"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


martes, diciembre 27, 2011

Esta tarde tenemos que ganar

Aunque jugábamos de visitantes, la popular estaba repleta. Era un partido importante. Teníamos que ganar para seguir arriba, a dos fechas del final del torneo. Incluso, si se daban algunos resultados, hasta podíamos dar la vuelta esa tarde. La partida no era sencilla porque Colón, de local, siempre es complicado. La cancha es chica y ellos se meten atrás y a nosotros siempre nos cuesta un poco cuando no nos juegan de igual a igual.
De todos modos, yo estaba confiado. Nunca perdimos las veces que estuve en la tribuna. Una sola vez, apenas, dejamos dos puntos en el camino. Eso me envalentonaba. Cuando las cábalas te dan un giño de semejante magnitud, no hay demasiado que puedan hacer los incrédulos para impedir la exactitud del destino.

Para poder entrar al “Cementerio de los Elefantes” es necesario hacer un rodeo al estadio, llegar a la avenida circunvalación, entrar por la cancha secundaria, pasar por una puerta lindera a la esquina del barrio Centenario, desde donde los locales más acérrimos aprovechan los pisos altos para gritarte una serie irreproducible de epítetos y lanzarte proyectiles de todas formas y colores.

Yo no sé si a todos les pasará igual, pero para mí, llegar a la tribuna de visitante, repleta de corazones rojos y blancos, es como pisar suelo del Monumental instaurado en soberanías ajenas. Es algo así como una embajada millonaria. Es estar en casa. No es que uno se pierda en la multitud, sino que pasa a ser parte de una misma pasión que no importa en qué cancha juguemos, siempre es la misma.
Ansioso como pocos, esperaba que el equipo pisara el césped pronto, con ese grito atragantado que sólo explota cuando aparece River.

El equipo estaba impecable. Ortega, el jugador diferente del equipo, encabezó la serie de jugadores que fueron saliendo uno a uno al campo de juego. En la popular enloquecimos un poco más que lo frecuente.

Así estaba yo, dispuesto a estar desentendido del mundo por noventa minutos más el entretiempo, cuando miré hacia un paravalancha y la vi. Puedo afirmar hoy, sin tapujos, que era la mujer más hermosa del mundo.

Estaba vestida con una musculosa blanca con algunos vivos rojos. Tenía unos lentes oscuros, muy a lo Calamaro, a modo de vincha, tirando su cabello hacia atrás y dejando ver las perfectas líneas de su rostro. Desde mi posición, y debido a la cantidad de gente que se interponía entre mi visión del cielo y yo, fue lo único que alcancé a ver.
Me quedé unos segundos eternos mirándola, incrédulo. Ella cantaba y yo creí diferenciar su voz desde mi posición. Fue algo fácil, porque sabía que no podía haber dos ángeles en una misma hinchada.

No podía sacarme su imagen de mi cabeza. Necesitaba mirarla a cada rato, ajeno a cualquier circunstancia del partido. Cada tanto fijaba la mirada en el juego, para disimular, pero lo único que quería era volver a mirarla. Ella, como si nada, seguía alentando al equipo de sus amores, presa de la pasión rojiblanca.

El fútbol tiene momentos mágicos, no estoy descubriendo nada. Eso lo aprendí cuando Diego dejó atrás a todos los ingleses, o cuando Kempes dando vueltas hizo vibrar a todo el Monumental en un solo grito de gol. Pero esta fue la primera vez que algo fuera de la cancha me produjo la misma sensación. Ella se acomodó el pelo y me miró. Sostuvo la mirada, yo sostuve la mía. Sonrió y volvió otra vez a cantar y a saltar junto con la barra.

River jugaba mejor y parecía que en cualquier momento llegaba el gol. Movíamos la pelota de un lado para el otro pero no podíamos quebrar la defensa sabalera. Para colmo, una pierna fuerte de un zaguero de Colón desparramó al Burrito que dio 20 vueltas antes de parar. El árbitro no cobró nada y ella gritó desaforada reclamando el ful.

Giró su cabeza y volvió a fijar su vista en mí. Yo, por supuesto, también la miré y sonreí. Ella apenas sonrió con sus ojos e inmediatamente volvió a compenetrarse en el partido y a gritarle al árbitro que se compre lentes.

Entre nosotros no había una gran distancia, pero sí una buena cantidad de gente amontonada. Era imposible poder llegar hasta donde ella estaba. Me acordé de una publicidad que remataba su mensaje aseverando que a veces cerca es muy lejos.
La tercera vez que nos miramos, ya casi no podíamos dejar de hacerlo. La sonrisa en la mirada cambió a un creo que te amo, pero no puedo llegar hasta donde estás vos. Desesperado intenté poder avanzar hacia el paravalancha anhelado, pero fue imposible. Ligué algunos insultos y empujones en la tentativa. Ella notó la situación e intentó avanzar. Pasó a uno, a dos… sé que en el camino, debió recibir algún roce secreto indeseado.
La travesía se vio bloqueada por un grupo de mastodontes que no paraban de saltar y no dejaban que nadie pasara cerca. Yo la miré desconsolado y noté angustia, también, en sus ojos bellos.

El partido seguía con el resultado igualado en cero y el referí, como un guiño del destino, decidió poner fin al primer tiempo. El silbato, para mí, fue el coro de los Niños Cantores de Viena entonando el Aleluya de Haendel.

La hinchada se distendió, algunos se sentaron para reponer fuerzas, un buen grupo siguió cantando y saltando y otros (gracias, destino) dejaron sus lugares para ir al baño o para comprar choripanes, ya que pretender conseguir las Patys del Monumental en Santa Fe es una utopía comparable casi con las paz mundial.
Fue fácil para ella encontrar un camino hasta donde estaba yo. Mientras se aproximaba pude verla por completo. Tenía un jean ajustado que debió haberle llevado mucho tiempo calzarse. Un cinto negro, amplio, con una hebilla dorada. La musculosa apenas llegaba hasta la cintura y dejaba ver su piel abdominal con cada paso que daba, gambeteando tipos en cueros y sudados.

Su vestir y su manera de moverse revelaban a gritos que ella no era de acá. Seguramente llegó acompañando al equipo desde Buenos Aires, no había dudas al respecto.

Fue paciente en su caminar. Los jugadores de Colón y de River ya estaban en el campo de juego prestos para reanudar el partido. Llegó a mi lado en el preciso momento en que el árbitro daba por comenzado el segundo tiempo. No se paró a mi lado, sino que se ubicó adelante mío, para que la protegiera.

En el tablón, las chicas que cuidan su integridad, buscan a un familiar, al novio o a un amigo para pararse delante de él y que este las proteja de la multitud. Ante la imposibilidad de evitar que las apoyen o las toquen en el amontonamiento, prefieren que sea un conocido el que lo haga.
Ella me estaba concediendo ese deber a mí. Dándome ese placer. Entre todos los miles que estábamos en esa popular, ella me escogió a mí.
Comenzamos a saltar con la hinchada. Había que alentar sin parar porque esa tarde teníamos que ganar.

No me animaba a tocarla siquiera. Era de cristal y tenía miedo de romperla. Era tan mágica que tenía miedo que se evaporara si intentaba sentirla.
Estaba ahí, pasmado en la multitud, apretado y resistiendo los empujones para no perturbarla.
Ella se dio vuelta, me miró y sonrió.
Volvió a concentrarse en el partido, alentando. Con temor, me animé a poner mis manos en sus hombros desnudos. La sentí tibia y apasionada. Ella movió la cabeza de tal manera que su mejilla rozó mi mano, como lo hace un gatito que busca afecto. Incluso creo que la oí ronronear.

El Burrito Ortega se sacó a un hombre de encima y la picó para el número tres, un morochito que había llegado mostrando pergaminos desde Rosario Central, que ganó como una tromba el callejón del once, en diagonal. Enfrentó al arquero que salía desesperado y la picó suavemente al segundo palo.
El grito de gol comenzó en la parte alta y fue bajando hasta arrasar donde estábamos con mi amada. La popular parecía venirse, literalmente, abajo. Ante la celebración espontánea del momento, bajamos varios escalones hasta que se detuvo el festejo. Abrazos con el vecino desconocido, vamos carajo bien fuerte apretando los dientes y a seguir alentando.
Haciendo un esfuerzo más allá de lo razonable, logré que nadie la empujara, apretara o siquiera la tocara. Ni yo, en la confusión, aproveché para apretarla contra mi cuerpo.

Ella volvió a darse vuelta, otra vez me miró con sus ojos profundos, me abrazó y me dijo al oído:
-Gol.

Yo no pude hacer más que devolverle el abrazo y sentir su pecho latir contra el mío. He gritado goles importantes y me he abrazado con el de al lado, sin conocerlo. He celebrado junto a la hinchada uniéndonos en un grito tan fuerte que pareciera que la tierra se está rajando bajo nuestros pies. He celebrado goles de campeonato, de clasificaciones, de triunfos heroicos y me he abrazado con más de medio equipo cuando yo he sido el autor del gol, en los campeonatos barriales. He celebrado miles de goles. Pero este, el que me dio ella en medio de aquella turba de fanáticos desaforados, este fue el mejor abrazo de gol de toda mi vida.

River mejoró después del tanto convertido. Empezó a mover mejor la pelota y el Burrito se hizo cargo del equipo. Siempre estaba desmarcado por el medio siempre la pedía. Un freno, un quiebre de cintura, cabeza levantada mirando el panorama y tocando con precisión milimétrica, siempre a un compañero desmarcado.

