falseaba su sonrisa. A veces el
destino es tan sádico como para ponerte un vecino hincha del club que más odiás
en las peores épocas del tuyo. Encima el tipo es buena gente. Se va de tema con
las cargadas, pero siempre está cuando Arturo lo necesita y eso hace que toda
la cuestión sea más jodida. No se puede aborrecer al que te paga con
amabilidad, gauchadas y un poco de yerba cuando te olvidaste de comprar en
Super, que está más barata.
Una vez en el auto, llegó prácticamente sin
detenerse a una de las ferreterías más grandes del centro. En el barrio hay dos
negocios como este, pero ninguno tiene precios bajos. Además, en ninguno de
ellos atiende Julia, una rubia linda de ojos sinceros. Siempre busca algún
pretexto para acercarse hasta la ferretería y poder charlar con ella. A veces,
es un tornillo específico, otras, una hoja de sierra. Cualquier cosa es válida.
Lo importante es poder decir alguna tontería y quedar fascinado por la sonrisa
cómplice que siempre le devuelve la rubia.
Hoy no fue la excepción. Caminó hasta la caja
trayendo en un cesto lo que había comprado, ½ kilo de clavos, 2 hojas de papel
de lija y 6 metros de soga. Le pareció demasiada cantidad para lo que pensaba
armar, pero también sabía que era la primera vez que lo haría, así que estar
seguro que no se iba a quedar corto con los ingredientes, como le gusta llamar
a los materiales requeridos para llevar a cabo sus proyectos, era una necesidad.
Saludó y la rubia esbozó una sonrisa tímida. Hablaron, cruzaron miradas, se
desearon lo mejor, y salió a paso firme y ligero del lugar. Siempre sale ligero
del lugar porque extender la agonía de saber que ella todavía está al alcance
de sus ojos y no poder mirarla es una tortura que no soporta. Sin embargo,
conoce exactamente cuál es el punto en donde ella dejará de estar dentro de su
campo de visión y siempre, antes de dar el paso final, mira sobre sus hombros y
alcanza a ver que ella también está
mirándolo, esperando ese sutil saludo final. Hoy no lo hizo. No tuvo fuerzas. Sus
ojos eran la única cosa que lo podría hacer cambiar de opinión y no quiso
correr el riesgo.
Decidió llegar caminando a la casa de su tía
Pocha. En realidad, se llama Esnelina, así que él está agradecido por el apodo
aunque también le suene feo. Es preferible. Son varias cuadras, pero quiere
aprovechar el fresco para caminar y el estacionamiento ya pago por media hora
más en la ferretería.
Pensaba pasar de regreso por la casa de Julio.
Sospechaba que su presencia ayudaría a que su amigo, el mejor, se diera cuenta
que la cosa es en serio y necesita una
pronta definición. Igual, no creo que se demore mucho después de hoy. Será un
buen incentivo. Lo llamó por el celular mientras caminaba pero no lo atendió.
No cambia en nada, ya están todos los papeles en orden.
Ensimismado, llegó rápidamente a la casa de Pocha.
La tía lo saludó amorosamente. Él no está acostumbrado a las grandes
demostraciones de afectos. De todos modos, es su tía la que siempre le roba los
mejores abrazos y besos. Hablaron algunas pocas trivialidades antes de que ella le
entregara un paquete que ya traía con ella. Le dio un abrazo grande, un poco
más fuerte que de lo habitual y de inmediato estaba regresando al
estacionamiento donde su auto descansaba impávido.
En el camino a su casa sólo se detuvo en la
panadería donde compró 6 pancitos. Una tradición que no iba a dejar de realizar
hoy. Sobre todo hoy. Como siempre, le dieron dos bolsitas con 3 panes cada una.
Examinó las dos y eligió la de panes más grandes para el almuerzo postergando
la otra para la cena. Saludó y siguió su camino. Sabía que hoy no iba cocinar,
pero pensó que comprar los panes de todos modos era una buena idea, sobre todo
si era necesario engañar el estómago durante el día.
Las cosas salieron mejor que lo planeado y se
felicitó por eso. Sacó del bolsillo el reloj, apenas las 10.30. Le quedaba casi
todo el día para terminar. De igual manera, no se relajó. Al contrario, apenas
llegó a su casa se propuso terminar cuanto antes con lo que había iniciado ese
día.
Trabajó en su garaje durante unas horas sin pausa.
No detuvo su labor siquiera para ir al baño, y eso que estaba aguantando las
ganas de orinar. Cerca de las cuatro de la tarde, el pequeño caballete estaba
terminado y le habían sobrado más de la mitad de los clavos. Sabía que eran
demasiados. La escuadra era perfecta, la lija había dejado sin astillas la
madera y las medias eran las deseadas. Perfecto, como todo lo que proyectaba y
construía.
Se tomó un tiempo para analizar su obra y se
enorgulleció de su talento. Nunca había hecho algún curso o similar y sin embargo estaba seguro que podría hacerle
frente a cualquier carpintero en un mano a mano. Fue al baño. Suspiró aliviado.
Colocó el caballete en el sitio especial que había
preparado el día anterior y notó que era más petiso de lo que necesitaba. Algún
cálculo equivocado hizo que la altura no fuera la suficiente. Ni siquiera
maldijo por haber perdido todo un día de trabajo, pero sí lamentó haber
malgastado el único ingrediente que no había previsto reforzar. Echó un vistazo rápido al lugar y comprendió
que nada podría ayudarlo. Repitió el procedimiento en el living, con igual
resultado. En su habitación no tuvo mejor suerte. Sonrió por lo bajo cuando
encontró en la cocina la cacerola grande que su padre usaba para los locros y
las busecas familiares. Era del tamaño y la altura justa y como hacía años que
no se usaba, desde que su padre se había olvidado de vivir un día, nadie se iba
a preocupar por el uso que le iba a dar. Siempre se preguntó si morir era deja
de tener signos vitales o, en realidad, era dejar de vivir. Regresó al garaje a
terminar con su faena.
Trajo consigo el paquete que su tía le había
entregado durante la mañana y sacó una bolsa a cuadritos blancos y rojos, con
el nombre “Nacho” bordado en azul, en letras grandes. Era la bolsa que Nachito
iba a usar cuando asistiera al jardín. Estaba nueva. Sin uso. La observó
durante largo rato sin preocuparse por retener las lágrimas. Dobló
cuidadosamente la bolsa bicolor y la guardó en el bolsillo de su jean sucio por
el trabajo del día.
Buscó la soga que había comprado y notó, como
sospechaba, que con sólo cuatro metros hubiese alcanzado. Ató un extremo a una
columna vertical y cruzó el otro extremo por durmiente del techo de chapa de la
cochera. Hecho esto, armó el nudo que había practicado toda la semana con
dificultad. Nunca fue bueno con las sogas.
Puso la cacerola boca abajo sobre el caballete.
Escaló la construcción con cuidado, metió la cabeza en el hueco que formaban la
soga y el nudo, lo ciño bien contra su cuello porque sabía que no era la
presión si no el golpe lo que mataba. Respiró y saltó.
¡Crack!
El sonido perturbó apenas un segundo el silencio
del garaje. Algunos pocos espasmos sacudieron el cuerpo tibio antes que todo
fuera quietud otra vez.