"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


jueves, octubre 23, 2014

Hechicera




      –Laura, la verdad es que nunca te quise –le dije sin eufemismo.
Hizo un paso hacia atrás y la adiviné recordando todos mis “te amo”, armando una lista con aquellas promesas que le hice pero nunca pensaba cumplir.
Ella era una gran mina, lo admito, pero yo no buscaba nada importante. Solamente estaba pasando un buen rato y no me importó ser un canalla.
Una lágrima sutil no soportó la tristeza y huyó de sus ojos, dejando una marca de rímel zigzagueante que detuvo con su mano temblorosa.
Desde el auto me miró una vez más y sus ojos gritaron te amo.
–¿Por qué me mentiste, amor mío? ¡Cómo duele saber que todo fue nada! –dijo luchando contra el llanto. –Ojalá nunca nadie te haga sufrir así.
–Pobre Laura, pensé… es una tonta por amar así.

Después vino Mónica con su escote destacado y su falda levadiza. El tiempo pasó rápido estando con ella porque lo consideraba una prisión y no estaba dispuesta a sacrificar su libertad.
–Tenés que vivir cada momento a pleno. Es la única manera en que la vida es vida. Vale mucho más algo que deja marcas que algo que perdura irrelevante.  
Porque el tiempo es oro, decidí dejarla una tarde improductiva de invierno.

Unos meses más tarde vino Julia con su profesión bajo el brazo y su departamento en el centro. Inteligente, independiente, intransigente, pero también inclemente. Sin  intenciones de volver, me fui una noche sin luna, aprovechando la oscuridad para esquivar sus zarpazos.

La primavera vino cargada de flores y de Lucía. Y Lucía vino repleta de colores, de pinturas, de música y de sueños. Saltando por las colinas y corriendo bajo la lluvia.
–Las tormentas apenas son el preámbulo de los días soleados…
–Pero siempre vuelve a nublarse –dije con cinismo.
–Dame un beso bajo la lluvia y vas a ver como sale el sol.
Me escapé una mañana, corriendo bien pegado a las casas del barrio para protegerme de la lluvia que caía caudalosa.

Los ojos de María distraían del peligro reinante a su alrededor. Era cariñosa, sensible, atenta, sexy y modesta. Pensé que iba a enamorarme sin miramientos de ella hasta la tarde en que me preguntó quién era Darth Vader.
–¡Que la fuerza te acompañe! –le dije mientras azotaba la puerta.

Gisela tenía un poco de todo. Salimos algunas veces y todo iba encaminado hacia los confites, pero su mal gusto por la cumbia y la manía de eructar  en público hicieron que rumbeara para los tomates. Una siesta la invité a una plaza y nunca aparecí. Nunca más aparecí.

En el medio hubo una morocha que no recuerdo su nombre pero sí sus besos. Apasionados. Gratis. Y todo lo que es gratis no tiene valor. Me fugué una mañana temprano, mientras ella todavía dormía.

Con Yanina no entiendo lo que pasó. Ella quería, yo también. Ella sonreía, yo también. Ella disfrutaba, yo también. Ella me dijo “te amo”, yo no. Al tiempo noté que ya no venía más por casa.

Carina era compradora compulsiva. Julieta, la más histérica de todas. Ana, hermosa ella, pero irresponsable. Carla era haragana. Juliana, obsecuente. A todas las quise pero a ninguna amé.

Una noche estaba tirado en mi cama y a punto de rendirme, cuando Laura llamó a mi puerta.
–Pensé que nunca te volvería a ver –le dije.
–Sólo pasaba para ver cómo estás.
–Estoy bien. El amor nunca pudo lastimarme.
–Me alegro. Es estupendo verte derrotado.
–¿Derrotado? No entiendo... –dudé.
–¿No te das cuenta todavía? Siempre quise que nunca sufras por amor. Sólo el que ama de verdad expone su alma –sentenció.
–Gracias por protegerme, cariño…
–Ay, amor, siempre fuiste tan ingenuo. Jamás tuve la intención de cuidarte… Vivir sin poder amar es el peor castigo de todos.
Me besó una última vez mientras una bruma cubría todo el lugar. Se fue alejando lentamente. Me pareció escuchar una carcajada cruel, que se perdió de a poco a la distancia.  

miércoles, octubre 22, 2014

Prisionero


Me gusta verte indeciso. Disfruto con tus confusiones generadas por mis recovecos.