Yo seguí con mi función de guardaespaldas seleccionado vaya a saber por qué fuerza divina. Ella recostó su espalda contra mí y me pidió que la abrace. “Abrazame”, dijo. La envolví con mis brazos y la estreché contra mí. Puede sentir su cuerpo perfecto complementándose con el mío. Sus curvas cabían a la perfección en las mías. No quedaban dudas, estábamos hechos para un abrazo eterno.
No sé cuánto tiempo habremos estado así. El reloj corre lento cuando vas ganando de visitante, pero esta vez, parecía que cada tic del reloj estaba acelerado treinta veces.

Colón había empezado a hacerse dueño de la pelota y River esperaba cada vez más cerca de su arco. Para colmo, nuestro marcador central llegó a destiempo y, como ya estaba amonestado, hubo que jugar con diez hombres. El técnico, en una decisión arriesgada, pone otro delantero, un juvenil de la cantera, y sacó a un volante de marca.
En una de las primeras pelotas, el pibe recibe un rechazo de la defensa de River, la pelea en la mitad de la cancha y sale disparado hacia el área. Se frenó, como si se hubiese quedado sin baterías, esperó un segundo y abrió la pelota hacia el otro palo, por donde entraba, sin marcas, otro pibe que habíamos traído de Chile. El chileno acomodó la pelota, la adelantó un par de veces, y clavó un derechazo cruzado, inatajable.

Esta vez el estruendo fue mucho mayor. No pude contener la avalancha y sentí como ella se escapaba de mis brazos. Intenté sujetarla, pero la algarabía era tanta que fuimos separados en apenas unos segundos. Yo no dejaba de buscarla y puede verla, sosteniendo sus lentes para que no cayeran, también buscándome.

Luché con la multitud para llegar a ella.
-Gol -le dije cuando logré tenerla, otra vez, cara a cara.
-Esto es… increíble.
La miré a los ojos y puede ver que lloraba.

Con una mano se secó sus lágrimas y clavó sus ojos, todavía cristalinos, en los míos. Puso sus manos en mis mejillas y me dio un beso dulce como nunca he probado. No sé por cuánto tiempo nos besamos, pero no me interesó saberlo. Entendí en ese momento que había vivido hasta ahí sólo para esto.

El partido siguió y casi terminando, tras un rechazo corto en la salida de un córner y después de varios rebotes afortunados, Colón consiguió el descuento. La tensión se cortaba con una Gillette.

Yo, por un lado, ansiaba que terminara el partido. Por otro, quería que el árbitro adicionara toda una vida. Ella ocupó de nuevo la cueva entre mis brazos y se tomaba fuertemente mi mano, incrementando la presión con cada avance sabalero. Yo cerraba los ojos y dejaba que su perfume inundara todo mi ser, obnubilando mis sentidos.

El cuarto árbitro levantó el cartel con un cuatro luminoso. Ambos comprendimos que todo estaba acabando. El partido y nuestra unión, aunque yo ya empezaba a sospechar que sería eterna.

Volvió a darse vuelta, como lo había hecho durante toda la tarde. Me miró con tristeza.
-Tengo que irme -dijo-. Siempre estoy en la popular -me invitó-.

Me dio otro beso, pero este tenía la amargura de los besos de despedida.

No intenté detenerla, hubiera sido en vano. Ella se alejó entre los hinchas que no dejaban de sufrir tensionados con el partido. Antes de doblar en un codo del estadio, levantó el brazo y se despidió con la mano, siempre de espaldas. Ella sabía que yo la seguía mirando.

El partido terminó con un triunfo millonario. A la semana siguiente, un enano de Teodelina se encargaría de meter los dos goles que nos consagraron campeones.

Tuve que esperar todo un torneo para que River jugara otra vez en Santa Fe. Fui uno de los primeros en llegar. Pasé las revisiones pertinentes y aceleré el paso en el portón para no recibir cascotazos de los vecinos. Me ubiqué, más o menos, en el mismo lugar que la vez anterior. Ella no estaba.
La busqué durante todo el partido, pero no pude encontrarla. Empatamos dos a dos, como era de suponerse. El destino, esta vez, no estaba de mi lado.

Al domingo siguiente viajé al Monumental para poder hallarla, pero es prácticamente imposible encontrar a alguien en ese mar rojo y blanco.

Ya dejé de buscarla en la tribuna pero no pierdo las esperanzas de volver a sentir su piel millonaria. De poder abrazarla en alguna avalancha después del gol. Me mantengo firme en el deseo de volver a besarla, con la popular enardecida detrás. Y si no se da, si es que no puedo volver a tener sus besos y sentir sus curvas, deberé conformarme con recordar el sabor de ese beso de campeonato que me hizo dar la mejor vuelta olímpica de mi vida.




miércoles, diciembre 14, 2011

Textos eran los de antes

Todos tenemos primeros escritos. Los míos nacieron en los ratos de ocio en las clases aburridas, en los sermones largos o, simplemente, cuando probaba una lapicera nueva. Muchos ya no existen porque el papel desapareció y mi memoria es demasiado endeble como para recordarlos. Pero otros, a modo de fotografía de lo que alguna vez supe ser, han quedado bien dobladitos y guardados dentro de una de mis primeras Biblias.

No es justo para ellos ese destino.




Así que aprovechando la necesidad de actualizar y el poco tiempo disponible, utilizo este atajo literario. Es cierto, el contenido no es de gran nivel, pero está bueno poder repasar lo que pensaba hace tiempo y darme cuenta que no ha cambiado demasiado. Seguramente hoy lo diría de otra manera, pero, en esencia, sería lo mismo. Ahora tengo que analizar si eso es bueno o malo. O las dos cosas.

Les presento, en forma de citas citables amontonados dentro de un libro o, algunas, en el cuaderno de frases de una amiga recopiladora, al adolescente enamorado de vaya a saber uno quién o qué, al pibe de pirinchos engelados y remeras holgadas, aquel que ya disfrutaba de escribir y de hablar a través de textos. Todos esos que supe ser. Todos esos que soy.


“Quiero volver al patio ruidoso con la rayuela en el piso. Quiero volver a mi casa natal. Quiero otra vez jugar a La Botellita y que todos mis besos sean el primer beso. Pero, por sobre todas las cosas, quiero volver a tus ojos, porque solamente en ellos puedo reflejarme como soy.”

“Tus ojos son la luz de mi mañana nublada.”

“Quiero darte la piedra y señalarte en qué mano está. Quiero que seas mi bruja de los colores y ser yo tu tigre congelado. Quiero con vos jugar al palo palito y poder mirarte todo el tiempo que estés inmóvil. Quiero quedarme quieto para que puedas encontrarme con los ojos vendados, aún cuando estés mareada. Pero lo que más quiero es que salgamos juntos de nuestro escondite y podamos salvar a todos nuestros compañeros.”

“Quiero tener la certeza de tu presencia aunque vos tengas la certeza de la mía.”

“El otro día desperté temprano. Pasé por el espejo y me vi el cabello revuelto, los ojos hinchados y llenos de lagañas, la boca reseca y con un sabor amargo… desprolijo, transpirado, ¡destruido! Entonces viniste vos y dijiste ‘!Buen día, te quiero!’. ‘Mierda’, pensé yo, ‘realmente me quiere’.”

“Las clases monótonas, largas y aburridas hacen que mi cabeza divague por avenidas de ideas que no sabía siquiera que existían… y encima, a contramano.”

“El amor puede ser la cosa más hermosa del mundo o la peor de todas, todo depende de si lo vemos con el corazón o, como suele pasar, analizamos la cruel realidad.”

“En nuestros días cada mañana trae esperanzas, alegría e intriga por el día que comienza. Las noches, luego de habernos golpeado con los muros más altos, están llenas de problemas, dudas y tristezas. Pero, en los días de Dios, “fue la tarde y la mañana”. Gracias, Dios, por ignorar las matemáticas y lograr que el orden de los factores sí altere el producto.”

“Cuando soy agua, sos tierra. Si soy blanco vos te vestís de negro. Si río, llorás. Si lloro, reís. Pero, así como los rayos de sol acarician la luna por unos segundos, tenemos instantes donde nos agarramos de la mano y veo mi reflejo en tus ojos. Esos instantes bastan para amarte como te amo.”

“Pobre de aquellos que no conocen los luceros que embellecen tu rostro y creen que el día nace con el sol.”

“Yo también puedo escribir los versos más tristes esta noche, pero no quiero hacerlo. Prefiero contar acerca del amor, la alegría y la paz. Pero, por sobre todas las cosas, prefiero contar acerca de la certeza de saber que estás en alguna parte, esperándome.”

“Si intentara contar las lágrimas de tu ausencia comprendería el significado del infinito.”

“El mayor problema con el amor es que nunca deja de ser. Por eso, aunque me esfuerce en encontrarte defectos, en maximizar tus cosas que menos me gustan y en tratar de convencerme de que puedo vivir sin vos, cuando llega la noche me doy cuenta que todo el empeño que pongo es inútil y que nunca voy a dejar de amarte.”

“Es fácil odiar y aborrecer a quien nos somete con su poder, crueldad o malicia. En cambio, no podemos hacer otra cosa más que amar a quien usa la belleza y bondad como armas de tortura.”

