"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


martes, mayo 20, 2014

¡Volvimos!


¡Volvimos! Teo Gutiérrez termina de adornar el abultado resultado y River cosecha otra vuelta olímpica. Pero no es una más, y eso que van varias. Es especial. Es la vuelta de la resurrección, la del Ave Fénix, la del gigante arrodillado que comienza a levantarse. River campeón, señores. Al fin las cosas como tienen que ser.

Este campeonato recompone el orden del universo.  Ese orden que se vio alterado el 26 de junio de 2011. Un domingo más negro que nuestro paladar acostumbrado a saborear victorias lujosas. Una marca que no se podrá borrar. El más grande caía derrotado, vencido, humillado. El llanto de su gente inundaba el Monumental y todo el país (menos algunos) con el corazón estrujado comenzaba a imaginarse cómo sería competir en el Nacional B, cómo sería el camino de regreso, cómo sería volver a levantarse.

No podía ser real lo que estaba ocurriendo. Era impensado. Ni al primo más optimista se le hubiese ocurrido semejante tragedia. Olave adivinaba el palo atajando un penal faltando pocos minutos para que termine el segundo partido de la promoción contra Belgrano y entonces entendí que íbamos a jugar el próximo año en la B.
Pero también fue ahí, en los momentos más oscuros, abrazado a un amigo del otro bando, pero también del bando de mi corazón, cuando decidí que sería más hincha de River que nunca. Cuando revestí de orgullo mi corazón lastimado y con hidalguía salía a la calle con mi camiseta rojiblanca, dispuesto a defenderla y a soportar las socarronerías poco originales con la humildad qué sólo puede tener el más grande. Fue emocionante darme cuenta que ese sentimiento no era sólo mío, y que cuando pensé que lucharía una batalla injusta en solitario, descubrí que ciento de miles de hinchas, todo un ejército de banda roja, con los dientes apretados y los puños cerrados de impotencia, bronca y pasión, reventaron las canchas, revolucionaron  las calles, pintaron el país. Las camisetas, las banderas, los gorros, los gritos de aliento, todo se multiplicó por el dolor y las ganas de volver a ver a River donde debía estar.  Todos fuimos hinchas. Verdaderos hinchas. Demostramos lo que es estar en las malas. Lo que significa “esta campaña volveremo’ a estar contigo”.
Jugadores que regresaron a casa dejando de lado contratos y diferencias con dirigentes. También estrellas que quisieron seguir brillando en Nuñez llegaron para calzarse por primera vez el manto sagrado. Pibes de inferiores ansiosos por recuperar la gloria perdida defendiendo el estilo millonario. Populares repletas. Entradas agotadas. Abrazos incontables. Bronca liberada en cada gol. Eso fue River. Esa fue la marca más grande de la historia. Una marca que nunca podremos borrar. Porque es la marca que hoy, con un nuevo campeonato argentino conseguido, sella definitivamente lo grande que somos. Porque grande no es el que no cae, sino el que se levanta. El que resurge. El que vuelve a ser grande luego de tocar fondo.

Estábamos empalagados de vueltas. Obnubilados de triunfos, de estrellas, de grandeza. Nos creímos eso de ser el más grande.  Era lógico salir campeón. Natural. Los campeonatos no se disfrutaban como se debían disfrutar. Las glorias conseguidas opacaban los nuevos triunfos y el brillo de las coronas conseguidas menguaba  con cada campeonato obtenido. Es por eso que tuvimos que caer, tuvimos que arrastrarnos y ser humillados. Fue una lección. Crecimos.

Es por eso que no fue el 23 de junio de 2012 cuando volvimos. Fue el domingo.