Pensás que vas haciendo tu propio camino cuando en realidad sólo estás eligiendo la ruta que preparo para vos. Adorno las veredas peligrosas con romances sin decoro y decoro las esquinas del camino con tentaciones alcanzables. Soy quién ensombrece los lugares que no quiero que transites.

Sé cuando vas seguro porque no te detenés. No necesito esforzarme para que vayas por donde quiero que vayas. Sé cuando dudás porque aminorás la marcha y comenzás a considerar tus opciones, pero sé por donde irás porque te conozco, porque ya lo has hecho antes, porque no podés resistirte.

A veces podés percibirme como un escalofrío que te eriza la piel. Los segundos desaceleran y las sensaciones se potencian. Mi presencia conmociona la realidad. Pero no te preocupes, no estoy ahí para llevarte. Es que simplemente estoy con vos durante todo el camino. Latente. Incluso, creo, a veces sentís mi respiración desde las sombras de tus espaldas.

No intentás huir porque no sabés que estás preso. Es lo mejor de todo esto. Si quisieras salir, sólo tendrías que correr. Soy una cárcel con las puertas abiertas. 
Sólo cuando entiendas que soy la muerte podrás escapar de este laberinto. 



martes, mayo 20, 2014

¡Volvimos!


¡Volvimos! Teo Gutiérrez termina de adornar el abultado resultado y River cosecha otra vuelta olímpica. Pero no es una más, y eso que van varias. Es especial. Es la vuelta de la resurrección, la del Ave Fénix, la del gigante arrodillado que comienza a levantarse. River campeón, señores. Al fin las cosas como tienen que ser.

Este campeonato recompone el orden del universo.  Ese orden que se vio alterado el 26 de junio de 2011. Un domingo más negro que nuestro paladar acostumbrado a saborear victorias lujosas. Una marca que no se podrá borrar. El más grande caía derrotado, vencido, humillado. El llanto de su gente inundaba el Monumental y todo el país (menos algunos) con el corazón estrujado comenzaba a imaginarse cómo sería competir en el Nacional B, cómo sería el camino de regreso, cómo sería volver a levantarse.

No podía ser real lo que estaba ocurriendo. Era impensado. Ni al primo más optimista se le hubiese ocurrido semejante tragedia. Olave adivinaba el palo atajando un penal faltando pocos minutos para que termine el segundo partido de la promoción contra Belgrano y entonces entendí que íbamos a jugar el próximo año en la B.
Pero también fue ahí, en los momentos más oscuros, abrazado a un amigo del otro bando, pero también del bando de mi corazón, cuando decidí que sería más hincha de River que nunca. Cuando revestí de orgullo mi corazón lastimado y con hidalguía salía a la calle con mi camiseta rojiblanca, dispuesto a defenderla y a soportar las socarronerías poco originales con la humildad qué sólo puede tener el más grande. Fue emocionante darme cuenta que ese sentimiento no era sólo mío, y que cuando pensé que lucharía una batalla injusta en solitario, descubrí que ciento de miles de hinchas, todo un ejército de banda roja, con los dientes apretados y los puños cerrados de impotencia, bronca y pasión, reventaron las canchas, revolucionaron  las calles, pintaron el país. Las camisetas, las banderas, los gorros, los gritos de aliento, todo se multiplicó por el dolor y las ganas de volver a ver a River donde debía estar.  Todos fuimos hinchas. Verdaderos hinchas. Demostramos lo que es estar en las malas. Lo que significa “esta campaña volveremo’ a estar contigo”.
Jugadores que regresaron a casa dejando de lado contratos y diferencias con dirigentes. También estrellas que quisieron seguir brillando en Nuñez llegaron para calzarse por primera vez el manto sagrado. Pibes de inferiores ansiosos por recuperar la gloria perdida defendiendo el estilo millonario. Populares repletas. Entradas agotadas. Abrazos incontables. Bronca liberada en cada gol. Eso fue River. Esa fue la marca más grande de la historia. Una marca que nunca podremos borrar. Porque es la marca que hoy, con un nuevo campeonato argentino conseguido, sella definitivamente lo grande que somos. Porque grande no es el que no cae, sino el que se levanta. El que resurge. El que vuelve a ser grande luego de tocar fondo.