“Aunque el sol salga de noche. Aunque la izquierda sea la derecha y la derecha ya no sea la diestra. Aunque el negro sea blanco puro y la pena sea una cara feliz. Aunque la tarde llegue primero que la mañana y el porvenir esté a mis espaldas. Aunque las canas se tiñan de negro con el paso del tiempo. Aunque lo malo sea bueno y lo bueno, malo. Aunque una noche soleada me duerma en mi mesa mullida y mirando hacia el cielo vea el piso pálido y me dé cuenta que mi mundo está invertido y que ignoro todo lo que sabía y que solamente tengo la incertidumbre de saber que Amor sigue diciéndose tu nombre.”

miércoles, noviembre 09, 2011

Lo que viene, lo que viene.


Lo único que tengo es el presente.

El pasado, todo roto, moretoneado y sangrando por la boca, yace muerto desde hace apenas un instante, o quince años, o treinta, dependiendo de los garrotazos que le di cuando lo tuve.
Pero existe una cosa que no puedo tener, ni pude tener. El futuro.

El muy guacho me mira de reojo y sonriendo, encubierto en el minuto que está por venir. Es la minita que se pasea con jeans ajustados y escote profundo, insinuando, calentándote el bocho, pero que recula ante el primer avance galante. Histérica y rayada.
Pero, precisamente por eso, es que me volvía loco y me obsesionaba. Escapándose de las manos como el agua porque nunca es. Cuando creés que ya lo tenés, que está ahí desnudo para vos, es presente y sin escalas, pasado sangrante.

Viví mucho tiempo pensando solamente en el futuro. Quería conocerlo revelado, sin tapujos. Quería conocer el resultado del partido antes de que se juegue, incluso saber quién hizo los goles. Quería saberlo todo antes de que sea. Quería saber si me iba a besar, si sería eterno, cuando la esperanza pasaría a ser desengaño, si Dr. House al fin se levanta a Trece y cosas así. Quería un spoiler total.

La locura cuando no te mata te hace cometer locuras y yo no fui la excepción. En mi ataque descubridor, comencé a gastar mis recursos en saber más allá de hoy. Empecé a frecuentar gente que se pasaba la vida dedicada a ver el futuro, por todos los medios imaginados.

Conocí un croupier arrepentido que ahora tiraba las cartas y te describía tu porvenir según las figuras que te tocaban en suerte. Algo así como que si te toca el 11 de copas, está todo bien, pero tenés que preocuparte si te sale una sota de bastos. Descarté ese método porque me di cuenta que el destino es muy revirado como para limitarlo a 12 posibilidades, incluso 48, si consideramos el palo. Hasta para 52 chances, si es que nos gusta el póker. Pero por sobre todo, lo descarté debido a la insistente aparición del as de oro en todas las tiradas.

Conocí también un sabio con turbante y bolas de cristal, pero fui sacado a empellones por un tipo musculoso al no poder aguantarme la risa ante la escena teatral.

Conocí a una señorita que, en función de la ubicación del sol, Júpiter, la luna, la hora en que naciste y otros datos por demás asociados, te armaba una carta astral, con la cual podías saber si triunfarías en el amor, en los negocios, saber cuál era tu número de la suerte y tu color con más ondas positivas. Me di cuenta que me verseó porque la señorita que se robó mis ilusiones se cansó de mis remeras rojas y de que me gaste el sueldo jugando el 22 a la cabeza. Eso evidentemente no es ser un ganador en cuestiones sentimentales.

Luego conocí a un vidente de renombre. El tipo entraba en trance, ponía los ojos en blanco, y cuando volvía en sí, te contaba escenas inconexas, afirmaciones que querían decir una cosa u otra, depende la postura, y te pintaba los personajes que aparecerían que serían muy importantes para vos. Es decir, te mostraba un trailer de tu vida. También descarté esta opción porque los avances, en definitiva, siempre están buenos y están hechos para vender el producto pero más de una vez te clavás con una película aburrida.

Conocí numerólogos, adivinadores, brujos y hasta quiroprácticos. Pero ninguna revelación satisfizo mis ansias de conocimiento.

Cansado, abatido, llorando y nostálgico al revés, estaba a punto de rendirme cuando un viejo amigo me aconsejó que vaya a visitar al Oráculo del Litoral. Mi primera reacción fue escéptica. Pero cuando mi amigo me dio más detalles, la curiosidad creció de manera exponencial.

-Mirá, -me dijo- yo tenía un primo que quería saber cómo iba terminar el fato que tenía con la mujer de su jefe… y el Oráculo le dijo que lo iban a pescar con las manos en la masa, por decirlo de alguna manera, y le iban a vaciar el cargador de una 9 milímetros en la cabeza…
-¿Y acertó? -quise saber antes de que terminara de contar.
-No sé… pero el loco renunció al otro día y ahora vive en Rusia.
-Mmmm…
-Eso sí, no es muy convencional el sujeto este. -advirtió mi amigo.
-He conocido cada loco…
-Sí, sí… pero este es especial. Tiene una particularidad al momento de vaticinar predicciones.
No dije nada, pero miré a mi amigo de un modo interrogador.
-Para que el tipo pueda funcionar como oráculo -continuó diciendo- tenés que tocarle la rima.
-¡Pará, pará! ¿Cómo?
-Claro, ¿viste que algunos tipos curan de palabra y otros necesitan, por ejemplo, una foto o algo de la persona en cuestión? -Preguntó sin esperar respuesta- Bueno, este tipo necesita que vos le toqués el culo para poder ver tu futuro. Mi primo me dijo algo así como que vos vendrías a ser una antena de Direct TV y el oráculo el decodificador.
-Tengo que conocerlo. -Dije anonadado. Literalmente.

El Oráculo vivía en la vecina ciudad de Santa Fe. Al día siguiente de la charla con mi amigo, me dirigí a visitarlo, sin hacer una cita ni ponerme en contacto antes con él. Quería, desde el vamos, verificar su credibilidad.
Cuando llegué, el tipo me estaba esperando.

-¿Qué hacés? -Me dijo- ¿Llegaste fácil?

Lo miré con descreimiento. El Oráculo era morocho, pelo corto y puntiagudo. Ojos observadores, como buscando siempre algo no visible. Simpático y medio torpe al hablar. En seguida descubrió que no le creía.

-Puedo decirte “Sr. Ramos” si te parece más correcto.
-¿Cómo sabés quién soy?- Pregunté asombrado.
-¡Vamos! Vivo de esto. -Sonrió por lo bajo mientras hablaba.

Apareció su mujer con dos vasos con Coca fría. El viaje había sido caluroso porque el aire acondicionado del colectivo estaba roto.

-Ahora entiendo por qué este quería dos vasos. -Dijo ella sin saludar siquiera.
-Servite. -El Oráculo habló señalando el vaso extra- El viaje debe haber sido caluroso con el aire roto.
-Veo que hacés bien tu trabajo.
-Es la práctica. Todos los días llega gente como vos buscando respuestas del porvenir en preguntas que todavía no fueron hechas. Si no les demuestro que se las puedo dar antes de que pregunten… ¿para qué preguntar?
-Eso quiere decir que ya sabés para que vine.
-Claro.
-¿Y me vas a contestar?
-Depende de lo que preguntés.
-¿Pero no dijiste que sabías todas las preguntas?
-Claro. Pero depende de vos hacer las preguntas correctas. Las otras no las respondo.
-Pasa que yo quiero saberlo todo.
-No se puede. Reglas del juego.

Me notó pensativo.

-Cada cosa que hacemos ahora, cada elección y cada descarte que realizamos ya, cambia las cosas que pasarán. Venir hasta acá hace que todo lo que era para vos si no hubieras venido ya no será. Yo puedo decirte lo que pasará con tus decisiones y elecciones hasta hoy. El resto, está velado para todos. -Continuó.
-Pero entonces no sirve para nada todo esto.
-¡Cómo que no! -Exclamó ofendido- ¿La profecía es por lo que ocurrirá o las cosas serán porque fueron profetizadas?

No supe qué responder.

-Estás dando muchas vueltas… ¿vas a preguntar o ya no querés saber?
-Quiero saber, pero ahora no sé qué quiero saber.
-Es la gran duda de todos.
-Bueno, pregunto y chau. ¿Qué será…?
-No. -Me cortó bruscamente- Así no funciona. No puedo leer lo que se viene para vos si no estamos conectados. -Mientras hablaba se dio vuelta, se inclinó levemente y se señaló el trasero- Tenés que apoyar tu mano acá. Si no, esto no anda.

Dudé.
-¡Dale! -Me animó- ¡Tocá... tocá!
Lentamente apoyé mi mano. El tipo se estremeció un poco.

-¿Por qué en el culo?- Pregunté.
-¿Esa es tu primera pregunta? Dejate de joder.
-Bueno, bueno… A ver… ¿Voy a ser una persona exitosa?

Hizo una pausa, como buscando la respuesta vaya a saber uno donde.

-Claro. -Respondió- Pero el éxito depende de la perspectiva. Lo que es exitoso para uno, puede que no sea para otro.
Lo miré no muy convencido.
Pensé otra pregunta.

-¿Será que voy a ser una persona feliz?
Esta vez no demoró.
-¡Seguro!
Sonreí tenuemente.
-A veces. -Agregó.

Empecé a inquietarme con las respuestas. Yo buscaba certezas y obtenía más dudas.
Con un tono duro dije:

-Tus respuestas no aclaran el panorama… te dije que lo que yo quiero es saber y no estás ayudando demasiado.

Me contestó cantando.

-“Es la incertidumbre lo que te enamora,
mil besos sin dueño bailan en mi boca,

posibilidades, esperanzas locas,

la duda es la vida, saber es morir.

Ya vienen las certezas amargas de mi suerte,
respuestas de la muerte, vivir es preguntar:

¿Quién es el que decide pasiones y destinos?

