"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


jueves, noviembre 21, 2013

El paisaje más hermoso del mundo



La belleza siempre es subjetiva. Lo que para algunos es bonito para otros puede llegar a ser detestable. Sin embargo, estoy seguro que nadie en mi lugar podría cerrar la boca ante el paisaje que estoy contemplando. Es una mezcla de colores y armonías, pinceladas locas y trazos formales. Es el paisaje más hermoso del mundo.

Fue mi madre quién me lo presentó. En realidad, yo lo conocía bien porque lo había cruzado infinidad de veces. Pero fue luego de mi primer desencanto con el amor cuando ella se revistió de sabiduría, me tomó de la mano y me hizo ver lo que siempre había estado ahí pero yo nunca había notado. Me enseñó a apreciar lo perfecto de la creación y hoy, cada vez que una lágrima desengañada decide aparecer en mis ojos, vuelvo al mismo lugar que merma mi dolor y reconforta mi alma.

Es muy complicado describirlo con palabras porque la imponencia y magnanimidad del espectáculo hacen que el lenguaje derrape una y otra vez buscando la expresión necesaria para figurarlo.  La montaña prominente y afilada quiebra el horizonte y es el punto más resaltante del paisaje. Es amplia en su comienzo y se va haciendo cada vez más angosta a medida que avanza su extensión, para terminar en un vértice tan diminuto que hasta para un águila sería complicado permanecer en él. En la base hay dos profundas cuevas casi simétricas. El negro es tan cerrado que nunca he podido ver más allá de sus entradas y los secretos del interior permanecen ajenos al mundo, solapados por la oscuridad que los envuelve.

Un poco antes de las cavernas reposan dos médanos extensos, atravesando casi de un extremo al otro la extensión del paisaje. El valle acorralado por el relieve deja ver de cuando en cuando un conjunto de piedras blancas alineadas perfectamente que reflejan el sol y brillan como estrellas diurnas en esa bóveda celeste terrenal.

Más allá de la montaña destellan dos ónices como lagos de cristal. Cuando sopla el viento, enmaraña las motas linderas que bailan al ritmo eólico que propone la brisa. No pasa siempre, pero muchas tardes despejadas, cuando el ocaso está naciendo y la luz cae como líneas pintadas con brasas encendidas, el cristal se vuelve tornasolado y las chispas que irradia iluminan todo el lienzo perfecto, trazado con colores y formas cuál mano humana jamás podrá reproducir.

Una meseta desierta nace donde el sol cae y se extiende cubriendo el resto de lo que alcanzo a ver desde mi lugar preferido para observar el cuadro total. Las sombras de las elevaciones que se irguen desafiantes se proyectan dibujando figuras danzantes que incrementan su tamaño y se van deformando a medida que el astro va retirándose del día.

Cada parte por separado es hermosa en sí misma, pero cuando se fusiona con la pieza vecina, amalgamándose  perfectamente, formando así un todo fantástico, que si no estuviera viendo pensaría que es irreal, solamente puedo exclamar “¡Mierda, che! ¿Cómo carajo puedo ser tan lindo?” La verdad, se pasó mi vieja cuando me mostró todo esto por primera vez en el mismo espejo, roto y viejo, donde hoy estoy  mirándome mientras me lavo la cara intentando despabilarme para terminar el día con las pilas recargadas. 



jueves, noviembre 14, 2013

Desorden


Todo el universo se mueve bajo un perfecto orden establecido. Es un reloj suizo avanzando con precisión milimétrica en cada tic tac. La física rige los fenómenos que se suceden cotidianamente y ninguno logra escaparse de las leyes impuestas. Los planetas persiguen obedientes las órbitas fijadas desde siempre. Los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren, dóciles en esta secuencia inalterable. El agua transita por su ciclo permanente, los cometas no desvían su rumbo, la luna yira todas las noches y el sol contempla los rostros de la Tierra cada día. Incluso el caos está regulado. Las fuerzas del cosmos complotan contra cualquier evento que consigue salirse de los límites del control natural.

Sin embargo, un día y sólo una vez, sucede una anomalía que escapa a las supervisiones celestes y entonces nace la magia. Pero la verdadera, la que no se puede explicar con alambres invisibles y cajas de doble fondo. Esa magia que algunos llaman amor.

Puede suceder también, que justo ese descalibre de la realidad te alcanza a vos, que transitás esta vida sin mucho despabile. Puede que sea por el destino que se divierte,  o tal vez sea por casualidad o, simplemente,  por capricho, que las cosas no ocurren como deberían ocurrir.