Estábamos empalagados de vueltas. Obnubilados de triunfos, de estrellas, de grandeza. Nos creímos eso de ser el más grande.  Era lógico salir campeón. Natural. Los campeonatos no se disfrutaban como se debían disfrutar. Las glorias conseguidas opacaban los nuevos triunfos y el brillo de las coronas conseguidas menguaba  con cada campeonato obtenido. Es por eso que tuvimos que caer, tuvimos que arrastrarnos y ser humillados. Fue una lección. Crecimos.

Es por eso que no fue el 23 de junio de 2012 cuando volvimos. Fue el domingo.

Es por eso que se festeja como se festeja. Se siente como se siente. Es por eso que el técnico más ganador de la historia se emociona como nunca antes y llora sin consuelo, casi como toda la tribuna, y sus lágrimas hacen que por mi cabeza pasen imágenes como un flash, y vea a mi viejo lagrimear el día del descenso; y veo a Almeyda peleándose con la policía para poder besarse la camiseta de River; veo a Lamela desparramando rivales pero escondido detrás de su llanto impotente; veo a Martínez ganando de cabeza en el área de Chacarita comenzando el operativo regreso y veo a Trezeguet definiendo cruzado de zurda desahogando el grito de gol con más rabia y bronca, pero lleno de alegría, que escuché en toda mi vida; veo a Ponzio sangrando y dolorido,  dejando la vida en cada cruce preciso empujando al equipo; veo volver a Cavenaghi y al Chori y mis gracias eternas por amar la camiseta como yo;  veo a un mundo que observa en silencio, incrédulo y sorprendido ante semejante muestra de grandeza, de coraje y de huevos, y esa es la mayor muestra de respeto que supieron darnos sin darse cuenta siquiera; veo a Ramón Díaz arriesgando su historia para estar en el lugar que más ama en el mundo; veo a Funes Mori elevarse en el área ajena para callar a una bombonera que festejaba el empate; veo a Chichizola sacar un penal clave sobre la hora para ganar un partido de infarto; veo guapenado al otro mellizo para dejarle servido el segundo gol al rey David, un gol que grita todo el equipo, pero también lo grita el cuerpo técnico, los dirigentes,  Labruna, el Enzo, Di Stéfano, Crespo, Mascherano,  la gorda Matosas y todas las glorias millonarias. Un gol que gritamos todos.


Es por eso que los jugadores cantan como hinchas y las lágrimas vuelven a inundar el Vespucio Liberti, pero esta vez es de pasión y alegría. Es por eso que los abrazos se multiplican y celebran tanto aquellos jugadores que volvieron, los que se tuvieron que ir y los que se quedaron. Es por eso que parecen eras hasta el anterior campeonato. Es por eso que se festeja en el tablón, pero también Argentina se sube al Chevallier rojo y blanco que da la vuelta envuelto en trapos y se cuelga de la medalla conseguida. Una más siendo grandes… pero la primera siendo el más grande de todos. Lejos.