¿Quién dibuja el camino de nuestra vida y de nuestro amor?


Lo miré lagrimeando y comprendí. Quedé en silencio un tiempo, pensando, sin sacar la mano de su trasero.

-Yo soy la respuesta a esas preguntas. Yo decido. Yo elijo. Yo dibujo con la mano y luego borro con el codo.
Pero tengo una duda que me inquieta más que ninguna otra y es esa, en realidad, la única respuesta que vine a buscar. -Dije.
-Es verdad. El resto de tus preguntas estaban respondidas antes de que vengas. Creo yo que sólo necesitabas oírlo para terminar de saberlo.
-¿Voy a encontrar al amor de mi vida?- Tomé aire antes de preguntar y quedé expectante.
-¡Claro! -Gritó y lanzó una sonora carcajada.- Es imposible vivir y no encontrarlo. Ese no es el problema. La cuestión es darse cuenta de que es el amor de la vida de uno. Muchas veces lo hallamos, pero pasa de largo. A veces por nuestras distracciones, otras por su despiste. Este último es el peor de los casos, porque no hay nada que podamos hacer nosotros.
-Pero, amigo, -dije un tanto resignado- al final no me estás diciendo nada que yo no sepa.
-Entonces, ¿para qué lo preguntás? -Dijo secamente.

Aparté la mano. Me la froté en el pantalón. No necesitaba preguntar más, ya había obtenido lo que había ido a buscar.

-Tengo que confesarle algo, amigo. -Dijo muy seriamente- No hay nada mágico en mi ciencia. Sólo te ayudé a apoyar tu mano en el trasero de las respuestas con las que ya intimabas. Nadie conoce el porvenir y es, precisamente eso, lo que hace tan maravilloso el asunto. La pasión empañada por la desilusión no sirve para nada, ni siquiera se disfruta. Apostar a lo seguro sólo sirve para ganar y no para aprender. Saber el resultado te evita el sufrimiento. Eso, amigo, no es vivir. Y no es necesario siquiera saber hasta cuando.

Volví de Santa Fe renovado. Ya no busco profecías reveladoras. Ya no invierto en números de la suerte y volví a los pantalones negros que tanto me gustan. Trato de disfrutar el momento y mientras más desprevenido me agarre el porvenir, mejor. Aprendí a vivir ocupado por mañana pero sin preocuparme. Todo “ahora” es mejor que cualquier “después”. Gracias al Oráculo del Litoral, ahora vivo tocándole el culo al futuro mientras disfruto del presente, que como ya dije, es lo único que tengo.

lunes, octubre 31, 2011

Muerte blanca

La noche puede ser muy cruel cuando quiere.
Los seres noctívagos ocupan sus lugares frecuentes, indiferentes al entorno blanco y frío.
La nieve parece detenida en el tiempo. Nada en la ciudad detiene su ritmo, pero la nieve sí. Ella es distinta.
Hoy todos están más alterados y atentos. El día amaneció conmocionado por lo sucedido la noche anterior.
Yo sólo sonreí por lo bajo durante los testimoniales. Siempre me jacté de que mi escepticismo iba de la mano de mi pragmatismo a todas partes, tanto a las iglesias como al cine. También a las morgues.
El hombre no tenía más de 35 años. Corpulento y casi dos metros de altura. No presentaba traumatismos ni hematomas. El médico de turno no nos supo decir cómo había muerto el fulano, simplemente dijo que “no se puede determinar causa de muerte en la autopsia preliminar”. No fue de mucha ayuda.
– De todos modos, - agregó - creo que deben echar un vistazo.
Con López, mi compañero, examinamos una y otra vez el cadáver. Había algo que no cuadraba. El tipo estaba ahí, muerto y duro como un pedazo de pared, con la cicatriz que recorría el pecho de punta a punta cerrada descuidadamente, descansando sobre la mesa fría de una sala más fría aún, y sin embargo, no parecía muerto. Tenía el semblante colorido, los ojos con ese brillo que sólo tienen los vivos. Pero ahí estaba, muerto.
El timbre de mi celular nos sacó de nuestros pensamientos. No sé por qué, pero la noticia no me sorprendió. Cerré el celular y miré por entre sus lentes a los ojos de López.
– Hay tres cuerpos más, en el Red & White - dije secamente.
López atendió su teléfono que había comenzado a vibrar mientras yo hablaba.
– Cuatro más… por la zona del puerto - me dijo achicando los ojos, cavilando.
Fuimos hasta el Red & White, el cabaret con las mejores chicas de Ushuaia. Más de una vez habíamos tenido que ir por cuestiones de trabajo, pero esta vez no nos gustó tanto la idea. Llegamos y todo el lugar estaba revolucionado.
Revisamos los cuerpos. Tomamos notas, sacamos fotos. No dijimos nada.
Bajamos por una calle empinada, como casi todas en el Fin del Mundo. Llegamos al puerto. Misma rutina.
Otra vez en el auto, mi compañero habló.
– Yo no sé qué pasa - dijo -. Todos muertos que no parecen muertos. Si no fuera porque están ahí, inertes, sin pulso, no creería que pasaron a mejor vida.
– Los del Red & White tenían señales de pelea - aduje.
– ¡Vamos! Vos sabés bien que no murieron por eso… Se fajaron un poco, es cierto, pero todos están muertos sin motivo aparente. Pareciera, simplemente, que perdieron el alma y cayeron…
Sonreí mirando a López. Él sabe que descreo sus supersticiones y fantasías.
Hizo un gesto y atendió su celular que siempre está en vibrador.
– Dos más… en el centro. Hay un testigo.
Cruzamos las calles del puerto a toda velocidad. Al llegar no perdimos tiempo con el cuerpo. No era necesario.
El tipo todavía estaba en shock. Se tomaba la cara con las manos y repetía “no puede ser, no puede ser” casi a los gritos.
– Necesito saber quién hizo esto, amigo - le dije con voz firme, intentando traerlo nuevamente a la realidad.
– Fue la Muerte… fue la Muerte… no puede ser... ¡Fue la Muerte!
Yo hice un gesto de incredulidad y López se persignó.
– Fue la Muerte en persona… esa mujer, es la Muerte hecha persona…
López comenzó a preguntar.
– ¿La Muerte? Eso es imposible, señor. ¿Cómo puede decirnos eso?
– Mire oficial… yo tampoco creo en estas cosas… pero le digo que lo que mató a ese tipo era la Muerte en persona. Era la mujer más hermosa del planeta, toda vestida de blanco. Pero esos ojos, oficial… esos ojos blancos como la nieve virgen, no pueden ser de otra persona… Sólo de la Muerte, oficial.
Harto de divagues sin sentido, dejé a López con el testigo y centré mi atención en el muerto. Como todos los demás, no parecía estarlo. Pero ahí estaba, indefectiblemente muerto. Busqué signos de pelea, o huellas, que pudieran generar una pista, al menos una. Revisé sus bolsillos sin suerte. Moví el cuerpo para buscar debajo y encontré un trozo de tela de salvavidas con una palabra trunca escrita: “ustice”.
– ¡Te tengo! - pensé.
López apareció detrás de sus lentes. Pálido.
– Es demasiado loco lo que dice este tipo… pero lo que me preocupa es que lo dice demasiado convencido.
Guardé la tela en mi bolsillo. Ya sabía lo que tenía que hacer.
El día había sido complicado y López no opuso resistencia a mi sugerencia de ir hasta la oficina a organizar la investigación. La medianoche estaba cerca ya y no habíamos parado de ir de un extremo de la ciudad hacia el otro.
– Voy a comprar puchos.
La excusa no sonó muy convincente, pero sirvió para que López baje del auto. No necesitaba un supersticioso para terminar este asunto.
Bajé velozmente hasta la avenida Maipú. Esperé en el semáforo mientras rearmaba mis pensamientos.
“ustice” era obviamente un fragmento de la palabra “Justice”. Y “Justice” era el nombre original de uno de los barcos más conocidos de la ciudad antes de que Leopoldo Simoncini, en 1947, lo rebautizara como Saint Christopher y lo pusiera a trabajar en las aguas sureñas del mar argentino, donde todavía permanece encallado, como símbolo de la excelente construcción de antaño y como atracción turística de hoy.
Desde la avenida alcazaba a visualizar el casco deteriorado por el tiempo y la impiedad del mar. Apenas unas luces que llegaban desde la orilla iluminaban la tumba de agua y el precario sendero que llevaba hasta ella.
Dejé el auto mal estacionado. Avancé por el sendero de piedras y llegué hasta la cubierta deshabitada. Una puerta entreabierta golpeaba al ritmo del viento, dejando ver por instantes dentro del barco abandonado.
Cuando entré me aseguré de dejar un hierro oxidado trabando la puerta para evitar que me juegue una mala pasada si necesitaba escapar a gran velocidad.
Giré con presura al sentir su voz, melodiosa.
– Hola, Pablo - habló sabiendo mi nombre.
Era simplemente hermosa. Su cabello destellaba cuando la luz lograba penetrar el ojo de buey roto y sucio. Su rostro era delicado, los rasgos bien definidos. Perfecta. El testigo tenía razón. Sus ojos eran blancos como la nieve.
No pude odiarla, como me pasaba con otros criminales. El simple hecho de verla radiante hizo que estuviera dispuesto a perdonarla. Sentí ganas de abrazarla y confesar lo que sentí en mi alma, los estragos que ella había causado en apenas unos segundos.
– ¿Por qué lo hiciste? - le dije sintiendo pena. No por las víctimas, sino por ella.
– Yo no hice nada, Pablo. Te lo juro.
Le creí. No puede evitarlo.
– ¿Por qué les quitaste la vida? - pregunté sin juzgarla.
– No les quité nada. Nunca hubiera podido hacerlo. Ellos me dieron todo sin que se los pida. Lo entregaron sin resistencia.
Se acercó y me habló dulcemente. Sentí la brisa del mar que refrescaba mi rostro cuando me envolvía su voz. Quise besarla. Necesitaba besarla.
En ese momento pude reaccionar y darme cuenta de lo que estaba pasando.
– ¿Me querés? - preguntó.
– ¡Dejame en paz! - le grite - ¡No se puede querer a la Muerte!
Ella sonrió antes de hablar. La sonrisa más dulce y cruel que pude soportar.
– Pablo, amado mío… Yo no soy la Muerte - dijo con ternura -. Soy el Amor.
Entonces, sumiso, cerré los ojos, la besé… y nunca más volví a abrirlos.


domingo, octubre 16, 2011

Mi vieja es una genia.