La mina estaba tan buena que se partía sola. Era morocha y alta, con el cabello ondulado resaltando sus ojos verdes y grandes, como aceitunas fastuosas. Llevaba un escote que encuadraba el bamboleo resultante de cada paso que daba. Completaba el marco infernal una pollera negra que resaltaba sus montañas voluptuosas.

Nuestros caminos se cruzaron a mitad de cuadra entre Ezpeleta y Candiotti. La morocha me miró fijo a los ojos y yo tuve que levantar la vista cuando me percaté  que ella lo estaba haciendo. Fue en ese coincidir que vi la oportunidad del desajuste que tanto había estado buscando. Sabía que lo necesitaba para seguir. Lo había perseguido  desesperado en cada esquina, detrás de cada puerta cerrada, en cada una de las miradas frías y crueles de todos los ojos bellos.

–Disculpame –dijo y yo sentí un coro angelical cantar –. Estoy un poco perdida… ¿Sabés dónde queda la calle Piedrabuena?

Lo bueno es que sabía. Le indiqué el camino intentado estirar el momento. Una vez ubicada la calle, le pregunté:
–¿Buscás un negocio o algo en especial?
–Sí, el estudio contable Molina Dans –siguió cantando el coro.
–Sí, conozco… es derecho por acá –señalé con la mano– dos cuadras, hasta Piedrabuena. Doblás la derecha media cuadra y ahí lo vas a ver… tiene un cartel, a mano derecha.
Conocía muy bien el lugar.
–Pero apenas son las ocho y media… y recién a las nueve empiezan a atender.
Me miró confundida.
–Te aviso –seguí con mi labia– porque esa no es una linda zona como para estar esperando en la calle.
Entendió lo que le decía e hizo un gesto con la cara. Fue ahí cuando me lancé a desequilibrar el universo.
–Mirá –respiré hondo– de camino para el estudio hay un café… Digo, antes de esperar en la calle… ¿qué te parece?
La morocha sintió el impacto. Pestañeó un poco más rápido que lo habitual y se tomó su tiempo para responder. Su cabeza procesó toda la situación a mil por hora. Evaluó las diferencias, las necesidades y las consecuencias de sus próximas palabras.
–Ok –dijo y rubricó una sonrisa cómplice con sus ojos pícaros–. Dale, vamos… pero sólo un café –intentó minimizar la situación.

Pude escuchar los golpes de mi corazón rebotando contra mi pecho, intentado escaparse. Hice una pausa antes de responder.
–No, no… No me entendiste –escuché los aplausos de todos los rechazados del universo. La balanza de la justicia golpeó ruidosamente y se desacomodaron los contrapesos debido al estrepitoso desbalance–. Yo me estoy yendo a trabajar, no tengo tiempo para tomar un café con vos. Te decía para que sepas donde hay un lugar donde podés esperar un rato, nada más.

De inmediato, los guardianes del orden iniciaron el protocolo adecuado y aunque intenté resistirme con una sonrisa socarrona,  la equidad se estableció al instante. ¿Dónde se ha visto que el árbol mee al perro o que el bife corte al cuchillo? Los rebeldes siempre han sido inadmisibles.
La expresión en los ojos de la morocha se transformó. Me miró de arriba hacia abajo, luego a la inversa y ni siquiera se dignó a responder.
Giró con despecho la cabeza sacudiendo sus bucles. Se alejó con elegantes zancadas dejándome solo, pero sabiéndome vencedor.
Después de unos cuantos pasos, desde una obra en construcción alguien le gritó:
–¿Dónde lo vas a tirar que lo revoleás  tanto?

La mina siguió su camino como si no hubiese escuchado y desapareció doblando en la esquina, inmutable,  ostentando su escote y trayendo  orden al universo descolocado.  


Viuda


    –Contigo pan y cebolla, decías –bufó, con el rímel intacto, a su esposo que yacía inerte en el cajón con un agujero de bala en la sien– ¡Desgraciado! Esperáme no más… ya vas a ver. No te vas a librar de mí ni en el infierno en que debés estar quemándote el culo. ¡Guampudo!


jueves, noviembre 07, 2013

La hora, referí


Todo barrio que se respete debe tener una cierta cantidad de criaturas asombrosas. Algo así como la fauna autóctona de la cuadra. Los debe tener variados y de todos los colores, de distintos caracteres, tamaños y proximidades. Pero, sobre todas las cosas, para pertenecer a la sublime estirpe de personajes barriales tienen que cumplir la regla por excelencia: deben ser únicos

El barrio Belgrano, donde crecí, en el centro de Cerro Chico, no fue la excepción. Sólo en mi manzana existía una gran variedad de entidades barriales inigualables, y si expandíamos la geografía una par de cuadras más, la cosa sí que se ponía realmente interesante.