jueves, mayo 08, 2014

27


Todos los 27 son iguales. Hoy va a venir porque es 27. Siempre viene los 27.
El banco donde la espera sentado está estratégicamente ubicado. Durante el día, el techo del porche lo resguarda del rocío matutino, pero deja que los primeros rayos del sol logren alcanzarlo. En el ocaso, las sombras del barrio cubren el mundo y desde el banco puede contemplarse el asesinato a sangre fía de los colores del firmamento a mano de las primeras estrellas de la noche.  
Hoy el día está gris. Ella siempre llega temprano. Él tiene la mirada fija en el final de la calle, cubierta por la bruma. Está ansioso. Siempre es igual. Incluso la noche anterior le es imposible dormir. Por su cabeza comienzan a cruzar sonrisas, miradas, gemidos. Sabores, olores, colores. Todo lo que compartieron mientras ella estaba viva.

En el interior de la casa, su familia comienza a bullir y los sonidos de la vida llegan hasta el banco, pero él no reacciona. No los oye. O quizás, sólo los ignora. Su mujer es hermosa. Y es más hermosa todavía cuando atiende a sus hijos. El cabello pelirrojo es natural. Sus labios deseables parecieran estar siempre pintados, húmedos. Sus ojos son ojos seguros. Su mirada, puede derrumbarte en sólo un instante que te agarre desprevenido. La ama con toda su alma. Honestamente.

 En la fría bruma de agosto alcanza a dibujarse una silueta conocida. Avanza lento pero sin detenerse. Lo primero que ve, siempre son sus ojos. Verdes y gigantes. Ella lo descubre inquieto en el porche y esos ojos recuperan el brillo que vivifica todo lugar. Él reconoce esa mirada. No ha cambiado. Cada vez que ella lo mira de esa manera, un frío incontrolable recorre su espina dorsal erizando su humanidad. La primera vez, fue en una fiesta familiar. Ella se había mudado recientemente a la ciudad y su madre había insistido (no demasiado, porque ella hacía lo que fuera por su madre) que la acompañara. Él notó su presencia apenas irrumpió en la habitación.
Sencilla pero elegante, se adueñó del lugar. Su cabello rubio reposaba en sus hombros y un listón negro acomodaba su flequillo que casi llegaba hasta sus ojos. Estaba sola y sonreía. Para nadie. O para todos.
–¿Quién es ella? –preguntó a su primo, señalándole con la cabeza la rubia presencia.
–Es Blanca. Hija de la “tía” Elena –hizo con los dedos la seña de las comillas mientras pronunciaba la palabra tía. –No te hagás el loco, Benja. Es tu prima.
–Ni cerca, es mi prima segunda, o tercera, por ahí –refutó secamente.
–Llegó hace unas semanas de Buenos Aires. Estaba estudiando allá.

Ella comenzó a ascender por la escalera de acceso. Su proximidad lo trajo nuevamente al presente. Blanca se detuvo frente a él, sosteniéndose de la baranda.
–Hola –su voz mezcló el miedo, el dolor, y la ausencia en esa sola palabra.
Él quiso tomar su mano, pero no pudo sentirla. Todavía no se acostumbra a estar tan cerca y tan lejos. No puede evitar los impulsos de pretender sentir su piel tibia calentarle el alma. En cambio, sólo pudo apoyar su mano en el frío barandal. Frío por la temperatura del día, pero más frío porque el solo contacto con el metal lo transportó a esa camilla en la morgue, cuando vio su cuerpo por última vez. Horas antes había peleado en la mesa del quirófano contra la muerte. Una pelea perdida. Sus colegas le recomendaron que no se hiciera cargo de la cirugía, pero sabía que sólo él podría realizarla con éxito y Blanca no hubiese dejado que otro médico interviniera. Fueron cinco horas aferradas a la esperanza, pero, pese a su mayor esfuerzo, no pudo salvarla. El corazón de Blanca se detuvo en sus manos. Pero la vida que cesó fue la de Benjamín.
–Hola, bonita –respondió él y la angustia se filtró por su voz.

