"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


miércoles, noviembre 07, 2012

Feliz día del escritor



Un día como hoy, 13 de junio, pero de 1874 nacía en la provincia de Córdoba un tal Lepoldo Lugones. Resulta ser que este señor llegó a ser muy renombrado en lo suyo y debido a estos acontecimientos (su nacimiento y llegar a ser renombrado), sumado a su genialidad y compromiso para con alguna causa, es que se celebra en Argentina el día del escritor.

Escribir tiene una ventaja sobre el hablar. Te da tiempo a pensar, a leer y releer, corregir y meditar sobre lo escrito. Se puede borrar, acomodar, cambiar, e, incluso, si nos damos cuenta a tiempo, decir otra cosa diferente a la que queríamos decir en un comienzo. De este modo, el lector recibe la idea ya pulida y finalizada, sin los errores y lastres del texto primigenio. Este párrafo es en sí mismo una prueba de lo que escribo. Claro está, no sirve para demostrar mi tesis ya que la paradoja es evidente. Su demostración es, precisamente, que no se pueda demostrar.
Otro beneficio tiene que ver con la duración de la idea. La escritura tiende a ser más longeva que los sonidos. Y esto es válido incluso hoy, cuando el chat, las redes sociales virtuales y los libros de Claudio María Domínguez atentan contra la perennidad de los textos.
Otra a favor es la voluntad. Es muy raro que, sacando de esta bolsa la etapa escolar, nos obliguen a leer algo que no queremos leer. Leemos lo que nos gusta. Y si estamos leyendo y no nos gustó, simplemente dejamos de leer. Nadie te fuerza a tener que terminar un libro, un artículo periodístico o lo que sea. De paso, puede que este texto también sirva de demostración empírica de lo que se afirma en él, aunque quién lo compruebe nunca lo sepa, porque seguramente dejó de leer varios párrafos antes.

La palabra escrita es la más fuerte. Poderosa. Para bien o para mal, pero poderosa al fin. Gregorio Casas tenía esto en claro mejor que todos.

Su juventud y gran parte de su adultez las dedicó a escribir. Valoraba las ventajas más arriba mencionadas y no realizaba enunciado oral alguno si no lo hacía antes por escrito. Esta cualidad lo llevó a ser tildado como una persona callada e introvertida, aunque no lo fuera en lo más mínimo. También lo llevó a resultar perdedor en la mayoría de los debates en que participó, debido a que no era hasta que generaba el texto escrito perfecto que no refutaba a su contrincante, muchas veces, demasiados días más tarde, cuando ya todos estaban abocados a otras tareas, cansados ya de esperarlo.
Gastaba horas acomodando sus ideas en forma de textos. Trabajaba incesantemente en la corrección de las oraciones, buscaba las palabras correctas con empeño y desquiciaba cuando no encontraba el vocablo que se ajustara perfectamente a la definición que pretendía establecer.
El resultado eran, como ya se dijo, textos perfectos. Profundos. No existía un escrito de Casas que no diera pie con bola.

Tanta era su pasión por la escritura que dejó de utilizar cualquier otra manera para comunicarse. Sólo escribía.

En este punto, ya se lo puede identificar como un loco. Sin embargo, fue el siguiente paso el que lo llevó a ese no cuerdo sitio sin retorno.

Comenzó a escribir acerca de la creación de un lenguaje universal.
Afirmaba, no sin razón, que las palabras van más allá de las letras. Es decir, hay un significado detrás, un peso específico en la palabra “calabaza” que genera un montón de procesos cognitivos que nos hacen referenciar, indefectiblemente, a una cucurbitácea con tonalidades anaranjadas y grandes semillas y no a una casa de dos plantas o a cualquier otra cosa que no sea una calabaza.
La palabra trasciende a la misma palabra para convertirse en un concepto.