Una tarde cualquiera, seguramente comenzaba con finalizar los deberes después de comer para poder salir a jugar afuera. Agarraba mi bicicleta colorada, la misma que mi hermano vendió unos años más tarde para juntar plata y poder viajar a un cumpleaños de 15, y salía disparado para la calle de carbonilla, polvorienta y sanguinaria. Sí, sanguinaria, porque si te caías de tu rodado las cicatrices que conseguías te duraban para toda la vida. Era cuestión de mirar con detenimiento el suelo seco para encontrar, sin dificultades, jirones de piel de los ciclistas menos aptos desparramados por toda la calle. Sanguinaria.

Mi casa estaba al fondo de la casa de mis abuelos. Al lado de la casa de ellos, apenas separada por un pasillo que llevaba a otra casa interna, estaba la casa de Gilda. Una señora regordeta que me esperaba todas las tardes para que tomara la leche chocolatada y mirara Tom y Jerry tirado en el sillón más mullido del living. Me convidaba unas galletitas gigantes, tipo disco de empanadas, de masa vainilla con cobertura de chocolate, que no se conseguían en ningún otro lugar. No sé por qué lo hacía, porque tenía su familia, sus hijos, sus cosas que atender, pero todos los días, como a las cinco de la tarde, era impostergable la cita que tenía con ella y su merienda.

En la segunda casa, desde la mía y hacia la plaza, vivía don López. Un viejo cascarrabias que odiaba que dejáramos marcada su vereda con las ruedas de las bicicletas. El asunto era que su vereda poseía unas baldosas que tenían el relieve ideal para sentir toda la adrenalina de un terremoto 10.0 en escala de Richter, esto sumado al sonido motoril que producía el caucho contra las canaletitas del piso, hacían que fuera imposible resistir la tentación de cruzar esos 40 metros de vereda a todo lo que la tracción humana podía resistir.

Una vez atravesada la vereda, y después de haber escuchado los gritos amenazadores de don López, estaba la casa de Mary. Mary era la mamá de Esteban, un amigo de la cuadra, que siempre estaba atenta a lo que ocurría en el barrio. Ella sabía todo lo que pasaba entre el carnicero y la hija del panadero y hasta cuáles eran los peores miedos de Camilo, el canillita de la zona. Sabía dónde trabajaba cada uno de los vecinos y cuáles eran los horarios que cumplían. Una vez, cuando fui a jugar a su casa con Esteban, noté que  todo el tiempo estaba atenta a los movimientos del exterior, los cuales observaba a través de su ventana estratégicamente diseñada para que pueda verse perfectamente desde el interior de la vivienda pero imposible de penetrar desde afuera. La gente vivía su vida sin saber que eran vigilados todo el tiempo. Desde ese día, no pude volver a pasar frente a la casa de Mary sin saludar con la mano en alto a la ventana, conociendo el secreto que custodiaba. Siempre era el mismo resultado:
–¡Chau, querido!– respondía desde adentro.

En la esquina, estaba el kiosco de don Durán, más conocido como “lo Durán”. Atendido por su dueño, un tipo al que todos llamaban “Vinagre”. Nunca supe el porqué del sobrenombre, pero deduzco que se debía a que este señor tenía la cara arrugada como si estuviese bebiendo un vaso lleno de su apodo. Vinagre era agrio, poco cortés y malhumorado, pero como era el único kiosco del barrio, todos terminábamos comprando igual en ese antro oscuro y sin simpatía, pero con caramelos media hora y alfajores Tatín, los más ricos del mundo.

Doblando la esquina estaba la casa de don Gervasio, que siempre nos dejaba subir a su árbol de nísperos a recoger el anaranjado manjar. Como vivía solo, si no las compartía con nosotros, las frutas se pudrían y ensuciaban todo el patio. De todos modos, yo creo que era de buena onda que nos daba permiso para trepar a su árbol y no por un servicio de limpieza encubierto.

Dos casas más allá, tomando mates y siempre sentados en sus silletas azules, estaban Qiqa y Rafa. Dos viejitos que estaban juntos desde toda la vida. Siempre sonriendo y saludándonos con la mano cada vez que pasábamos, así lo hiciéramos veinte veces en media hora. Imagino que debían tener una familia numerosa y esas cosas, pero yo nunca la conocí.