Juntos se sentaron en el banco y dejaron que el tiempo le robara algunas palabras, silencios y sonrisas. Pero sobre todo, les robara deseos. Deseos de poder sentirse.
Benjamín notó el cabello rubio desordenado y quiso acomodarlo detrás de la oreja perfecta. Detuvo su mano al recordar que era inútil intentarlo. Era inútil por dos motivos. Porque ahora no podía tocarlo y porque, como siempre, al siguiente movimiento el cabello protestaría nuevamente y se escaparía del lugar donde lo terminaba de acomodar. Ella odiaba que lo hiciera, pero él no podía evitarlo, entonces nunca se lo hizo notar.
La conversación era menos fluida que antes. Le costaba encontrar un tema en común. No quería preguntarle cosas tales como “¿Cómo estás?”, “¿Qué has hecho?”. Sin embargo, poder contemplarla era suficiente. Y ella, como siempre, sonreía. Sonreía con esa sonrisa que Benjamín no podía resistir. Era esclavo. Indefenso. Una sonrisa que nació después de su primer beso, porque antes nunca la había tenido.

Fue en ese mismo lugar. El mismo banco. Habían conversado de nada y de todo. Entonces él se puso serio, acomodó el cabello de Blanca detrás de su oreja y detuvo sus ojos en los de ella. Los ojos verdes se abrieron grandes. Hermosos.
–Te amo –dijo él sin resquemores ni preámbulos.
–Lo sospechaba. Porque mi amor por vos es tan grande que sólo pudo haber crecido de este modo siendo correspondido.
La besó tiernamente. Sus vidas cobraron sentido y valor.
–Quiero que estés toda la vida conmigo, rubia.
Ella lo miró y sonrió con la nueva sonrisa recién nacida. Una sonrisa llena de promesas. De anhelos y misterios. Una sonrisa que quebró las limitaciones del tiempo y aunque toda la vida hayan sido apenas unos pocos momentos más, todavía, hoy, sigue prometiendo.

Todos los 27 son iguales. Ella llega, se juntan, se observan, se aman. Y al poco tiempo, se despiden.
–No te vayas, por favor –suplica él y llora en silencio.
–No puedo quedarme. Nunca podré.
–Debe haber un modo…
–No lo hay.
–Debe existir una manera de que te quedes conmigo…
–Estoy contigo.
–Te amo.
–Lo sospechaba.

Ya no intenta sentirla. Sabe que es en vano. Cierra sus ojos y maximiza sus recuerdos. Recuerda su perfume. Recuerda el tibio roce de su piel. Revuelve sus emociones guardadas en la memoria.  Y llora.
–No llores, mi amor –dice Blanca con un tono de voz consolador.
Él no responde. Traga su resignación.
–Con el tiempo todo será mejor…
–El tiempo es sólo una daga que se clava más profundo con cada recuerdo.
–Con el tiempo, ya verás, vas a poder olvidarte de mí… y ya ni vas a querer que venga a visitarte.
Benjamín sólo hizo un gesto incrédulo.
–Eso sí es imposible. Jamás voy a poder olvidarme de vos. Y es de este modo porque yo no quiero hacerlo.
–Deberías intentarlo.
–El día que no seas parte de mi vida… será precisamente porque ya no tendré una.
–Y esto que tenés… ¿es una vida?

Alzó los ojos y los clavó en los ojos de Blanca. Quiso decirle que no. Que él también murió con ella y que sólo le quedaban sus signos vitales. Que cada vez que se despiden un pedazo de su alma se desprende y se escabulle entre su pelo rubio y ahí duerme para siempre. Pero no contesta. No es necesario. Ella siempre supo de antemano lo que él está por decir. Así de mucho se aman.
–Me voy, amor…
–Adiós.