Estableció, pensando de ese modo, un idioma pictográfico. Y lo soñó universal.
Argumentaba que, aunque en español “casa” no se pronuncia igual que “house” en inglés, al momento de escribir sí sería el mismo símbolo y por lo tanto en ambos idiomas se representaría el concepto buscado.
El primer problema que se le presentó tenía que ver con las estructuras  sintácticas propias de cada idioma. La solución fue darle complejidad al significado de cada símbolo en particular. Dejaron de hacer referencia al concepto de una palabra para comenzar a referenciar a una oración completa. Un concepto total. Antes, para escribir “el niño está feliz” se necesitaban 2 símbolos. El de niño y el de estar feliz. Ahora, era sólo un símbolo que representaba a un niño feliz. Logró así que su lenguaje pictográfico tuviera la misma significancia escrito en cualquier idioma, independientemente de su sintaxis o pronunciación, pero se tornó mucho más engorroso y complejo, debido a la cantidad inmensurable de símbolos necesarios.
Sumado a esto, Casas creyó que si utilizaba simbología minimalista podría sumar fácilmente a sus filas a las generaciones modernas. La idea no era errada, sobre todo cuando descubrió que estas generaciones ya utilizaban un dialecto pictográfico para sus comunicaciones cotidianas.
Si un adolescente quería expresar felicidad, simplemente colocaba este símbolo: “J”. Así con muchos otros conceptos. Tristeza era “L”, y “me gusta” se representaba gráficamente con un “C”.
Conocía de antemano la existencia de este tipo de idiomas, como el chino, por ejemplo. Realizó un estudio a fondo de estas culturas que ya utilizaban su idea desde hacía centurias.
Toda esta mezcla de conceptos idiomáticos e históricos, más la conveniencia de utilizar los caracteres la fuente Weddings de Windows, dio como resultados un nuevo lenguaje pictográfico, que su creador bautizó como LUPA (Lenguaje Universal Para Todos).

LUPA era un conjunto de un millón seiscientos cincuenta y tres mil novecientos veintiocho símbolos. Cada uno con una significancia absoluta e independiente. Además, existía también el símbolo para la conjunción, disyunción y para la negación, entre otros conceptos específicos.

Entusiasmado por la creación, no demoró en escribir su primer libro. Publicó dos cuentos cortos, “El día que las letras dejaron de existir”, el relato de un escritor que perdió todas las letras y se las tuvo que rebuscar con otras herramientas para seguir escribiendo, y “Si la H es muda, mejor no escucharla”, un relato plagado de silogismos literarios.
Necesitó escribir otro texto, mucho más largo y complejo, en castellano (su idioma nativo), para convencer a una editorial independiente que publicara su libro, el cuál bautizó “-”, es decir “Sin hablar”.

Transcribo algunos fragmentos de este texto apologista:
“Escribir tiene una ventaja sobre el hablar. Te da tiempo a pensar, a leer y releer, corregir y meditar sobre lo escrito. Se puede borrar, acomodar, cambiar, e, incluso, si nos damos cuenta a tiempo, decir otra cosa diferente a la que queríamos decir en un comienzo. De este modo, el lector recibe la idea ya pulida y finalizada, sin los errores y lastres del texto primigenio.”
“Pregono un lenguaje universal y no descansaré hasta que las fronteras del idioma se quiebren en mil pedazos, donde cada uno de ellos sea una cultura que se congrega a mi sueño…”
“Imaginemos un mundo donde ya nadie necesite de intérpretes, donde los pensamientos sean homogeneizados gracias a que todos, simplemente, escribimos en el mismo idioma.”

La venta fue desastrosa. Sin exagerar. No vendió ni una sola copia.
Con 30 cajas de libros en una mano y la ilusión destruida en la otra, pasó días enteros analizando donde tenía que apuntar la corrección. La conclusión se demoró en llegar, pero llegó. Era de suponerse que nadie compraría un libro repleto de símbolos inteligibles. Nadie adquiriría un libro en un idioma que no sabe leer. Al menos, sin antes tener a mano un diccionario oportuno.
Un año y medio le llevó confeccionar el “Pequeño Casas Ilustrado de la lengua LUPA”. La misma editorial que publicó su primer libro hizo lo propio con el diccionario. Incluso, en una edición deluxe se podían conseguir las dos publicaciones, de la mano, a muy buen precio.