Es por eso que se festeja como se festeja. Se siente como se siente. Es por eso que el técnico más ganador de la historia se emociona como nunca antes y llora sin consuelo, casi como toda la tribuna, y sus lágrimas hacen que por mi cabeza pasen imágenes como un flash, y vea a mi viejo lagrimear el día del descenso; y veo a Almeyda peleándose con la policía para poder besarse la camiseta de River; veo a Lamela desparramando rivales pero escondido detrás de su llanto impotente; veo a Martínez ganando de cabeza en el área de Chacarita comenzando el operativo regreso y veo a Trezeguet definiendo cruzado de zurda desahogando el grito de gol con más rabia y bronca, pero lleno de alegría, que escuché en toda mi vida; veo a Ponzio sangrando y dolorido,  dejando la vida en cada cruce preciso empujando al equipo; veo volver a Cavenaghi y al Chori y mis gracias eternas por amar la camiseta como yo;  veo a un mundo que observa en silencio, incrédulo y sorprendido ante semejante muestra de grandeza, de coraje y de huevos, y esa es la mayor muestra de respeto que supieron darnos sin darse cuenta siquiera; veo a Ramón Díaz arriesgando su historia para estar en el lugar que más ama en el mundo; veo a Funes Mori elevarse en el área ajena para callar a una bombonera que festejaba el empate; veo a Chichizola sacar un penal clave sobre la hora para ganar un partido de infarto; veo guapenado al otro mellizo para dejarle servido el segundo gol al rey David, un gol que grita todo el equipo, pero también lo grita el cuerpo técnico, los dirigentes,  Labruna, el Enzo, Di Stéfano, Crespo, Mascherano,  la gorda Matosas y todas las glorias millonarias. Un gol que gritamos todos.


Es por eso que los jugadores cantan como hinchas y las lágrimas vuelven a inundar el Vespucio Liberti, pero esta vez es de pasión y alegría. Es por eso que los abrazos se multiplican y celebran tanto aquellos jugadores que volvieron, los que se tuvieron que ir y los que se quedaron. Es por eso que parecen eras hasta el anterior campeonato. Es por eso que se festeja en el tablón, pero también Argentina se sube al Chevallier rojo y blanco que da la vuelta envuelto en trapos y se cuelga de la medalla conseguida. Una más siendo grandes… pero la primera siendo el más grande de todos. Lejos.



jueves, mayo 08, 2014

27


Todos los 27 son iguales. Hoy va a venir porque es 27. Siempre viene los 27.
El banco donde la espera sentado está estratégicamente ubicado. Durante el día, el techo del porche lo resguarda del rocío matutino, pero deja que los primeros rayos del sol logren alcanzarlo. En el ocaso, las sombras del barrio cubren el mundo y desde el banco puede contemplarse el asesinato a sangre fía de los colores del firmamento a mano de las primeras estrellas de la noche.  
Hoy el día está gris. Ella siempre llega temprano. Él tiene la mirada fija en el final de la calle, cubierta por la bruma. Está ansioso. Siempre es igual. Incluso la noche anterior le es imposible dormir. Por su cabeza comienzan a cruzar sonrisas, miradas, gemidos. Sabores, olores, colores. Todo lo que compartieron mientras ella estaba viva.

En el interior de la casa, su familia comienza a bullir y los sonidos de la vida llegan hasta el banco, pero él no reacciona. No los oye. O quizás, sólo los ignora. Su mujer es hermosa. Y es más hermosa todavía cuando atiende a sus hijos. El cabello pelirrojo es natural. Sus labios deseables parecieran estar siempre pintados, húmedos. Sus ojos son ojos seguros. Su mirada, puede derrumbarte en sólo un instante que te agarre desprevenido. La ama con toda su alma. Honestamente.

 En la fría bruma de agosto alcanza a dibujarse una silueta conocida. Avanza lento pero sin detenerse. Lo primero que ve, siempre son sus ojos. Verdes y gigantes. Ella lo descubre inquieto en el porche y esos ojos recuperan el brillo que vivifica todo lugar. Él reconoce esa mirada. No ha cambiado. Cada vez que ella lo mira de esa manera, un frío incontrolable recorre su espina dorsal erizando su humanidad. La primera vez, fue en una fiesta familiar. Ella se había mudado recientemente a la ciudad y su madre había insistido (no demasiado, porque ella hacía lo que fuera por su madre) que la acompañara. Él notó su presencia apenas irrumpió en la habitación.
Sencilla pero elegante, se adueñó del lugar. Su cabello rubio reposaba en sus hombros y un listón negro acomodaba su flequillo que casi llegaba hasta sus ojos. Estaba sola y sonreía. Para nadie. O para todos.
–¿Quién es ella? –preguntó a su primo, señalándole con la cabeza la rubia presencia.
–Es Blanca. Hija de la “tía” Elena –hizo con los dedos la seña de las comillas mientras pronunciaba la palabra tía. –No te hagás el loco, Benja. Es tu prima.
–Ni cerca, es mi prima segunda, o tercera, por ahí –refutó secamente.
–Llegó hace unas semanas de Buenos Aires. Estaba estudiando allá.

