Un día como hoy, 13 de junio, pero de 1874 nacía en la provincia de
Córdoba un tal Lepoldo Lugones. Resulta ser que este señor llegó a ser muy renombrado
en lo suyo y debido a estos acontecimientos (su nacimiento y llegar a ser renombrado),
sumado a su genialidad y compromiso para con alguna causa, es que se celebra en
Argentina el día del escritor.
Escribir tiene una ventaja sobre el hablar. Te da tiempo a pensar, a
leer y releer, corregir y meditar sobre lo escrito. Se puede borrar, acomodar,
cambiar, e, incluso, si nos damos cuenta a tiempo, decir otra cosa diferente a
la que queríamos decir en un comienzo. De este modo, el lector recibe la idea
ya pulida y finalizada, sin los errores y lastres del texto primigenio. Este párrafo es en sí mismo una prueba de lo que escribo. Claro
está, no sirve para demostrar mi tesis ya que la paradoja es evidente. Su
demostración es, precisamente, que no se pueda demostrar.
Otro beneficio tiene que ver con la duración de la idea. La
escritura tiende a ser más longeva que los sonidos. Y esto es válido incluso
hoy, cuando el chat, las redes sociales virtuales y los libros de Claudio María
Domínguez atentan contra la perennidad de los textos.
Otra a favor es la voluntad. Es muy raro que, sacando de esta bolsa
la etapa escolar, nos obliguen a leer algo que no queremos leer. Leemos lo que
nos gusta. Y si estamos leyendo y no nos gustó, simplemente dejamos de leer.
Nadie te fuerza a tener que terminar un libro, un artículo periodístico o lo
que sea. De paso, puede que este texto también sirva de demostración empírica
de lo que se afirma en él, aunque quién lo compruebe nunca lo sepa, porque
seguramente dejó de leer varios párrafos antes.
La palabra escrita es la más fuerte. Poderosa. Para bien o para mal,
pero poderosa al fin. Gregorio Casas tenía esto en claro mejor que todos.
Su juventud y gran parte de su adultez las dedicó a escribir.
Valoraba las ventajas más arriba mencionadas y no realizaba enunciado oral alguno
si no lo hacía antes por escrito. Esta cualidad lo llevó a ser tildado como una
persona callada e introvertida, aunque no lo fuera en lo más mínimo. También lo
llevó a resultar perdedor en la mayoría de los debates en que participó, debido
a que no era hasta que generaba el texto escrito perfecto que no refutaba a su
contrincante, muchas veces, demasiados días más tarde, cuando ya todos estaban
abocados a otras tareas, cansados ya de esperarlo.
Gastaba horas acomodando sus ideas en forma de textos. Trabajaba
incesantemente en la corrección de las oraciones, buscaba las palabras
correctas con empeño y desquiciaba cuando no encontraba el vocablo que se
ajustara perfectamente a la definición que pretendía establecer.
El resultado eran, como ya se dijo, textos perfectos. Profundos. No
existía un escrito de Casas que no diera pie con bola.
Tanta era su pasión por la escritura que dejó de utilizar cualquier
otra manera para comunicarse. Sólo escribía.
En este punto, ya se lo puede identificar como un loco. Sin embargo,
fue el siguiente paso el que lo llevó a ese no cuerdo sitio sin retorno.
Comenzó a escribir acerca de la creación de un lenguaje universal.
Afirmaba, no sin razón, que las palabras van más allá de las letras.
Es decir, hay un significado detrás, un peso específico en la palabra “calabaza”
que genera un montón de procesos cognitivos que nos hacen referenciar,
indefectiblemente, a una cucurbitácea con tonalidades anaranjadas y grandes
semillas y no a una casa de dos plantas o a cualquier otra cosa que no sea una
calabaza.
La palabra trasciende a la misma palabra para convertirse en un
concepto.
Estableció, pensando de ese modo, un idioma pictográfico. Y lo soñó
universal.
Argumentaba que, aunque en español “casa” no se pronuncia igual que
“house” en inglés, al momento de escribir sí sería el mismo símbolo y por lo
tanto en ambos idiomas se representaría el concepto buscado.