Una cuadra más adelante estaba la plaza Mitre. El lugar de encuentro de todos los pibes del barrio y de otros personajes no tan simpáticos. Por ejemplo, del otro lado de la calle, justo en frente de donde armábamos nuestra improvisada cancha de fútbol, vivía una señora de avanzada edad de quien nunca supimos el nombre, pero nosotros llamábamos “la vieja de las pelotas”, no porque fuera una señora de mucho coraje, sino porque cada pelota que caía en su terreno, era una pelota que dábamos por perdida. Esa señora debe haber tenido cerca de mil balones en su poder. Sin exagerar.

En la otra esquina, cruzando por la diagonal de la plaza, había una casa que pertenecía a otra NN conocida como “la loca de los gatos”. Es fácil deducir su historia con un apodo tan revelador. Sin embargo, el condimento de que, según se decía, escogió a los gatos cuando su esposo le dio a elegir entre él o sus mascotas, le daba un toque bizarro a la historia urbana. Cabe aclarar que el esposo, si es que existió alguna vez, ya no vivía con ella.

Era muy fácil darte cuenta de que estabas llegando a la plaza. Desde lejos se podía oír el sonido agudo y clásico de los heladeros y sus bicicletas, que cargaban su conservadora de telgopor, cual cofre de la fortuna ambulatorio. “Para Elisa” solía ser la pieza clásica más recurrente, pero no era el track escogido lo que hacía especial el sonido del heladero, sino la bocina poderosa que lo reproducía, anunciando los manjares congelados de la Montevideana desde grandes distancias. Imagino que lo hacían de este modo para que uno tuviera tiempo de pedirles a los padres el dinero necesario y, sobre todo, convencerlos que te lo den.

En la plaza nos encontrábamos casi siempre los mismos. Seba y Fer, mis dos grandes amigos y titulares en mi equipo, Esteban, el hijo de Mary, la de la ventana, Manolo, Fede, Guille y Balá, que llegaban de algunas cuadras más lejos, y siempre algún que otro pibe de por ahí, que andaba de paso por nuestro grupo. La idea era simple. Ahí nos reuníamos y decidíamos qué hacer. A veces, sin muchas vueltas, armábamos la cancha y jugábamos al fútbol sin demasiadas reglas. Otras tantas salíamos a andar en bici por el barrio en patota, donde pasar por la vereda de don López era casi una obligación. De cuando en cuando, jugábamos al Ring Raje, al hoyo pelota, a la bolilla sin cantitos o a la guerra con ruliglobos. Si nos sorprendía la noche, sobre todo en verano cuando nos dejaban estar afuera hasta más tarde, siempre se jugaba a la escondida u otro entretenimiento donde la oscuridad sea una fiel aliada.

A veces, mientras estábamos decidiendo qué hacer, pasaba Romina paseando su perro y ¡listo!, se acababa la sinapsis. La más linda de todas y también la más cruel, porque sabía que era linda. No hay peor combinación que belleza y conocimiento de la misma. Sin embargo, todos estábamos enamorados de Romina, pero no importaba la multitud. Teníamos decido apoyar al que ella eligiera. Quedaba todo en sus manos.

Por el contrario, muchas tardes era Cindy quién cruzaba la plaza y nosotros huíamos en todas direcciones, junando desde lejos hasta que ella ya no estuviera. Era gigante y siempre disfrutaba haciéndonos sufrir con golpes, empujones y coños. Sabíamos que era una nena sólo por el nombre y porque para hacerse en su pelo opaco una cola de caballo, usaba una gomita rosada.

Otro de los personajes que solía irrumpir en las tardes de plaza era mi tío Noni, el quinielero. Conocido por todos en el barrio ya que el servicio que brindaba era muy solicitado. En esa época la quiniela clandestina era algo muy contradictorio. Todos sabían que era ilegal y que estaba mal pero seguían apostando en ella, en todos los sentidos de la palabra. La simpatía y el buen humor de Noni hacían que el crimen fuera menos capital.

Todos estos personajes formaron el ecosistema perfecto que me vio crecer. Mi pueblo, en especial mi barrio, era de esos lugares donde “nunca pasa nada”. Lo que es muy bueno, porque que pase algo quiere decir que hubo un crimen pasional, o un abuso, o cualquier otra aberración que te puede hacer aparecer en las noticias locales. Durante las siestas más calurosas, sólo faltaba la mota de cardos rodando por la calle principal con la música de Camel de banda de sonido para completar el paisaje tranquilo y apacible de Cerro Chico y su horizonte difuso por el vapor de la tarde.