Ella comenzó a ascender por la escalera de acceso. Su proximidad lo trajo nuevamente al presente. Blanca se detuvo frente a él, sosteniéndose de la baranda.
–Hola –su voz mezcló el miedo, el dolor, y la ausencia en esa sola palabra.
Él quiso tomar su mano, pero no pudo sentirla. Todavía no se acostumbra a estar tan cerca y tan lejos. No puede evitar los impulsos de pretender sentir su piel tibia calentarle el alma. En cambio, sólo pudo apoyar su mano en el frío barandal. Frío por la temperatura del día, pero más frío porque el solo contacto con el metal lo transportó a esa camilla en la morgue, cuando vio su cuerpo por última vez. Horas antes había peleado en la mesa del quirófano contra la muerte. Una pelea perdida. Sus colegas le recomendaron que no se hiciera cargo de la cirugía, pero sabía que sólo él podría realizarla con éxito y Blanca no hubiese dejado que otro médico interviniera. Fueron cinco horas aferradas a la esperanza, pero, pese a su mayor esfuerzo, no pudo salvarla. El corazón de Blanca se detuvo en sus manos. Pero la vida que cesó fue la de Benjamín.
–Hola, bonita –respondió él y la angustia se filtró por su voz.

Juntos se sentaron en el banco y dejaron que el tiempo le robara algunas palabras, silencios y sonrisas. Pero sobre todo, les robara deseos. Deseos de poder sentirse.
Benjamín notó el cabello rubio desordenado y quiso acomodarlo detrás de la oreja perfecta. Detuvo su mano al recordar que era inútil intentarlo. Era inútil por dos motivos. Porque ahora no podía tocarlo y porque, como siempre, al siguiente movimiento el cabello protestaría nuevamente y se escaparía del lugar donde lo terminaba de acomodar. Ella odiaba que lo hiciera, pero él no podía evitarlo, entonces nunca se lo hizo notar.
La conversación era menos fluida que antes. Le costaba encontrar un tema en común. No quería preguntarle cosas tales como “¿Cómo estás?”, “¿Qué has hecho?”. Sin embargo, poder contemplarla era suficiente. Y ella, como siempre, sonreía. Sonreía con esa sonrisa que Benjamín no podía resistir. Era esclavo. Indefenso. Una sonrisa que nació después de su primer beso, porque antes nunca la había tenido.

Fue en ese mismo lugar. El mismo banco. Habían conversado de nada y de todo. Entonces él se puso serio, acomodó el cabello de Blanca detrás de su oreja y detuvo sus ojos en los de ella. Los ojos verdes se abrieron grandes. Hermosos.
–Te amo –dijo él sin resquemores ni preámbulos.
–Lo sospechaba. Porque mi amor por vos es tan grande que sólo pudo haber crecido de este modo siendo correspondido.
La besó tiernamente. Sus vidas cobraron sentido y valor.
–Quiero que estés toda la vida conmigo, rubia.
Ella lo miró y sonrió con la nueva sonrisa recién nacida. Una sonrisa llena de promesas. De anhelos y misterios. Una sonrisa que quebró las limitaciones del tiempo y aunque toda la vida hayan sido apenas unos pocos momentos más, todavía, hoy, sigue prometiendo.

Todos los 27 son iguales. Ella llega, se juntan, se observan, se aman. Y al poco tiempo, se despiden.
–No te vayas, por favor –suplica él y llora en silencio.
–No puedo quedarme. Nunca podré.
–Debe haber un modo…
–No lo hay.
–Debe existir una manera de que te quedes conmigo…
–Estoy contigo.
–Te amo.
–Lo sospechaba.

Ya no intenta sentirla. Sabe que es en vano. Cierra sus ojos y maximiza sus recuerdos. Recuerda su perfume. Recuerda el tibio roce de su piel. Revuelve sus emociones guardadas en la memoria.  Y llora.
–No llores, mi amor –dice Blanca con un tono de voz consolador.
Él no responde. Traga su resignación.
–Con el tiempo todo será mejor…
–El tiempo es sólo una daga que se clava más profundo con cada recuerdo.
–Con el tiempo, ya verás, vas a poder olvidarte de mí… y ya ni vas a querer que venga a visitarte.
Benjamín sólo hizo un gesto incrédulo.
–Eso sí es imposible. Jamás voy a poder olvidarme de vos. Y es de este modo porque yo no quiero hacerlo.
–Deberías intentarlo.
–El día que no seas parte de mi vida… será precisamente porque ya no tendré una.
–Y esto que tenés… ¿es una vida?