El primer problema que se le presentó tenía que ver con las
estructuras sintácticas propias de cada
idioma. La solución fue darle complejidad al significado de cada símbolo en
particular. Dejaron de hacer referencia al concepto de una palabra para
comenzar a referenciar a una oración completa. Un concepto total. Antes, para
escribir “el niño está feliz” se necesitaban 2 símbolos. El de niño y el de estar
feliz. Ahora, era sólo un símbolo que representaba a un niño feliz. Logró así
que su lenguaje pictográfico tuviera la misma significancia escrito en
cualquier idioma, independientemente de su sintaxis o pronunciación, pero se
tornó mucho más engorroso y complejo, debido a la cantidad inmensurable de
símbolos necesarios.
Sumado a esto, Casas creyó que si utilizaba simbología minimalista
podría sumar fácilmente a sus filas a las generaciones modernas. La idea no era
errada, sobre todo cuando descubrió que estas generaciones ya utilizaban un
dialecto pictográfico para sus comunicaciones cotidianas.
Si un adolescente quería expresar felicidad, simplemente colocaba
este símbolo: “J”. Así con muchos otros conceptos. Tristeza era “L”, y “me gusta” se representaba gráficamente con un “C”.
Conocía de antemano la existencia de este tipo de idiomas, como el
chino, por ejemplo. Realizó un estudio a fondo de estas culturas que ya
utilizaban su idea desde hacía centurias.
Toda esta mezcla de conceptos idiomáticos e históricos, más la
conveniencia de utilizar los caracteres la fuente Weddings de Windows, dio como
resultados un nuevo lenguaje pictográfico, que su creador bautizó como LUPA
(Lenguaje Universal Para Todos).
LUPA era un conjunto de un millón seiscientos cincuenta y tres
mil novecientos veintiocho símbolos. Cada uno con una significancia absoluta e
independiente. Además, existía también el símbolo para la conjunción,
disyunción y para la negación, entre otros conceptos específicos.
Entusiasmado por la creación, no demoró en escribir su primer libro.
Publicó dos cuentos cortos, “El día que las letras dejaron de existir”, el
relato de un escritor que perdió todas las letras y se las tuvo que rebuscar
con otras herramientas para seguir escribiendo, y “Si la H es muda, mejor no
escucharla”, un relato plagado de silogismos literarios.
Necesitó escribir otro texto, mucho
más largo y complejo, en castellano (su idioma nativo), para convencer a una
editorial independiente que publicara su libro, el cuál bautizó “-”, es decir “Sin hablar”.
Transcribo algunos fragmentos de este
texto apologista:
“Escribir tiene una ventaja sobre el hablar. Te da tiempo a pensar,
a leer y releer, corregir y meditar sobre lo escrito. Se puede borrar,
acomodar, cambiar, e, incluso, si nos damos cuenta a tiempo, decir otra cosa
diferente a la que queríamos decir en un comienzo. De este modo, el lector
recibe la idea ya pulida y finalizada, sin los errores y lastres del texto
primigenio.”
“Pregono un lenguaje universal y no descansaré hasta que las
fronteras del idioma se quiebren en mil pedazos, donde cada uno de ellos sea
una cultura que se congrega a mi sueño…”
“Imaginemos un mundo donde ya nadie necesite de intérpretes, donde
los pensamientos sean homogeneizados gracias a que todos, simplemente,
escribimos en el mismo idioma.”
La venta fue desastrosa. Sin exagerar. No vendió ni una sola copia.
Con 30 cajas de libros en una mano y la ilusión destruida en la
otra, pasó días enteros analizando donde tenía que apuntar la corrección. La conclusión
se demoró en llegar, pero llegó. Era de suponerse que
nadie compraría un libro repleto de símbolos inteligibles. Nadie adquiriría un
libro en un idioma que no sabe leer. Al menos, sin antes tener a mano un
diccionario oportuno.
Un año y medio le llevó confeccionar el “Pequeño Casas Ilustrado de
la lengua LUPA”. La misma editorial que publicó su primer libro hizo lo propio
con el diccionario. Incluso, en una edición deluxe se podían conseguir las dos
publicaciones, de la mano, a muy buen precio.