Los médicos son tipos capos. Porque saben que luego de sacarte de un lugar cálido, cómodo y de tirarte sobre una mesa fría, hacerte llorar y tratarte de una forma en la que te das cuenta que la cosa de este lado no será fácil, saben que sólo los brazos de mamá pueden darte la paz, el cuidado y quitarte las ganas de odiarlos para todo el viaje. Como dije, son tipos capos.
Entonces te depositan en sus brazos, ese lugar que debe ser lo más parecido al cielo, y ves por primera vez esos ojos que te miran como nadie más lo hace. Esos ojos que, más adelante, te van a decir que te siguen queriendo aunque vos los hayas defraudado, no te hayas portado bien o no hiciste lo que tenías que hacer. Esos ojos que se alegraron con tu primer paso y se llenaron de lágrimas con tu primera palabra.
¡Pero qué tipos capos los médicos!

Hoy es el día de la madre y yo no quiero caer en eso de que “el día de la madre debería ser todos los días” o cosas por el estilo. Sin embargo, quiero intentar decirle a mi vieja cuán importante es para mí. No soy bueno con las palabras habladas, por eso recurro a los textos, mi verdadero idioma nativo.
De todos modos, estoy convencido que para que ella entienda cabalmente, debería hablarle con acciones, que es el idioma del amor… el único idioma que mi vieja entiende a la perfección, eso que habla alemán (pobre, siempre intenta enseñarme sin rédito alguno) y geringoso (en este sí soy bueno).

La Tita, como le dice mi abuela, ha sido siempre el apoyo que necesité. Sin saberlo, muchas veces, y muchas otras, sin saber siquiera en qué me apoyaba. Como dije antes, soy muy introvertido, y ella siempre respetó mi raye. Sabe cuando estoy mal, pero nunca intenta lograr que le cuente por qué. Sin embargo, me prepara la mejor leche chocolatada del mundo y trata de alegrarme la vida con palabras simples y cosas cotidianas. Lo bueno es que lo logra. Siempre.
Ella me enseñó lo bueno y lo malo de las cosas. Me enseñó a querer aunque no me quieran. A perdonar. A valorar la amistad.
¡Vaya si lo hizo!
Sobre todo cuando caía a casa con los pibes del secundario (rateados, como corresponde) a casa a preparar tortas fritas, a mirar pelis, a jugar en la compu… quinientos negros en casa y ella diciendo feliz “prefiero que estén acá, en casa, antes de que anden en cualquier lado de vagos”. En vez de expulsarlos rotundamente como lo merecían, ella decidió adoptarlos.
Todavía ahora, cuando vamos con los pibes del Club o de la iglesia, y estamos hasta el otro día haciendo líos en casa, ella no se cansa de agradecer a Dios por los amigos que tengo.
Pensar que ella insistía en que asistiera a Conquistadores. En que madrugara los domingos para no perderme los campamentos y las especialidades. Si alguien me hubiera visto rechazar sus invitaciones de la manera en que lo hacía, seguramente me pediría que devuelva mi pañuelo de Guía Mayor, que hoy luzco presumido. ¡Cuanta razón tenías, mamá! ¡Cuántas cosas me perdí por no escucharte cuando debí hacerlo!
Pero tengo que agradecerte, eso sí, de que hayas seguido insistiendo, siempre. De que nunca te hayas rendido y todos los sábados me despertaras para preguntarme si quería acompañarte a la iglesia, aunque ya sabías la respuesta. Cuanto agradezco a Dios de que nunca hayas bajado los brazos conmigo.

En este punto tengo que abrir un paréntesis antes de seguir.
Cuando crecimos, allá en mi Buenos Aires querido, con Claudio (mi hermano) tuvimos una ventaja por sobre cualquier mortal. Dice la leyenda que madre hay una sola, pero nosotros tuvimos la fortuna de tener dos. La madre de mi madre y mi madre. Mi abuela, la mujer que me vence con su mirada pura de cristal. Estar en su casa es algo así como saborear un poquito de la Tierra Nueva. Con ella aprendí, entre muchas otras cosas, el significado de la palabra cristianismo y la canción del “gatito que es muy picarón, gracioso, travieso y muy regalón”.
Hoy, ya viejo y todo, agradezco a Dios por poder seguir aprendiendo de ella. Por tenerla conmigo y porque sé que siempre estará orgullosa de mí, sea lo que sea que yo haga. Eso es impagable. No podía escribir sobre el día de la madre sin mencionar a mi abuela, la segunda en esta escala.
Cierro paréntesis.

Hay una característica de mi mamá que no logro entender. Yo no sé cómo hace para poder estar para todo el que la necesite, no importa en lo que sea.
Ella te cuida los pibes, te limpia la casa o te la vigila si te vas. Ella te arma una clase para la iglesia, te cocina en un retiro, te ayuda a preparar las cosas cuando te vas de campamento (y ordena todas las que quedan desparramadas). Te predica, te enseña de la Biblia, te escucha, llora con vos, te cuida en el hospital, te ayuda con la tarea. Es increíble. Yo no sé cómo lo hace.

En resumen, yo no soy gran cosa, pero no lo sería sin ella. No estaría donde estoy sin ella. No iría a donde voy sin ella.

Vieja, este texto va a manera de abrazo eterno. Va a manera de agradecimiento insuficiente por todo lo que hacés por mí, aprovechando esto del día de la madre.
Sé que no soy todo lo expresivo que a vos te gustaría que sea, sé que no te digo todos los “te quiero” que quisieras que te diga, pero en este espacio quiero decirte a los gritos para que no te queden dudas, nunca: ¡TE AMO CON TODA MI ALMA Y MI CORAZÓN!
Gracias por todo, mamá.
¡Qué tipos capos que son los médicos! Pero mi vieja lo es mucho más. ¡Feliz día!


viernes, septiembre 23, 2011

Cuentos inconclusos

El cuento inconcluso es la obra póstuma por excelencia. Basta con googlear esas dos palabras para obtener 80.100 resultados en 0.24 segundos. Ponele que haya páginas que hagan referencia a la misma obra, de todos modos, el número es gigantesco igual.
El cuento sin final tiene un saborcito especial, como ningún otro escrito. Debido a que el autor ya no está (puede que esté muerto, ausente o con fiaca), nunca tendremos la certeza de lo que habrá querido decirnos. La conclusión queda ahí, para que nosotros la podamos imaginar fantástica, inigualable. Una obra maestra. Es el cuento que termina tal cual nosotros queríamos que termine.
Es el cuento perfecto. Ya hubiera querido yo que muchas historias quedaran truncas para poder imaginarme el desenlace. En mi final, por ejemplo, jamás Romeo hubiese sido tan pavote ni Phoebe hubiese elegido a Mike por sobre David. Ni en sueños.
Yo no quiero esperar hasta el cajón para dejar algunos escritos sin final. No quiero hacer que mis cuentos se pierdan la oportunidad de que alguien les imagine un final que yo jamás escribiré. Es por eso que acá, en esta humilde morada, dejo algunos de mis relatos inconclusos, aquellos que tienen un final distinto para cada lector. Esto es “Escoge tu propia aventura” pero sin límite de opciones ni números de páginas salteados.