Pasaron siete meses y cuatro diccionarios y un “-” fueron vendidos antes de que la editorial le informara que iba a retirar los textos de las librerías.
Casas no podía entender el fracaso de LUPA. No podía ser que la humanidad despreciara esta oportunidad suprema de globalización.

–No es lo que vendés –le dijo un amigo–. Es cómo lo vendés.

¡Marketing! Claro, como no se había dado cuenta antes. El error no era LUPA, sino la manera de presentarlo. Debía generar un interés cultural radical en la sociedad antes de poder introducir al mundo a una interacción lingüística homogénea.
Fue esta idea la que desencadenó el final.

Gregorio Casas visitó la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA para asesorarse antes de desarrollar su próxima estrategia de ataque. Muy pocos profesores se detuvieron siquiera a considerar su proyecto mundial. Nadie parecía interesado.
En ese momento, cuando estaba a punto de buscar información en otros lugares, un estudiante avanzado lo interceptó en el pasillo.

–Mi nombre es Manuel Mandeb y usted no me conoce. Pero eso es normal, porque todavía no estoy seguro si yo mismo me conozco. Eso no es del todo malo, le advierto, porque no estoy convencido de que si me conociera se detendría a hablar conmigo –le dijo de un tirón–. Buenas tarde, estimado.
Casas saludó con la cabeza. Ya hemos mencionado lo poco hábil que era para las confrontaciones verbales.
Mandeb continuó hablando.
–Estuve analizando por un tiempo su proyecto mundial. Es muy lógico el planteo pero imposible.
Casas lo animó a que continuara con la mirada.
–El mundo no está preparado para no ser el mundo. El escritor nunca es el texto. Si bien es cierto que es gran parte del mismo, por no decir todo, al texto no le alcanzará nunca para ser el escritor. Ni siquiera la mitad.
Casas retrocedió un pequeño paso. Maneb siguió con su discurso.
–Esconderse detrás del texto no permite que te vean. Gritar desde un cuento cómo sos, tampoco. La oración que reza “la rosa se deshoja con cada beso triste de despedida” solo tiene completo sentido para aquel que ha sido besado desde un taxi. Eso, amigo, no se puede escribir. Eso se tiene que vivir. No existe un idioma universal que no sea tangible. Se puede llorar en francés, reír en inglés, odiar en croata y hasta amar en geringoso, pero el concepto sólo es real para aquel que lloró, rió, odió y amó. No hay otra.
Casas buscó la refutación inmediata, pero no pudo hallarla. Esta vez no le fallaron las palabras, le fallaron las ideas.
Mandeb continuó con su verborragia.
–Por esto mismo es que su idea no prosperará nunca. La palabra escrita no puede ser universal porque sólo ha sido escrita para el que la escribe. Sólo él sabe lo que realmente dice el texto.
Mandeb acomodó un cuaderno que traía en la mano y comenzó a retirarse. Hizo varios pasos antes de darse vuelta y dirigirse a Casas, casi a los gritos.
–Me voy…  tengo que seguir escribiendo.

Casas llegó derrotado a su estudio. Lentamente acomodó sus libros dentro de las cajas donde entraban diez de cada uno. Las amontonó en un rincón de la habitación. Buscó una sábana y los tapó. Me parece que ni siquiera soportaba mirarlos. Se dio cuenta que debajo de la tela blanca había dejado tirado todos los cuentos y poesías que no escribiría nunca.
Salió del cuarto, caminó con pasos largos hasta el living y abrió la puerta que daba a la calle justo cuando pasaba una morocha elegante haciendo ruido con sus tacos. Se tomó unos segundos para pensar. Sonrió por lo bajo.
Este sí que va a ser un buen cuento... me muero por saber como termina pensó mientras salía disparado detrás de la morocha que pavoneaba rítmicamente el trasero de un lado para el otro, o mucho mejor, saber como empezará.