Pasaron siete meses y cuatro diccionarios y un “-” fueron vendidos antes de que la editorial le informara que iba a
retirar los textos de las librerías.
Casas no podía entender el fracaso de LUPA. No podía ser que la
humanidad despreciara esta oportunidad suprema de globalización.
–No es lo que vendés –le dijo un amigo–. Es cómo lo vendés.
¡Marketing! Claro, como no se había dado cuenta antes. El error no
era LUPA, sino la manera de presentarlo. Debía generar un interés cultural
radical en la sociedad antes de poder introducir al mundo a una interacción
lingüística homogénea.
Fue esta idea la que desencadenó el final.
Gregorio Casas visitó la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA
para asesorarse antes de desarrollar su próxima estrategia de ataque. Muy pocos
profesores se detuvieron siquiera a considerar su proyecto mundial. Nadie parecía
interesado.
En ese momento, cuando estaba a punto de buscar información en otros
lugares, un estudiante avanzado lo interceptó en el pasillo.
–Mi nombre es Manuel Mandeb y usted no me conoce. Pero eso es
normal, porque todavía no estoy seguro si yo mismo me conozco. Eso no es del
todo malo, le advierto, porque no estoy convencido de que si me conociera se
detendría a hablar conmigo –le dijo de un tirón–. Buenas tarde, estimado.
Casas saludó con la cabeza. Ya hemos mencionado lo poco hábil que
era para las confrontaciones verbales.
Mandeb continuó hablando.
–Estuve analizando por un tiempo su proyecto mundial. Es muy lógico
el planteo pero imposible.
Casas lo animó a que continuara con la mirada.
–El mundo no está preparado para no ser el mundo. El escritor nunca
es el texto. Si bien es cierto que es gran parte del mismo, por no decir todo, al
texto no le alcanzará nunca para ser el escritor. Ni siquiera la mitad.
Casas retrocedió un pequeño paso. Maneb siguió con su discurso.
–Esconderse detrás del texto no permite que te vean. Gritar desde un
cuento cómo sos, tampoco. La oración que reza “la rosa se deshoja con cada beso
triste de despedida” solo tiene completo sentido para aquel que ha sido besado
desde un taxi. Eso, amigo, no se puede escribir. Eso se tiene que vivir. No existe
un idioma universal que no sea tangible. Se puede llorar en francés, reír en
inglés, odiar en croata y hasta amar en geringoso, pero el concepto sólo es
real para aquel que lloró, rió, odió y amó. No hay otra.
Casas buscó la refutación inmediata, pero no pudo hallarla. Esta vez
no le fallaron las palabras, le fallaron las ideas.
Mandeb continuó con su verborragia.
–Por esto mismo es que su idea no prosperará nunca. La palabra
escrita no puede ser universal porque sólo ha sido escrita para el que la
escribe. Sólo él sabe lo que realmente dice el texto.
Mandeb acomodó un cuaderno que traía en la mano y comenzó a
retirarse. Hizo varios pasos antes de darse vuelta y dirigirse a Casas, casi a
los gritos.
–Me voy… tengo que seguir
escribiendo.
Casas llegó derrotado a su estudio. Lentamente acomodó sus libros
dentro de las cajas donde entraban diez de cada uno. Las amontonó en un rincón
de la habitación. Buscó una sábana y los tapó. Me parece que ni siquiera
soportaba mirarlos. Se dio cuenta que debajo de la tela blanca había dejado
tirado todos los cuentos y poesías que no escribiría nunca.
Salió del cuarto, caminó con pasos largos hasta el living y abrió la
puerta que daba a la calle justo cuando pasaba una morocha elegante haciendo
ruido con sus tacos. Se tomó unos segundos para pensar. Sonrió por lo bajo.
–Este sí que va a ser un buen cuento... me muero por saber como termina –pensó mientras salía disparado detrás de la morocha que pavoneaba rítmicamente el trasero de un lado para el otro–, o mucho mejor, saber como empezará.