La noche feliz
Esta noche voy a salir con ella. Estuve esperando este momento desde el colegio secundario. Desde ahí que le vengo tirando los galgos pero ella siempre se encargó de esquivarlos con una maestría fantástica. De todos modos, yo nunca me rendí. Siempre sospeché que ella no podría resistirse toda la vida a lo que siente por mí.
Me voy a empilchar con lo mejor que tengo. Me compré una camisa que pareciera que la hicieron pensando en mí. Voy a usar un jean y unos zapatos re pitucos. La verdad, esta piba realmente me mueve la estantería, porque no me he vestido así para nadie antes. Incluso creo que me voy a poner colonia y todo eso.
Tengo pensada llevarla a un comedor bien cheto que hay en el centro. Estuve ahorrando unos meses porque sabía que alguna vez iba a aceptar, así que la guita no es problema.
Después, si todo sale como lo planeado, vamos a dar unas vueltas por ahí, tal vez un helado en Grido, después parque, costanera, río… lo más romántico que se pueda.
Lucho, un compañero pachanguero de la oficina, me contó de un telo que está copado. Habitaciones temáticas y toda la bola. Sale medio salado, pero como ya dije, ese no es el problema esta noche.
Tengo todo perfectamente planeado y organizado. Esta noche es LA noche.
Bueno, me voy a bañar. Tengo que estar pulcro y suavecito para esta noche. A ver, me está sonando el celular… Es ella… ¿Qué querrá?
“Hola”, le digo. “Hola”, dice ella. No me gusta ese tono de voz.
Tomo aire y le pregunto “¿Cómo estás?”. Ella hace una pausa antes de responder y dice…


En el blanco
Él es profesional. Estuvo planificando cada detalle del asesinato minuciosamente. Desde que recibió la orden, el nombre, el pago y una foto de la víctima, hasta hoy, el día elegido para efectuar el disparo, transcurrieron tres meses. Tres meses que se esfumarán cuando presione el gatillo, cuando la bala despedace el corazón y la sangre escape a borbotones por el pecho y la boca. Apenas tres segundos. Máximo.
Hace dos días que ya está esperando. Escogió y reservó el departamento frente al banco hace dos meses ya, pero recién hace dos días se instaló, asegurándose que nadie lo viera.
Hace más de tres horas que está esperando con el arma montada. No está ansioso. No está nervioso. Sabe que el blanco está dentro del banco, haciendo una extracción. Sabe que saldrá en poco tiempo y por eso también sabe que no puede distraerse. Hace demasiado tiempo que ya no se distrae. Nunca.
Es la hora justa. El tránsito merma considerablemente a esta hora. La acera está desierta. El silencio algo sabe, porque está colmando la ciudad, expectante.
La puerta del banco se abre lentamente. Un señor demasiado bien vestido cruza la calle velozmente. La puerta no alcanza a cerrarse y una mano de mujer la vuelve a abrir.
Es el momento. Hay poco tiempo y todo tiene que ser preciso.
El pibe no debe tener más de diez años. Su madre lo retiene con una mano mientras sostiene abierta la puerta con la otra. Sonríe, ajeno al mundo que se apagará en momentos.
La mira telescópica encuentra el pequeño corazón de inmediato. Apenas unas céntimas de segundos tarda en apuntar…


El cuento más lindo del mundo

Había una vez...


Secreto a gritos
-Tengo algo para decirte.
-¿Qué?
-Vos sabés… hace tiempo que necesito hablar con vos, decirte estas cosas…
-Bueno, no sé qué estás esperando. Nos vemos a cada rato, creo que hubieras podido encontrar el momento para hacerlo.
-Sí, seguro… pasa que no es tan fácil para mí… viste como soy.
-Sí, ya sé… rompe pelotas.
-No jodás. En serio es importante lo que te tengo que decir.
-Ok, ok... soy todo oídos.
-No sé siquiera por dónde empezar…
-Uhhh, la puta madre… qué manera de dar vueltas.
-No te digo nada si te vas a poner así.
-Como quieras. Vos dijiste que querías hablar.
-Bueno, che. Te digo igual.
-Dale.
-Como te dije, hace tiempo ya que quiero decirte esto…
-Ahá…
-Y no sé por dónde empezar a decirlo.
-Ahá… de nuevo.
-Pasa que yo pensé que te ibas a ir dando cuenta con el tiempo.
-¿De qué?
-¡De esto que tengo que decir!
-Ah, claro… claro.
-Pero parece que no… o lo disimulás muy bien.
-No soy de disimular.
-¡Bueno, entonces sos medio banana!
-Eso puede ser.
-Pasa que esto que me pasa, no me pasó nunca antes… con nadie.
-Epa.
-No aguanto más esto… te lo tengo que decir de una vez y aferrarme a las consecuencias…

Quiero ver
Quiero ver en tu corazón, saber lo que tenés guardado ahí. Quiero ver a través de tus ojos y saber cómo ves el mundo. Quiero ver por tu sonrisa de ángel, perfecta. Quiero ver los colores de la manera que los imaginás vos. Quiero percibir la realidad con tu fantasía constante. Pero por sobre todo, quiero ver…



Yo creo que la vida es un cuento inconcluso. O más bien, una serie de ellos.
Transitamos historias infinitas. El amor, el dolor, los sueños, la profesión. Todos son puntos suspensivos constantes. El punto final, llega con la muerte, por eso es que tanto miedo le tenemos al The End, a la tapa dura.
Lo bueno de todo esto es que Dios tiene preparada una historia sin final para cada uno de nosotros. Una historia que no terminará jamás, una historia para escribir eternamente.
Mientras, en el camino, tenemos que aprovechar estos cuentos sin final, porque si nos conformamos con el primer punto que se nos cruce, no llegaremos jamás a la sangría del siguiente párrafo. El secreto de todo esto está en…

martes, julio 26, 2011

Con distinto olor

No alcanzo a ver la diferencia entre el amor, el arte y la tristeza. Siempre sospeché que eran la misma cosa, pero ahora creo que el asunto tiene más que ver con que uno, el arte, es fruto de otro, la tristeza; siendo esta, a su vez, únicamente válida cuando es por amor. Este vínculo tan estrecho hace que sean prácticamente la misma cosa pero sin llegar a serlo.

De todos modos, sé que toco de oído en estos temas. A la vista salta que no soy un gran artista (este escrito es, en sí mismo, evidencia), que no soy asiduo en cuestiones amorosas y que lucho, con todas mis fuerzas, para que la tristeza no pase cerca de mis pagos. Obviamente, alguna vez me he inmiscuido en estos universos desconocidos y explorando sus dominios he sacado algunas conclusiones, no demasiadas profundas, cabe aclarar.

Sólo un párrafo para atender al arte y a la tristeza. Escribir es un cable a tierra, una manera de decir las cosas que de otra manera no diría. Es un lenguaje hermético pero disponible para aquel que quiera descifrarlo. Los mejores párrafos fueron hijos inmediatos de las lágrimas amargas de la soledad, el desengaño o la muerte. Obviamente, esto no es imparcial, ya que esta última afirmación acerca de la calidad de los escritos es directamente proporcional a mi criterio. El arte es subjetivo, chocolate por la noticia.

Y por otro lado, el amor. Las mariposas en la panza, los latidos cardíacos acelerados, las palabras oportunas que se niegan a salir. En fin, cuando más idiotas nos ponemos.

Yo recuerdo perfectamente la primera vez que me enamoré. Ella iba al mismo grado que yo en la escuela Zubiaur de Paraná. Era hermosa en todos los aspectos. Su sonrisa, su cara angelical, sus ojos tiernos que acariciaban al mirar, sus piernas flacas como palos de escoba, su guardapolvo impecable. Se llamaba Roxana.

Yo no hice más que mirarla desde lejos y soñar que la agarraba de la mano y volvíamos juntos de la escuela. Ella nunca se enteró que fue mi novia.

También recuerdo la primera vez que la cosa fue más allá que la ingenuidad de escuela primaria. Fue en el cumpleaños de un amigo. Ella era hermosa. No muy alta, con unos bucles que enmarcaban su mirada felina y su sonrisa perfecta. Fernanda, su nombre.
Ella fue la encargada de despertar ciertos desajustes hormonales propios de la edad. Lo noté cuando me di cuenta que no eran precisamente las manos lo que soñaba agarrar esta vez.
Nuestra relación no pasó de unos juegos grupales esa noche mágica de verano, pero yo seguí enamorado mucho tiempo más. Gasté las cubiertas de mi bicicleta pasando frente a su casa, intentando verla alguna vez salir a hacer los mandados o aunque sea vislumbrar su silueta frente a la ventana. Como dije, cuando más idiotas nos ponemos.

Es por estos besos que nunca dimos o, peor aún, por aquellos que sí tuvimos y ya no podemos dar que la tristeza rebalsa nuestra razón. Es por esas sonrisas que siempre recordamos cuando cerramos los ojos que ya no reímos plenamente. Es por esa piel que ya no acariciamos que el mundo nos parece rugoso. Es por amor. Del más triste. Y del más puro.

Pero no me quejo de eso, sino más bien lo festejo en cierto modo, porque gracias a esa tristeza insondable, nos sopapea el artista y componemos, pintamos o escribimos los versos más tristes esta noche, esos versos de amor eterno, de amor incompleto. Los mejores versos que jamás escribiré.



martes, mayo 03, 2011

Cuento que termina bien

Yo no sé quién dice que todo tiene que terminar bien. Es más, a los hechos me remito y justifico los finales de mis cuentos con una oscura realidad cotidiana.
Pero no soy el único.
Los cuentos clásicos están llenos de finales oscuros. La pequeña diferencia entre mis divagues y los cuentos populares es, simplemente eso, la popularidad. Los míos esperan pacientes en la blogosfera ser descubiertos por un editor tan loco como yo, mientras que allá andan las caperuzas rojas y los príncipes azules habitando en el imaginario colectivo popular de todos, grandes y chicos, como un estigma literario inamovible.

Ahora bien, cuando leemos el rescate mágico y gastrointestinal de Caperucita, o el beso eterno de la Sirenita con Eric, debemos saber que nada tiene que ver con el final pedófilo original ni con Ariel convirtiéndose en espuma cuando su enamorado decide entablar relaciones con una señorita de la clase alta (nadie puede reprocharle la elección).
Los finales fueron alterados para obtener una versión ATP. Las adaptaciones han sido duras (no tanto como "Lejanías" de Jorge Esteban Pérez Ríos, pero tienen lo suyo), pero gracias a ellas Disney disfruta de sabrosos réditos, aunque el costo sean las revolcadas en sus tumbas de los autores.

Sin embargo, debo reconocer, fue cuando Caperucita es rescatada ó cuando Blancanieves despabilada que uno de chico llegó a pensar que la cosa no estaba tan mal, después de todo. Fue con el guardabosque cordial posando para la foto cuando comenzamos a creer que esta vida era, irremediablemente, justa.
Todavía estoy decidiendo si eso es algo positivo.

