"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


jueves, marzo 27, 2014

Deshojando margaritas


Esta es la historia de una margarita enamorada del fresno que la cobijaba con sus hojas en invierno. Fue sencillo enamorarse, porque la primera vez que abrió sus ojos, una mañana tibia de septiembre, el árbol se pavoneaba majestuoso y lleno de orgullo, sobresaliendo en la llanura silvestre que los hospedaba.
-¡Te quiero mucho! -le dijo- Te regalo mi hoja más grande y bonita, que es lo más valioso que tengo.
-No la quiero. Vos sos apenas una flor y yo el árbol más sublime de todo el mundo  –respondió el fresno con sequedad y la hoja montó una brisa cálida que pasaba y se alejó de ellos.
La margarita, con el corazón quebrado,  decidió convertirse en la flor más bella de todas y ser meritoria del amor exigente y esquivo.
Todos los días, resplandecía con fuerzas y lucía radiante sus colores.
-¡Te quiero mucho! –volvió a decir- Ésta bonita hoja es para vos.
-No la quiero. Es apena una hojita insignificante –y la hoja trepó al viento de primavera y se perdió con el tiempo.
Cada día, la margarita desprendía una de sus hojas y se la regalaba al árbol altivo que las despreciaba sin resquemores. Con cada hoja entregada, la flor perdía belleza y su amor se resquebrajaba, pero no desaparecía.
-Te quiero poquito –dijo un día triste-, pero todavía te quiero. Te regalo una de las pocas hojas que me quedan.
-No la quiero. Es una hoja pequeña y sin encanto. Te la hubieras guardado para vos, que te hace falta –dijo el fresno mirando apenas de reojo a la flor casi desnuda, mientras la hoja despreciada escapaba por la llanura sin destino.
-Te quiero poquito… ¿vos no me querés, aunque sea apenas? Te he regalado casi todas mis preciosas hojas y he dedicado mi vida sólo para ser digna de tu amor.
Mientras hablaba, la flor desprendió una hoja más, quedando sólo un último pétalo prendido de su cuerpo marchito.
-Nunca las quise y tampoco quiero esta triste hoja sin color.
La hoja dio apenas unos saltos, antes de morir desolada entre las hierbas coloridas del lugar.
El sol, que siempre está atento a lo que ocurre en el mundo, intervino justo antes que la flor soltara su regalo final.
-Te voy a llevar a un lugar donde el amor siempre es correspondido y las lágrimas amargas son enjugadas con los besos más tiernos.
-Ya no te quiero –dijo la margarita y se dejó cubrir por el astro.
El último pétalo cayó a los pies del fresno. Una lágrima salada caminó por la hoja y empapó la raíz del árbol, que siempre creyó que esto fue solamente una gota del rocío de la mañana.

Es extraño, pero desde ese día, todas las margaritas tienen la extraña propiedad de aseverar a los amantes inseguros si se los quiere mucho, poquito o nada. El misterio es, en realidad, saber si esto es un guiño de procedencia celestial o infernal. O ambas.

jueves, marzo 20, 2014

Escape


     Es curioso, pero al cerrar los ojos es cuando la puedo ver con más nitidez. Es por eso que me apresuro a abrirlos, porque la primera imagen que aparece es siempre la misma y no quiero soportarla otra vez.
Ojalá pudiera ser como un televisor y presionar el botón para cambiar de canal de un control remoto con los números borrados. Sintonizar algún programa trivial y poder detenerme en las nuevas tetas de una rubia escultural sin noción de la vida. Pero no se puede. Siempre es la misma imagen. Siempre es el mismo brillo en sus ojos. La misma angustia. El mismo miedo. La misma confusión. Y siempre, sin excepciones, el mismo frío hiela mis huesos, recorre mi espina dorsal clavando agujas en cada una de mis terminaciones nerviosas.

A veces, sólo la veo caer.  Es apenas un segundo. Pero es un segundo eterno. Ella agita sus brazos buscando aferrarse a cualquier cosa que evite su desplome, pero nada llega en su auxilio. Su cabello se enreda en el aire y puede verse casi en toda su extensión debido a la inercia provocada por el empellón. Escucho los sonidos apocados de la escena, como en un universo secundario, sin perturbar mis otros sentidos. Dos vasos ruedan sobre la mesa que ella golpeó con su cadera antes de caer. Uno se estrella contra el piso y se hace añicos. Distingo los miles de cristales que se desparraman por la habitación mientras el otro vaso se esconde bajo una alacena con la puerta mal cerrada. Creo que intenta gritar mi nombre, pero es tan efímero todo que no alcanza a acomodarlo en su boca. Es todo tan rápido. No puedo reaccionar y veo como se esfuma su vida en un segundo.

Otras veces la imagen comienza en el momento exacto en que estoy empujándola. La discusión fue airándose poco a poco. Me gritó, me insultó, me dijo cosas que no quiso decir, y en un intento camuflado de pedir disculpas, buscó abrazarme. Irritado, la tomé fuertemente de sus hombros, los mismos hombros que nunca me cansaba de acariciar, y la alejé con todas mis fuerzas. Esa vez, cuando mis dedos furiosos se hundieron en su carne firme, fue la última vez que pude sentir la calidez de su piel tersa. Después, se repite la escena. Brazos agitándose, vajilla rota y oscuridad.

Algunas veces sólo aparece su cuerpo inerte sobre el piso frío de la habitación. Otras, solamente veo los borbotones de sangre que colorean el cuadro de un color rojo perpetuo.
En otras oportunidades, mi trance se extiende más allá del cerrar los ojos, y me encuentro recordando los artilugios que implementé para burlar las pericias forenses y simular un accidente. Me veo suplicando al cielo un milagro injusto y que mis manos no hayan profanado su piel dejando marcas delatoras. Me escucho llamando a una ambulancia, impostando mi voz con desesperación. Me observo caminando de un lado para el otro en la sala de espera, simulando incertidumbre y quebrándome en llanto cuando me dan una noticia que ya esperaba.
En estas oportunidades, siempre que abro los ojos, una lágrima de dolor sincero se filtra en mi mirada y surca mi rostro con su lánguida amargura. Lloro porque todavía la amo. Lloro porque descubro lo que soy capaz de hacer. Lloro porque entiendo la clase de basura que soy.

Pero hay veces, las peores veces, en donde sólo puedo ver sus ojos azules brillando por las lágrimas contenidas. No es el mismo brillo que tenían cuando la conocí, resplandecientes detrás del rímel prolijamente distribuido. Tampoco es el brillo que destellaban cuando sonreía y que inspiraba besarla. Mucho menos es el brillo letal que irradiaban cuando nos fundíamos en una sola pasión. Para nada, este es un brillo que sus ojos sólo tuvieron ésta vez. La última vez. Un brillo opacado por el miedo y la angustia. Un brillo triste. De dolor. Un brillo de muerte.

Es esta mirada lo único que hoy me sostiene, porque no puedo traicionarla. Es ese brillo el verdugo que ejecuta mi condena instantánea y eterna. Hace tiempo ya que intento no cerrar los ojos, nunca. Porque el frío en mi espina dorsal me revela que podré huir toda mi vida de la justicia humana, pero que jamás podré escapar de esta cárcel sin rejas, impuesta por mi nombre silenciado en el grito que nunca pudo ser.