La  figura se pierde en la misma bruma que la trajo. Vencido, Benjamín se deja caer en el banco del porche y llora. Intenta hacerlo en silencio, pero no puede. Todos los 27 son iguales. Por eso, María, su esposa, sabe lo que está pasando afuera y decide que ya es momento de consolarlo.

Se sienta junto a su esposo y lo abraza. Él rompe los cerrojos de su dolor e inunda el hombro de la mujer que lo ama. Después de un tiempo, lo invita a pasar y tomar un té. Sabe que querrá un té de hierbas. María ya dejó agua caliente preparada, porque todos los 27 son iguales. Lo toma de la mano y lo conduce al mundo de los vivos nuevamente. Antes de entrar, Benjamín mira sobre su hombro y la busca, pero Blanca ya no está. Todos los 27 son iguales. 

lunes, mayo 05, 2014

La última fiesta


   Relato esta historia porque no encuentro otra manera de despedirme. Porque no sé cuánto tiempo me queda todavía. Porque mis entrañas reventadas se mezclan con la sangre desparramada sobre la piel tibia y mi aliento de vida se escapa colgado de cada segundo que pasa.

Nunca pensé que esta guerra acabaría conmigo. Muero cumpliendo mi deber, sabiendo que volvería a hacer todo lo que hice por esta causa utópica, pero también muero esperanzado en que esta contienda sin sentido termine pronto. Me aferro a la ilusión de creer que mis larvas podrán disfrutar de un mundo sin ataques suicidas, sin excursiones nocturnas en busca de alimento y sin armas químicas letales.

Con orgullo defendí a mi raza en todas las misiones en las que el Alto Mando consideró valiosa mi presencia. Desde los primeros trabajos de reconocimiento nocturnos en el mismo corazón de los cuarteles enemigos, esquivando manotazos somnolientos, cobijado por el manto oscuro de la noche; hasta los vuelos kamikazes, atacando con toda nuestra artillería a las tropas enemigas que se encontraban pescando en la vera de un río o de pic nic en parques y plazas. Teníamos que aprovechar los momentos en que estaban en grupos no numerosos, porque si bien nosotros los superamos en número, ellos nos destrozan con su poder de contra ataque.

Antes, la guerra era más primitiva. Mano a mano. Nosotros contra ellos. Enfrentados. Luego, desarrollaron armas químicas que barrieron con nuestras patrullas. Humos tóxicos, gases venenosos, olores nocivos. Disparaban sólo una vez y morían todos los que eran alcanzados por el arma y también aquellos que pasaban por el mismo lugar, incluso varios días después del disparo. La balanza se inclinó notoriamente para su lado y creímos que perderíamos la guerra.
Pero, en esos momentos oscuros y sin esperanza, aparecieron varios líderes civiles con estrategias de escape, con métodos para identificar los residuos mortíferos y así pudimos crear estratagemas de defensa y llevar esta contienda hasta límites que creímos improbables.

Sé que mi sacrificio no será en vano. Seré un mártir tanto en la victoria como en el fracaso. Hoy mis 200 larvas llorarán mi partida, pero doblarán orgullosas la bandera que quiero tanto y defendí con mi vida. Sufrirán por mi ausencia, pero habrán aprendido a luchar sin resquemores por aquello que consideren esencial. Disimularán su dolor, pero demostrarán su coraje y estarán dispuestos al sacrificio absoluto.