En el camino, ando yo escribiendo cuentos con finales oscuros pero reales, tristes pero justos, desesperanzados, pero con puntos suspensivos finales. Están acá, en esta bitácora, al alcance de todos, para que Disney no tenga problemas legales al momento de la adaptación.
Hoy escribo este cuento con final feliz (y a pedido del público) para ir ganando tiempo. Mientras, mi sombra enamorada deambula por mi bitácora, ansiosa de poder morir abrazada de su astro amado en uno de los finales alternativos del DVD.


Cuento que termina bien
Bernabé, el cabrito, jugaba alegre mientras el sol se ponía detrás de la montaña apenas nevada. El invierno había sido cruel, pero los primeros calores de la primavera habían logrado que el paisaje ya tuviera colores mágicos.

El nombre se lo había puesto el hijo menor de los cuidadores de la estancia.
–¿Cómo se llamará el recién nacido?– preguntó la madre mientras se limpiaba las manos sucias durante la ayuda brindada durante el parto. Estuvo complicado, pero el cabrito ya caminaba sus primeros pasos débiles y enclenques.
–¡Bernabéééé!– gritó el niño estirando la última vocal, como si fuera un balido del animal.
Bernabé creció sano y radiante. Era amigo de todos los animales de la estancia. Los conocía por su nombre, sabía sus problemas, sus gustos. Realmente disfrutaba su vida, que transcurría entre montañas blancas y noches frías.

–No te vayas demasiado lejos. Quedate siempre donde pueda verte– le aconsejó su madre cuidadosa.
La cabra, vieja ya, conocía muy bien la estancia donde vivían y sabía que los depredadores siempre rondaban los lugares de pastoreo, esperando alcanzar alguna cría distraída.
Bernabé jugaba sin preocuparse, disfrutando de los últimos rayos de sol. Sin saber que en ese momento iba a comenzar la aventura más escalofriante de su vida.

Saltando de una piedra a otra, en un descuido, resbaló y cayó de espaldas al piso. El declive, más el hielo semi descongelado, hicieron una rampa perfecta por donde el cabrito comenzó a deslizarse montaña abajo.
Desesperado intentaba detener la caída, pero no lograba afirmarse en el camino, ni asirse de alguna rama.
Pero el miedo realmente invadió su cuerpo cuando notó que se dirigía directamente hacia un barranco. Luchó con todas sus fuerzas, apenas logró aminorar la marcha. Casi sin pausa, llegó al precipicio a gran velocidad.

Cuando pensó que junto con el fin del camino llegaba el fin de su historia, decidió aferrarse a la vida. Con todas las fuerzas de sus mandíbulas, alcanzó a morder una rama que sobresalía al final de la pendiente.
Sus dientes sintieron el impacto que toda la inercia de su caída provocó.
Presionando la rama enérgicamente, golpeado y asustado, el cabrito entendió que no iba a resistir demasiado tiempo colgado.
Intentó llegar con sus patas traseras hasta terreno firme, pero el hielo impedía que pudiera afirmarse.
Pensó que podría ir avanzando con pequeñas mordidas, pero el peso de su propio cuerpo impedía que pudiera aflojar un poco sus mandíbulas sin que se sintiera caer.

Desesperado, comenzó a llorar. Sabía que siquiera podía gritar pidiendo auxilio. Su mamá no podía oírlo. Pensó en todas las cosas que ya no podría tener, ni compartir con ella. Se imaginó a todos sus amigos de la estancia llorando amargamente cuando se enteraran de la noticia de su caída. Los más fuertes intentando consolar a su madre, que siempre se había preocupado por él.
Las lágrimas inundaban sus ojos sin piedad. Todos los juegos jugados, las rondas corridas, las deliciosas manzanas que comía con entusiasmo por las mañanas. Todos los recuerdos golpeaban en su cabeza como un martillo.

Decidido, tomó aire.
–No puedo terminar así… tengo que abrazar a mamá una vez más.
Juntó fuerzas de donde no tenía… sumó todas sus energías en un solo punto: su mandíbula. Comenzó a balancearse, despacio primero y enérgicamente luego… sabía que tendría sólo una oportunidad.
Si el niño menor de la estancia lo hubiera visto, habría pensado que se trataba de un deportista olímpico haciendo su rutina sobre las barras paralelas.
–Un último balanceo– pensó –y me suelto…
A la una, a las dos… ¡y a las tres!

Apenas llegó hasta el borde. El hielo le impidió afirmarse nuevamente. Lucho con las pocas fuerzas que le quedaban, pero esta vez, el precipicio estaba a punto de vencerlo.
El hielo se desprendía y caía al vacío con cada intento de mantenerse en pie. Exhausto, a punto de rendirse, ocurrió el milagro.

Unos arbustos próximos se movieron y el lobo dejó ver su figura esbelta. Avanzó con las fauces abiertas, jadeando. Dando un salto, se lanzó sobre Bernabé, que se balanceaba haciendo equilibrio en el hielo, al borde del barranco.
El cabrito cerró los ojos, nublados por las lágrimas que nunca habían dejado de brotar. Sintió los dientes filosos del lobo cuando se cerraron sobre su espalda. Y sintió el empujón que éste le dio, arrojándolo contra los arbustos desde donde el lobo había estado observando todo.

Cuando volvió a mirar, se encontró a salvo, pisando firmemente sobre la vegetación que asomaba entre los vacíos de hielo en el camino.
Bernabé, asustado y asombrado, miró intensamente al lobo. Era el lobo más grande y fuerte que había visto.
Una vez, había logrado ganar en la carrera a un pequeño lobo que intentó cazarlo cuando era aún más pequeño. Pero nada tenía que ver con la magnificencia de este ejemplar, que lo miraba desde la distancia, todavía jadeando.

Sin que Bernabé pudiera decir palabra alguna, el lobo habló:
–Cuando alguien se aferra a la vida con todas sus energías, nacen fuerzas en la naturaleza que no podemos llegar a entender. Hoy, en vez de almorzarte, decidí salvarte. Tus ganas de vivir te salvaron. Soy un lobo cruel, hambriento y poderoso. Pero no podría perdonarme jamás si hoy acabo con tu vida.
Sin aliento, Bernabé sólo pudo agradecer.
–¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias, Sr. Lobo! Voy a contarle a todo el mundo lo bueno que hoy ha sido conmigo.
–No te molestes, cabrillo. Nadie te creerá y yo lo negaré si me preguntan– dijo el lobo aullando. Se sacudió la nieve del lomo y siguió su camino, alejándose de Bernabé.
El cabrito corrió lo más rápido que pudo. Se aseguró de pisar lejos del hielo y llegó hasta su corral, casi sin fuerzas.
–¡Mamá! ¡Mamá!– gritó –¡No vas a creer lo que me pasó!
Todos los animales del corral lo miraron con tristeza. Bernabé pudo sentir su compasión.


Desde la cocina, con la mesa ya servida, podía sentirse el inconfundible aroma de un asado de cabra recién horneado. La familia reunida, luego del trabajo agotador, celebraba feliz un nuevo día con las labores concluidas.

Y también comieron perdices.





martes, abril 26, 2011

Perspectivas


El pequeño Juan se despertó malhumorado. No tenía ganas de ir a la escuela hoy.

El despertador sobresaltó a Juan. Sonó puntual, como corresponde a los despertadores. Sin mucho entusiasmo, de un solo manotazo logró restaurar el silencio.

– No quiero ir hoy, mami… me duele la panza – argumentó en vano.
– ¡Dale, vestite rápido que ya es tarde!
Caminó lento… arrastrando los pies. Casi sin abrir los ojos, entró al baño y se puso a orinar.
Después de 10 minutos de pereza, caminó lento hasta el baño, apenas levantando los pies.
Orinó, se rascó enérgicamente los genitales, no porque le picaran, sino por costumbre. Sin reaccionar todavía, se acercó al lavabo y dejó correr el agua durante unos segundos.
Con las dos manos se mojó la cara y se buscó en el espejo. La imagen devuelta no fue la que esperaba.

Tiró la cadena y se entretuvo viendo el remolino multicolor que se llevó su orín quién sabe dónde.
En puntas de pie, abrió la canilla de la pileta y se lavó la cara. Pero al verse al espejo, su reflejo lo sobresaltó.
De inmediato se reconoció en el niño asustado, parado en puntas de pie, con la cara mojada.

En el espejo, un hombre, desconocido pero familiar, lo miraba con cara de asombro.
Movió la cabeza lentamente, de un lado para el otro, queriendo asegurarse que el niño en el espejo realizara los mismos movimientos, fiel a la costumbre de los reflejos, pero esto no sucedió. El pibe seguía con la mirada atónita y fija, ya no con susto, pero sí con asombro.

El tipo comenzó a moverse. Giraba la cabeza lentamente hacia los costados. Lo miró fijamente, tratando de adivinar qué estaba haciendo. De pronto, las miradas se cruzaron y se descubrió en los ojos reflejados. Le costó identificarse, pero comprendió que era él mismo.
– Hola… – dijo apenas.
El reflejo lo observó pensativo.
“Hola”, pudo leer en los labios reflejados.
– Hola… – leyó en los labios del niño del reflejo.
Casi sin creerlo, contestó:
– Hola.
El niño sonrió tibiamente.
Sos ojos se llenaron de lágrimas cuando se reconoció joven. Se vio ahí, parado en puntas de pié para alcanzar la canilla, despeinado y lleno de vida.