Alzó los ojos y los clavó en los ojos de Blanca. Quiso decirle que no. Que él también murió con ella y que sólo le quedaban sus signos vitales. Que cada vez que se despiden un pedazo de su alma se desprende y se escabulle entre su pelo rubio y ahí duerme para siempre. Pero no contesta. No es necesario. Ella siempre supo de antemano lo que él está por decir. Así de mucho se aman.
–Me voy, amor…
–Adiós.

La  figura se pierde en la misma bruma que la trajo. Vencido, Benjamín se deja caer en el banco del porche y llora. Intenta hacerlo en silencio, pero no puede. Todos los 27 son iguales. Por eso, María, su esposa, sabe lo que está pasando afuera y decide que ya es momento de consolarlo.

Se sienta junto a su esposo y lo abraza. Él rompe los cerrojos de su dolor e inunda el hombro de la mujer que lo ama. Después de un tiempo, lo invita a pasar y tomar un té. Sabe que querrá un té de hierbas. María ya dejó agua caliente preparada, porque todos los 27 son iguales. Lo toma de la mano y lo conduce al mundo de los vivos nuevamente. Antes de entrar, Benjamín mira sobre su hombro y la busca, pero Blanca ya no está. Todos los 27 son iguales. 

lunes, mayo 05, 2014

La última fiesta


   Relato esta historia porque no encuentro otra manera de despedirme. Porque no sé cuánto tiempo me queda todavía. Porque mis entrañas reventadas se mezclan con la sangre desparramada sobre la piel tibia y mi aliento de vida se escapa colgado de cada segundo que pasa.

Nunca pensé que esta guerra acabaría conmigo. Muero cumpliendo mi deber, sabiendo que volvería a hacer todo lo que hice por esta causa utópica, pero también muero esperanzado en que esta contienda sin sentido termine pronto. Me aferro a la ilusión de creer que mis larvas podrán disfrutar de un mundo sin ataques suicidas, sin excursiones nocturnas en busca de alimento y sin armas químicas letales.

Con orgullo defendí a mi raza en todas las misiones en las que el Alto Mando consideró valiosa mi presencia. Desde los primeros trabajos de reconocimiento nocturnos en el mismo corazón de los cuarteles enemigos, esquivando manotazos somnolientos, cobijado por el manto oscuro de la noche; hasta los vuelos kamikazes, atacando con toda nuestra artillería a las tropas enemigas que se encontraban pescando en la vera de un río o de pic nic en parques y plazas. Teníamos que aprovechar los momentos en que estaban en grupos no numerosos, porque si bien nosotros los superamos en número, ellos nos destrozan con su poder de contra ataque.

Antes, la guerra era más primitiva. Mano a mano. Nosotros contra ellos. Enfrentados. Luego, desarrollaron armas químicas que barrieron con nuestras patrullas. Humos tóxicos, gases venenosos, olores nocivos. Disparaban sólo una vez y morían todos los que eran alcanzados por el arma y también aquellos que pasaban por el mismo lugar, incluso varios días después del disparo. La balanza se inclinó notoriamente para su lado y creímos que perderíamos la guerra.
Pero, en esos momentos oscuros y sin esperanza, aparecieron varios líderes civiles con estrategias de escape, con métodos para identificar los residuos mortíferos y así pudimos crear estratagemas de defensa y llevar esta contienda hasta límites que creímos improbables.

Sé que mi sacrificio no será en vano. Seré un mártir tanto en la victoria como en el fracaso. Hoy mis 200 larvas llorarán mi partida, pero doblarán orgullosas la bandera que quiero tanto y defendí con mi vida. Sufrirán por mi ausencia, pero habrán aprendido a luchar sin resquemores por aquello que consideren esencial. Disimularán su dolor, pero demostrarán su coraje y estarán dispuestos al sacrificio absoluto.


La vida es eso que pasa mientras estamos creciendo. La muerte, en cambio, es una mano que aplasta despiadada, gigante y letal, que puede encontrarte en medio de una batalla sangrienta o, como en mi caso, mientras volás distraído por la casa de doña Braulia, en una misión irrelevante.