Sin embargo, fue una tarde calurosa de enero cuando Remigio “Tapita” González decidió irrumpir en nuestra plaza. Venía rodeado de un grupo de personas que lo vitoreaban y alentaban a continuar su proeza, contando a viva voz cada vez que el ídolo sumaba un golpe más. Remigio venía jugando con una tapita de Coca Cola, sin dejar que esta toque el suelo, impulsada por su pie. El tipo habrá tenido unos cuarenta años, el cabello oscuro largo y despeinado. Cargaba unos ojos claros y luminosos, pero ausentes y lejanos.  Todos quedamos fascinados con su habilidad futbolera, pero particularmente me atrapó su mirada fija en la tapita. Casi ni pestañaba. Parecía como si nada existiera a su alrededor. Sólo esa tapita a la cual no podía quitarle los ojos de encima.

Escuché a uno de los pibes de la otra cuadra explicarle a Esteban quién era este nuevo personaje que había revolucionado al pueblo con su presencia.

–Este es Remigio “Tapita” González, ¿lo conocés?
–Ni idea. –respondió Esteban intrigado.
–Es el que jugó en Banfield y en Racing, que se volvió loco hace como 4 años…
–Ni idea, che.
–Sí, no sé qué fue lo que le pasó cuando estaba pasando su mejor momento en Racing… y mirálo ahora, haciendo jugaditas con una tapita en la plaza.
–Pero, ¿por qué decís que se volvió loco? –interrogó mi vecino.
El pibe lo miró raro.
–¿No lo ves? –le dijo, señalando al centro de la multitud– Lo único que lo hace moverse es la tapita.
Esteban vaciló.
–Mirá, te voy a mostrar.
Mientras decía esto, empezó a hacerse lugar entre la gente que ya iba contando por el número 215. Después de forcejear un poco, pudo ubicarse en primera fila. Observó, calculó y cuando la tapita estuvo al alcance de su mano, la atrapó en el aire y la puso en su bolsillo.
De inmediato, Remigio sufrió un reset al sistema operativo y quedó inmóvil, mirando más allá de cualquier cosa. Perdido.
La multitud dijo algunas guarangadas y de a poco se fue dispersando. Cuando volvimos a quedar sólo nosotros en la plaza, el pibe de la otra cuadra le entregó la tapita a Remigio que sin decir palabra la lanzó por el aire y comenzó nuevamente a hacer jueguitos, mientras emprendía el regreso por el mismo camino por el que había aparecido.



Puedo decir, sin exagerar, que desde ese día mi vida nunca volvió a ser como antes. Quedé obsesionado con este ser desafortunado. Resultó ser que Tapita había perdido el juicio unos cuántos años atrás, cuando su carrera futbolística estaba en la cima. Había muchas versiones acerca de cuál había sido el motivo que lo llevó a convertirse en el loco del pueblo. Una corriente decía que su representante le hizo una jugarreta que lo dejó arruinado y sin esposa, entiéndase sin muchas explicaciones más. Otros sostenían que en un partido no muy importante, se armó una gresca terrible y Remigio embocó a la carrera al árbitro del partido. Lo sancionaron de por vida y no pudo recuperarse del impacto, aunque haya sido él el que lo proporcionó. Nunca encontramos fuentes que apoyen esta versión.
No faltaban las voces que recurrían a la historia típica del accidente de tránsito que se cobró a toda su familia, tanto esposa, hijos y sus padres. Para algunos, él conducía. Para otros, él no pudo viajar por cuestiones del calendario de AFA.
Investigando un poco su carrera profesional, descubrí que el último registro de Remigio y el deporte tenía que ver con un clásico de barrio. Parece que sobre la hora el tipo tuvo la entereza de hacerse cargo de patear un penal cuando su equipo perdía 1–2. Cuando tomó carrera y vio el miedo en la cara del arquero, supo que esa tarde se coronaría ídolo. Sin embargo, cuando comenzó su veloz carrera para impactar la pelota, desde la tribuna contraria arrojaron una tapita de Coca Cola que fue trabarse justo en los tapones de su botín hábil. Esto hizo que perdiera el equilibrio y casi cayéndose impactara el balón de la manera más débil, vergonzosa y ridícula que se tenga memoria en los anales deportivos. Obviamente, esta fue la versión que adoptamos en el barrio como verdadera. Era la que mejor cuadraba con la realidad del Tapita que nosotros conocimos.

Después de su primera aparición, se convirtió en un personaje habitual del paisaje de la plaza. Nos acostumbramos a verlo cerca de las hamacas, desconectado de todo. Podía estar horas inmóvil, con la mirada perdida, hasta quién sabe por qué motivo se enchufaba con la tapita y comenzaba a hacer jugaditas sin detenerse. Sólo mantenía relación con el mundo mientras jugaba con la tapa de Coca Cola.