La vida es eso que pasa mientras estamos creciendo. La muerte, en cambio, es una mano que aplasta despiadada, gigante y letal, que puede encontrarte en medio de una batalla sangrienta o, como en mi caso, mientras volás distraído por la casa de doña Braulia, en una misión irrelevante.


jueves, abril 10, 2014

Retazos


A veces, la vida tiene manera muy raras de llamarnos la atención. Esta es la historia de una joven mujer amante de las ferias americanas. Su afición a la ropa usada no se debía a una estrategia económica, sino a que ella se sentía, de alguna manera extraña, poseída por las personalidades de los antiguos dueños de la ropa que compraba por muy poco dinero.  Fue una etapa mágica de su vida. Nunca fue tan feliz como cuando pudo vivir muchas vidas gracias al estante de las rebajas.
La primera vez que le pasó, usaba unas zapatillas deportivas sin cordones que consiguió muy baratas. Estaban muy bien cuidadas y ese factor fue determinante al momento de elegirlas, descartando unas Nike más llamativas pero menos conservadas.  Apenas se las colocó, supo que su vida ya no era más suya. Sintió emociones de otros, retuvo recuerdos ajenos y se apropió de comportamientos del anterior propietario del calzado.
El mayor problema se presentó al descubrir que las zapatillas habían pertenecido a una impuntual bailarina de valet. Comentó doña Ana, su vecina más cercana, quién la vio salir de su casa ese día:
–Iba a toda carrera por la vereda, como si llegara tarde a la reunión más importante de su vida. Ahora, por qué iba corriendo en puntitas de pie y pegaba unos saltos cada tanto, no sabría decírtelo, m’ijo.

En otra oportunidad, la prenda seleccionada fue un vestido de noche negro. Le pareció moderno e ideal para una salida informal. Lo estrenó al siguiente sábado, cenando con Manuel, su novio en esa época, en un restaurante cheto de la ciudad. El problema, esta vez, fue entender que el vestido había pertenecido a una quinceañera caprichosa, como casi todas, quién lo había usado en su fiesta de cumpleaños.
Dijo Manuel:
–No sé qué bicho le picó esa noche. Se la pasó sacándose fotos grupales de mesa en mesa. Saludando a las demás  personas que estaban en el restaurante y agradeciéndoles por haber venido.
No hace falta agregar que fueron invitados a retirarse del local ante la atenta mirada de los comensales sorprendidos.

Pudimos recopilar varias anécdotas más de esta ladrona de vidas, o prestadora de cuerpo, porque todavía no se ha podido determinar cuál de los dos eventos era el que sucedía cuando ella usaba la ropa comprada en ferias.
Cierta vez compró una mochila cuyo dueño anterior había sido un reconocido delantero de Patronato. Regresó de su trabajo chocando hombro con hombro a quién se cruzara con ella y se tiraba en todas las esquinas, reclamando una falta inexistente.
También, sólo una vez,  usó una remera que había sido de una vendedora de McDonalds y se pasó todo el día preguntando a la gente si no lo prefería en combo por $2 más. De todos modos, no fue tan vergonzoso como cuando se pasó todo el día sonriendo y mostrando sus piernas en una esquina, mientras usaba una calza que había pertenecido a una promotora de TC. 

Cierta vez, una mujer la increpó en la calle al grito de “¡Esa es mi remera, chorra!”. Atónita, le explicó que la había comprado con todas la de la ley en una feria americana y que en todo caso, debía remitirse hasta ese lugar para presentar su reclamo. La mujer le explicó, ya más calmada, que había sido víctima de un robo y le habían desvalijado la casa. Después de prometerle que no volvería a comprar en ese lugar, cada una siguió su camino. Era evidente que los ladrones habían usado la prenda antes de venderla en la feria, porque al llegar a su casa tuvo que devolver la billetera que robó a la señora mientras hablaban.

De todos modos, la vez que siempre viene a la memoria cuando se habla de esta historia, es aquella tarde cuando decidió usar las medias de una cajera en un supermercado, la remera de una jugadora de hockey, los pantalones de una bailarina de tango y las zapatillas de un ex luchador de sumo. El resultado fue inenarrable.
–Parecía que estaba convulsionando –dijeron las viejas del barrio.
La experiencia sirvió para que fuera más cuidadosa al momento de seleccionar sus prendas y combinarlas. Incluso más de lo habitual en una mujer.

Fue una buena época de su vida. Duró lo que tuvo que durar y así, como llegó, de un día para el otro, el milagro se retiró.