Sonrió al ver que su reflejo sabía lo que estaba pasando. Pero se preocupó cuando vio lágrimas en los ojos del hombre.
Comenzó a notar dejos de seriedad en el rostro joven. Le sonrió. Quiso demostrarle con una sonrisa que todo estaba bien, que no había por qué preocuparse.
Se encontró, de pronto, mirando sonriente su reflejo en el espejo.

De inmediato, el hombre sonrió. Pero fue una sonrisa particular, tranquilizadora. Notó que todavía se le marcaban los hoyitos en las mejillas cuando sonreía. Durante un largo instante, se miraron sonrientes.
Juan comenzó a buscar sus diferencias con el que sería algún día.
Tenía algunas canas y barba. Le pareció graciosa su barba. Vio una marca debajo del ojo derecho. Parecía una cicatriz.
– ¿Tendrá cicatrices también en el corazón? – pensó Juan y volvió a preocuparse.
Juan no salía de su asombro. Verse ahí, como supo ser, tan distinto pero tan igual. Los ojos pícaros, la sonrisa transparente, su piel tersa. Mientras buscaba similitudes con el que ahora era, pensó en su infancia y en todo el camino recorrido para llegar hasta donde ahora estaba.
Tocó su rostro que el tiempo comenzaba a arrugar. Recorrió sus imperfecciones con sus dedos.
– Cuántas marcas tengo… cuantas cicatrices del tiempo… Aunque son mínimas comparadas con las heridas de mi corazón… ese sí que está maltratado, pobre.

Notó la tristeza en los ojos del hombre.
– Quiero que se dé cuenta que acá está todo bien…
Puso bizcos sus ojos. El del reflejo hizo una mueca.
Luego, Juan se tocó la punta de la nariz con la lengua y lanzó una carcajada sincera.
El hombre no pudo contener la risa e inmediatamente repitió el gesto. El resultado fue una cara por demás graciosa y Juan no pudo hacer otra cosa que volver a reír.
Cuando la melancolía subía escalones de a cuatro por vez, el niño hizo un cara graciosa. Puso bizcos sus ojos marrones y rió. Esto distrajo los pensamientos de Juan. Sonrió tiernamente.
Entonces el reflejo infantil hizo un gesto que desacomodó las ideas de Juan. El niño, tocó su nariz con la punta de la lengua y volvió a reír. A Juan le pareció que la carcajada del niño se mezclaba con la suya a través del espejo.
Al instante, Juan repitió el mismo gesto. El reflejo volvió a reír.

Pasaron un rato repitiendo caras graciosas. Primero Juan hacía y el hombre repetía. Luego, fue el reflejo el primero en gesticular y Juan reflejaba la mueca. En un punto, ya no se supo quién era reflejo de quien.
Mueca tras mueca el tiempo impiadoso siguió su camino.

– ¿Cómo será ser grande? – pensó Juan.
– ¡Cómo quisiera ser niño otra vez! – pensó Juan.

El grito de la madre rompió el momento. Era hora de estar listo para la escuela. Juan comprendió que tenía que irse ya.
Juan miró su reloj. Estaba retrasado 15 minutos.
– Tengo tanas cosas por decirte… tantas advertencias que darte. Pero tengo miedo. No miedo a lo que te pueda pasar, sino miedo a que no la pases tan bien como yo la pasé si te advierto. Vas a golpearte mucho, vas a sonreír. Vas a amar, vas a sufrir por amor. Vas a ganar campeonatos a montones, pero también sufrir con los promedios. Todo eso soy, todo eso serás. La vida te mete la plancha muchas veces y te salta con los codos, pero Dios te da la velocidad y la gambeta para dejar mal parados a tus marcadores, siempre.

Juan señaló su muñeca indicando que el tiempo se acabó. Puso de cara de estudioso para que el hombre entendiera lo que pasaba.
El niño le señaló que ya no tenía tiempo e hizo una cara que no entendió. Juan volvió a mirar su reloj y recordó que el colegio iniciaba sus actividades a las 7.30. Apenas tenía tiempo el niño para terminar de prepararse y salir disparado a clases.

Antes de salir, saludó al hombre con la mano.
El niño lo saludó. Juan respondió de la misma manera.
– ¡No te vayás! – gritó Juan y apoyó sus manos en el espejo.

Juan giró su cabeza sobre el hombro y vio las manos de su reflejo apoyadas en el espejo.
Volvió corriendo sobre sus pasos. Puso sus pequeñas manos en el mismo lugar donde el hombre tenía las suyas. Ambos tenían la misma mirada.
El niño volvió y puso sus manos junto a las suyas.

– Tengo que irme – pensó Juan –. No puedo quedarme para ver sólo el final. Quiero vivir lo que tenga que vivir para poder llegar hasta donde vos estás. Me voy, llego tarde a la escuela.
– Sé que tenés que irte… sólo quería verte una vez más – dijo Juan.
Se despidieron con la mirada. El niño fue el primero en correr hacia la puerta y salir del baño.

Otra vez la madre llamó. Esta vez, de una manera más enérgica. Juan corrió hasta la puerta y se dispuso a salir del baño.
Juan aceleró el paso dispuesto a recuperar el tiempo perdido.

Desde la puerta, antes de salir, volteó para ver el espejo una vez más. Pero su reflejo ya no estaba.
Desde la puerta, antes de salir, volteó para ver el espejo una vez más. Pero su reflejo ya no estaba.

martes, abril 19, 2011

Penumbras

Esta es la historia más triste que he escuchado. Advierto, antes que sigan leyendo, que el final no es feliz. Al menos, por ahora. Porque al igual que cualquier otra historia de amor, puede que aún no haya concluido.

Esta es una historia de separaciones, de proximidades ínfimas, pero sin llegar a tocarse. De besos almacenados, de sueños inalcanzables, lágrimas derramadas, cadenas irrompibles, pretensiones imposibles y, por sobre todas las cosas, luces. Porque para que las sombras velen la tierra con sus formas cambiantes es necesaria la luz. Y esta es una historia de sombras.

En realidad, de una sombra. La más noble de todas. Noble porque estaba enamorada y el amor es noble. Pero no sólo era noble, sino también ingenua. Porque como suele ocurrir en las historias de amor noble, estaba enamorada de un imposible. Ella solía decir que el único amor noble era aquel que no era correspondido, porque no recibe nada a cambio. Sostenía que solamente habiendo amado sin ser amado se amaba de verdad.

Intentó por todos los medios que él también la amara. Fue astuta, como toda enamorada. Siempre reflejaba las rosas más bellas, esas que se alimentaban de los rayos más cálidos por la mañana y le decía con voz suave:

-Estas rosas son para vos… las reflejo perfectas, para que puedas sentirlas como tuyas, ya que sin tu presencia no existiríamos.

Pero el astro, inmutable, respondía con crueldad.

-No me parecen perfectas… Tus rosas son oscuras, sin colores pero con espinas. En cambio, estas que yo acaricio, son rojas como el corazón más puro, suaves, como la brisa del amanecer en las montañas. Prefiero las reales, las que puedo tocar, no esa proyección imperfecta e inalcanzable para mí.

-Pero esas están ahí porque el jardinero las cuida. En cambio, las mías, sólo tienen razón de ser para que vos puedas apreciarlas –replicó con ojos llorosos la sombra.
El sol no contestó. Se distrajo alumbrando a las rosas que bailaban con la fresca música del viento vespertino.

Con el tiempo, ella aprendió a convivir con el amor indiferente. Se dedicó a refrescar a los animales, a peregrinos cansados por el viaje, a quién fuere que necesitara de su frescura reparadora. Le bastaba con sentirlo cerca, inmediato, aunque interminablemente distante.

La noche era el momento más oscuro. Pese a que era su total dominio, cuando podía estar donde quisiera, para ella la noche era el momento más oscuro. No porque las tinieblas poblaran el mundo, sino porque sus rayos no estaban ahí. Comenzó a sospechar que la oscuridad no es lo opuesto a la luz, sino que tiene más que ver con la ausencia.

Ansiosa esperaba la mañana. Su corazón comenzaba a latir recién con el alba ya que antes apenas bombeaba sangre.

Decidida, jugó su última carta.

-Estoy convencida de que si pudieras sentirme, verme como realmente soy… me amarías de la misma manera que te amo yo.

-No puedo hacerlo… Donde vos existís, yo dejo de ser. Donde tus oscuros ojos descansan, mis dorados cabellos sucumben prontamente.

-Un beso… no pido más -suplicó la sombra.

El sol no contestó de inmediato. Tibiamente, accedió.

La sombra acomodó sus formas, lentamente buscó los labios del sol con los suyos…pero no pudo siquiera tocarlos. Por donde ella pasaba, el sol moría.

Fue la primera vez que se derramaron lágrimas negras.

Tanto lloró la sombra que el mar de lágrimas cubrió la tierra. Las sombras rápidamente oscurecieron el mundo. Las tinieblas dominaron todo en pleno día.

El sol no pudo permitir que la noche se adueñara de su tiempo. Comenzó a calentar con sus rayos de vida. Concentró toda la energía de su corazón en los rayos más lumínicos que jamás impartió. De a poco, las sombras fueron cediendo terreno. Dos días le tomó al sol recuperar el dominio perdido.

Cuando al fin todo volvió a ser luz, notó que la sombra se había desvanecido. Ella murió para que su amor pueda vivir. El sol derramó apenas una lágrima cuando comprendió que precisamente ahí, cuando todo era claridad, estaba, en realidad, sumido en la más fría de las penumbras.