Pero toda la historia de Tapita había calado hondo en mi cabeza. Muchas veces me encontraba recordando sus ojos perdidos y tratando de adivinar qué pudo haber empujado a un hombre exitoso a convertirse en demente, estancado en este pueblo olvidado. Algunas veces en la plaza intenté hablar con él, pero todos mis esfuerzos fueron inútiles. Él no escuchaba.

Una tarde de verano, una caliente lluvia me sorprendió a mitad de camino. Aceleré mis pedaleadas y crucé todos los semáforos en rojo. Tracé en mi mente, al mejor estilo GPS, un camino óptimo para esquivar calles transitadas y esquinas complicadas y así poder llegar a casa antes de que se largara a llover con más intensidad. Atravesando la plaza por el centro y a gran velocidad, pude divisar, entre las gotas y la visera de mi gorra, a Remigio que hacía jueguitos con su tapita. Sin pensarlo dos veces apreté los frenos y pedaleé hasta llegar a su lado. Él no se percató de mi presencia.
–¡Ey! ¡Tapita! –le grité, pero no respondió.
Lo observé un rato jugar y quedé maravillado. La técnica era perfecta. Cómo doblaba el pie para controlar la tapita. Los brazos flexionados manteniendo el equilibrio. El tipo era un genio.
–¡Ey! ¡Loquito! –probé esta vez.
Los ojos de Tapita dieron dos giros completos, de abajo hacia arriba. Pestañó varias veces y noté cómo la conciencia se apoderaba de su mirada.
–Yo no estoy loco –me dijo con solemnidad.
–Claro… sí… –balbuceé– Lo sé, lo sé… era una joda...
–De todos modos –continuó– ¿qué es la locura? O visto de otro modo, ¿qué es estar cuerdo? ¿Es tener o carecer?
Atónito, apenas atiné a no abrir demasiado la boca.
–Desde mi rincón sólo veo gente necia incapaz de hacer otra cosa que contar. ¿Quién te parece más loco ahora?
Pude cerrar mi boca. Él siguió verborrágico:
–Dejáme tranquilo, pibe. Ya va a llegar mi momento.
Dicho esto, agarró su tapita y volvió a su estado anterior, desconectado y perdido.

Si estaba obsesionado con Tapita, después de este encuentro, no pensaba casi en alguna otra cosa. Todo tenía que ver con él. Pasaba horas mirándolo en la plaza, en el barrio, en donde sea que estuviese, ahí estaba yo observando. Había veces que me quedaba en la plaza sólo para estar con Tapita, mientras el resto de los pibes andaba por ahí, tocando timbres o marcando veredas.
Con el tiempo, me acostumbré a su compañía distante. De a poco, el pueblo también se acomodó a su presencia. La revolución por Remigio ya no revolucionaba y lentamente se fue mimetizando con el barrio.

Fue una tarde de fútbol local que Tapita volvió a sacudir mi mundo.
Jugábamos la final del campeonato regional contra Toritos de Chiclana, nuestro clásico de barrio. Apenas dos calles separaban las dos canchas y la rivalidad crecía con cada cotejo. Para colmo de males, hacía cinco partidos que nos tenían de hijos.
Llegamos hasta esta instancia poniendo todo lo que había que poner. En el camino, superamos a mejores equipos que el nuestro, pero con menos garra. El problema fue que todas las batallas previas, y no exagero cuando digo batallas, nos dejaron diezmados. Cuarenta días de yeso para el jugador más habilidoso del medio y un esguince en el tobillo derecho de recuerdo a nuestro central más belicoso. La planilla la firmamos apenas catorce jugadores y encima uno de ellos era el Tapita. Por cuestiones que tienen que ver con el parentesco y acomodo con el técnico, el nombre de Remigio González aparecía siempre en nuestras planillas, aunque nunca había pisado la cancha por razones más que obvias. Se pasaba todo el partido sentado en el banco, pero mirando hacia la tribuna, con su tapita de Coca en la mano.