–No quiero hablar al respecto –dijo cuando intentamos hablar con ella. –Sólo te puedo decir que pude luchar contra el berretín cósmico de querer vivir todas las vidas y estar obligado a transitar sólo por una.
–¿Y cómo es su vida ahora que ya no puede vivir otras vidas?
Se detuvo. Me miró, analizándome. Se tomó un tiempo para decidir si contestar o no.
–Ahora, simplemente, vivo mi vida. Te aseguro que es más que suficiente.
–¿Y hay algo que extrañe de esa etapa de hipocondríasis textil?
Volvió a pensar antes de contestar. Una sonrisa pilla se dibujó en su rostro.

–La cartera negra de Estela –dijo por lo bajo, recordando a la mujer que habitaba la esquina del barrio menos iluminada, después de las 23:00, casi todas las noches. 

jueves, marzo 27, 2014

Deshojando margaritas


Esta es la historia de una margarita enamorada del fresno que la cobijaba con sus hojas en invierno. Fue sencillo enamorarse, porque la primera vez que abrió sus ojos, una mañana tibia de septiembre, el árbol se pavoneaba majestuoso y lleno de orgullo, sobresaliendo en la llanura silvestre que los hospedaba.
-¡Te quiero mucho! -le dijo- Te regalo mi hoja más grande y bonita, que es lo más valioso que tengo.
-No la quiero. Vos sos apenas una flor y yo el árbol más sublime de todo el mundo  –respondió el fresno con sequedad y la hoja montó una brisa cálida que pasaba y se alejó de ellos.
La margarita, con el corazón quebrado,  decidió convertirse en la flor más bella de todas y ser meritoria del amor exigente y esquivo.
Todos los días, resplandecía con fuerzas y lucía radiante sus colores.
-¡Te quiero mucho! –volvió a decir- Ésta bonita hoja es para vos.
-No la quiero. Es apena una hojita insignificante –y la hoja trepó al viento de primavera y se perdió con el tiempo.
Cada día, la margarita desprendía una de sus hojas y se la regalaba al árbol altivo que las despreciaba sin resquemores. Con cada hoja entregada, la flor perdía belleza y su amor se resquebrajaba, pero no desaparecía.
-Te quiero poquito –dijo un día triste-, pero todavía te quiero. Te regalo una de las pocas hojas que me quedan.
-No la quiero. Es una hoja pequeña y sin encanto. Te la hubieras guardado para vos, que te hace falta –dijo el fresno mirando apenas de reojo a la flor casi desnuda, mientras la hoja despreciada escapaba por la llanura sin destino.
-Te quiero poquito… ¿vos no me querés, aunque sea apenas? Te he regalado casi todas mis preciosas hojas y he dedicado mi vida sólo para ser digna de tu amor.
Mientras hablaba, la flor desprendió una hoja más, quedando sólo un último pétalo prendido de su cuerpo marchito.
-Nunca las quise y tampoco quiero esta triste hoja sin color.
La hoja dio apenas unos saltos, antes de morir desolada entre las hierbas coloridas del lugar.
El sol, que siempre está atento a lo que ocurre en el mundo, intervino justo antes que la flor soltara su regalo final.
-Te voy a llevar a un lugar donde el amor siempre es correspondido y las lágrimas amargas son enjugadas con los besos más tiernos.
-Ya no te quiero –dijo la margarita y se dejó cubrir por el astro.
El último pétalo cayó a los pies del fresno. Una lágrima salada caminó por la hoja y empapó la raíz del árbol, que siempre creyó que esto fue solamente una gota del rocío de la mañana.

Es extraño, pero desde ese día, todas las margaritas tienen la extraña propiedad de aseverar a los amantes inseguros si se los quiere mucho, poquito o nada. El misterio es, en realidad, saber si esto es un guiño de procedencia celestial o infernal. O ambas.