El partido comenzó complicado. A los 10 minutos del primer tiempo, ya estábamos cansados de sólo verle los números a los rivales. Los tipos tocaban con precisión, abrían la cancha, se proyectaban y la iban a buscar. Nosotros, en cambio, corríamos detrás de ellos, llegando tarde a las marcas y sin poder agarrar la pelota. Nuestro arquero ya se había revolcado varias veces y se perfilaba para ser el mejor del partido, si es que lograba mantener su valla inmaculada.
Todos miramos el cielo y agradecimos cuando el referí indicó el comienzo del entretiempo.
–¡Muchachas! –dijo con sarcasmo el DT– ¡Vamos a ponerle ganas, carajo! ¡Y tratemos de darle la pelota a uno que tenga la misma camiseta que nosotros, por favor!
Movió el banco e hizo dos cambios. Puso un defensor más y metió en el medio al negro Batata. Sacó a uno de los delanteros que estaba cansado y al cinco, que había venido medio copeteado de la noche anterior. La estrategia se caía de madura. Aguantar e intentar llegar a la lotería de lo penales.

El segundo tiempo comenzó igual que el primero. Tiki tiki de los otros y lengua afuera de nosotros. Para complicar el panorama, cerca de los treinta minutos, el enganche de ellos sacó un remate débil al arco y a nuestra mayor esperanza se le ocurre dar un rebote largo. Si todos los defensores están dormidos y el nueve de ellos es avispado y rápido, el desenlace es obvio. La mandó a guardar y a soportar el festejo contrario.
Sacamos del medio, ellos recuperan la pelota y el negro Batata, en un ataque de euforia, lo partió al ocho de los otros. Roja y afuera. El panorama se complicaba exponencialmente.
Entramos en un descontrol general. Comenzamos a utilizar las patadas cómo único método de freno a las corridas rivales. Los habilidosos de Toritos no paraban de dar vueltas por el piso y nosotros no dejábamos de recibir tarjetas amarillas.
A los cuarenta minutos, era la debacle total. Nos habían echado a cuatro jugadores y los siete que quedábamos nos colgamos del travesaño. Rechazando de puntín lo más lejos posible el balón. Fue ahí, en uno de esos pelotazos largos, que el Manguera Ramírez comenzó a vestirse de héroe. El defensor de Toritos calculó mal y el pique lo traicionó. Ramírez le ganó la espalda a toda velocidad, enfrentó al arquero que salía desesperado para achicarle los espacios, hizo una gambeta larga y toco suavecito al gol, con el guardameta ya desparramado.
Nos tomamos como cinco minutos para festejar. No queríamos volver a la cancha. Sabíamos que se iban a venir como una tromba enfurecida. Pudimos ver crecer el brillo del odio en sus ojos voraces.
El árbitro hizo la ve corta con su mano derecha indicando que íbamos a jugar dos minutos más. Prácticamente se jugaba el partido en nuestra área. El arquero de Toritos era un jugador de campo más y empujaba a su equipo desde la mitad del terreno de juego.

El fútbol tiene estas cosas. Es lo que hace que sea el deporte más lindo de todos. Porque cuando nadie lo esperaba, Ramírez recogió un despeje cerca de la mitad de la cancha. Un defensor se le vino encima como un toro enloquecido, pero el Manguera la tocó por un lado y corrió por el otro. Sacando energías no sé de donde, metió quinta y aceleró. Les ganó en velocidad a dos defensores que lo corrieron de atrás como cincuenta metros. Se metió en el área, volvió a dejar en el camino al arquero despatarrado, y cuando estaba por tocar el balón con la zurda para terminar de consagrarse héroe, desde atrás, el arquero que se había recuperado estoicamente, le tocó la pierna de apoyo con lo que le quedaba de humanidad. Ramírez intentó pero no pudo mantener el equilibrio y dio tres giros antes de quedar fusilado, gritando de dolor por el hombro dislocado en la pirueta.
El árbitro, que había seguido de cerca la jugada, no dudó y cobró penal. Nosotros corrimos a abrazar a nuestro héroe, que se revolcaba de dolor. Pasó de todo en un minuto. Ellos protestaron, nosotros también. El arquero se fue expulsado por último hombre, a Ramírez se lo llevaron en una camilla precaria y yo acomodé la pelota en el punto del penal.
En ese momento, el técnico contrario se avivó. Llamó al capitán de su equipo y le dijo algo al oído. Este volvió corriendo hasta donde estaba el referí y también le habló al oído. El colegiado echó un vistazo rápido a la situación y me hizo una seña para que me aproximara. Es una de las responsabilidades que tiene el ser capitán del equipo, hablar con el árbitro cuando algo no está del todo bien.
–Mire, –me dijo sin tutearme– me acabo de dar cuenta que sólo quedan seis jugadores en la cancha… así que si no entra un jugador en reemplazo del que salió lesionado, tengo que dar por terminado el partido y dárselo por ganado a Toritos 2 a 0.
Observé el banco de suplentes y estaba desierto. En un extremo, nuestro entrenador se agarraba la cabeza. En el otro, Remigio sostenía su tapita, mirando la tribuna como el loco que era. Mientras caminaba hasta el banco busqué alguna solución a la encrucijada que se nos presentaba, sin poder encontrarla.
–Lo único que nos puede salvar es que éste entre a jugar –dijo el técnico, señalando con la cabeza a Tapita.
Intentamos de muchas maneras llamar la atención de Remigio sin resultados. Le hablamos primero, lo sacudimos luego y finalmente lo sopapeamos y gritamos sin lograr que siquiera nos mirar.
En un intento desesperado, y recordando mi encuentro en la plaza aquella tarde lluviosa, le dije casi en secreto.
–Dale, loco –enfaticé la palabra loco y lo miré a los ojos– te necesitamos en el partido.
Tapita hizo girar sus ojos dos veces como aquella otra vez. Me miró fijamente diez segundos que parecieron mil. Guardó su tapita entre su media y la canillera y caminó hacia el campo de juego. La hinchada enardeció. Si le faltaba un ingrediente a este partido de locos era precisamente eso. Un loco en serio.
Entré con él a la cancha y lo fue guiando hasta el área donde la pelota esperaba impaciente en el punto del penal.
–Gracias, loco –le dije amistosamente y sus ojos volvieron a girar.
El árbitro me pidió que me apure, hizo seña de que adicionaría un minuto más por toda esta demora, se fijó que la pelota estuviese en su lugar, habló con el arquero para que no se adelante y se aprontó a dar la orden para que se ejecutara la pena máxima.
Me acomodé detrás del balón, tomé una carrera media y me perfilé para impactar con la derecha, mi pierna más hábil.
El silbato del juez quebró el silencio que permaneció expectante cuando el sonido agudo finalizó. Con pasos cortos fui acortando la distancia a la pelota, observé al arquero que se inclinó para la izquierda y decidí rematar al otro palo. La pelota emprendió su camino sin girar, apenas levantándose del piso, acariciando el césped que iba dejando atrás.
Es curioso ver como el destino se divierte con nosotros. Porque aunque esto ya roce lo inverosímil desde el otro sentido de la escala, el arquero utilizó la inclinación hacia la izquierda como impulso para volar hacia la derecha. La pelota se estrelló contra su mano diestra extendida y quedó picando, mansita, sin cruzar la línea de meta.
Los defensores pasaron por mi derecha y por mi izquierda. El rechazo era inminente y mi agonía, eterna. Intenté reaccionar, pero sólo pude mirar más allá del balón detenido. Caí de rodillas y me tapé la cara con las manos.
Es curioso ver como el destino nos juega al truco con cartas marcadas. Porque cual justiciero sin capa pero con botines, Tapita se hizo lugar entre las piernas contrarias y saltando para superar al último rival, impactó de lleno al esférico que giró varias veces antes de caer envuelto en la red vencida del arco enemigo.
El partido no se reanudó. El festejo fue tal y la invasión incontenible, que el árbitro no tuvo más remedio que finalizar el encuentro.
Es curioso ver como el destino siempre tiene el as de espadas escondido por ahí. Porque en el medio de la celebración, cuando mis compañeros eran alzados en hombros y los simpatizantes los dejaban en calzoncillos, el Tapita llegó hasta donde yo permanecía arrodillado. Desorientado, puede ver en sus ojos un brillo alegre que nunca antes habían tenido.
Sacó la tapita de su media y me la entregó. La tomé con mi mano temblorosa, perdido en mi confusión. Se inclinó y me dijo al oído, casi como un suspiro de alivio:
–Gracias, loco.
Mis ojos giraron dos veces antes de detenerse en seco, mirando hacia ninguna parte, más allá de la cancha y la cordura. 



Tengo que terminar esta historia porque me parece que al fin es mi momento. He ido de cancha en cancha, de ciudad en ciudad, buscando mi oportunidad. Desde las plazas y los potreros improvisados observo como la gente enloquece cada vez que paso las cien jugaditas. Pero hoy puede que cambie mi suerte. La convocatoria estuvo reducida y apenas fuimos trece jugadores los que llegamos a la cancha. El DT ya hizo un cambio, gracias a Dios, y se acaba de lesionar el 8 por un terrible patadón que le pegó el central cuando quiso rechazar una pelota que quedó boyando en el área. Guardo la tapita entre mi media y la canillera. Muevo la cabeza de un lado para el otro buscando concentración, dando pequeños saltitos para no enfriarme. Hay penal para mi equipo.