¡Volvimos! Teo Gutiérrez termina de adornar el
abultado resultado y River cosecha otra vuelta olímpica. Pero no es una más, y
eso que van varias. Es especial. Es la vuelta de la resurrección, la del Ave
Fénix, la del gigante arrodillado que comienza a levantarse. River campeón,
señores. Al fin las cosas como tienen que ser.
Este
campeonato recompone el orden del universo. Ese orden que se vio alterado el 26 de junio
de 2011. Un domingo más negro que nuestro paladar acostumbrado a saborear
victorias lujosas. Una marca que no se podrá borrar. El más grande caía
derrotado, vencido, humillado. El llanto de su gente inundaba el Monumental y
todo el país (menos algunos) con el corazón estrujado comenzaba a imaginarse
cómo sería competir en el Nacional B, cómo sería el camino de regreso, cómo
sería volver a levantarse.
No podía ser real lo que estaba ocurriendo. Era
impensado. Ni al primo más optimista se le hubiese ocurrido semejante tragedia.
Olave adivinaba el palo atajando un penal faltando pocos minutos para que
termine el segundo partido de la promoción contra Belgrano y entonces entendí
que íbamos a jugar el próximo año en la B.
Pero también fue ahí, en los momentos más oscuros, abrazado a un amigo del otro bando, pero también del bando de mi corazón, cuando decidí que sería más hincha de River que nunca. Cuando revestí de
orgullo mi corazón lastimado y con hidalguía salía a la calle con mi camiseta
rojiblanca, dispuesto a defenderla y a soportar las socarronerías poco
originales con la humildad qué sólo puede tener el más grande. Fue emocionante
darme cuenta que ese sentimiento no era sólo mío, y que cuando pensé que
lucharía una batalla injusta en solitario, descubrí que ciento de miles de
hinchas, todo un ejército de banda roja, con los dientes apretados y los puños
cerrados de impotencia, bronca y pasión, reventaron las canchas, revolucionaron
las calles, pintaron el país. Las
camisetas, las banderas, los gorros, los gritos de aliento, todo se multiplicó
por el dolor y las ganas de volver a ver a River donde debía estar. Todos fuimos hinchas. Verdaderos hinchas.
Demostramos lo que es estar en las malas. Lo que significa “esta campaña
volveremo’ a estar contigo”.
Jugadores que regresaron a casa dejando de lado
contratos y diferencias con dirigentes. También estrellas que quisieron seguir
brillando en Nuñez llegaron para calzarse por primera vez el manto sagrado.
Pibes de inferiores ansiosos por recuperar la gloria perdida defendiendo el
estilo millonario. Populares repletas. Entradas agotadas. Abrazos incontables.
Bronca liberada en cada gol. Eso fue River. Esa fue la marca más grande de la
historia. Una marca que nunca podremos borrar. Porque es la marca que hoy, con
un nuevo campeonato argentino conseguido, sella definitivamente lo grande que
somos. Porque grande no es el que no cae, sino el que se levanta. El que
resurge. El que vuelve a ser grande luego de tocar fondo.
Estábamos empalagados de vueltas. Obnubilados de
triunfos, de estrellas, de grandeza. Nos creímos eso de ser el más grande. Era lógico salir campeón. Natural. Los
campeonatos no se disfrutaban como se debían disfrutar. Las glorias conseguidas
opacaban los nuevos triunfos y el brillo de las coronas conseguidas
menguaba con cada campeonato obtenido.
Es por eso que tuvimos que caer, tuvimos que arrastrarnos y ser humillados. Fue
una lección. Crecimos.
Es por eso que no fue el 23 de junio de 2012
cuando volvimos. Fue el domingo.
Es por eso que se festeja como se festeja. Se
siente como se siente. Es por eso que el técnico más ganador de la historia se
emociona como nunca antes y llora sin consuelo, casi como toda la tribuna, y
sus lágrimas hacen que por mi cabeza pasen imágenes como un flash, y vea a mi
viejo lagrimear el día del descenso; y veo a Almeyda peleándose con la policía para
poder besarse la camiseta de River; veo a Lamela desparramando rivales pero
escondido detrás de su llanto impotente; veo a Martínez ganando de cabeza en el
área de Chacarita comenzando el operativo regreso y veo a Trezeguet definiendo
cruzado de zurda desahogando el grito de gol con más rabia y bronca, pero lleno
de alegría, que escuché en toda mi vida; veo a Ponzio sangrando y dolorido, dejando la vida en cada cruce preciso
empujando al equipo; veo volver a Cavenaghi y al Chori y mis gracias eternas
por amar la camiseta como yo; veo a un
mundo que observa en silencio, incrédulo y sorprendido ante semejante muestra
de grandeza, de coraje y de huevos, y esa es la mayor muestra de respeto que
supieron darnos sin darse cuenta siquiera; veo a Ramón Díaz arriesgando su
historia para estar en el lugar que más ama en el mundo; veo a Funes Mori
elevarse en el área ajena para callar a una bombonera que festejaba el empate; veo
a Chichizola sacar un penal clave sobre la hora para ganar un partido de
infarto; veo guapenado al otro mellizo para dejarle servido el segundo gol al
rey David, un gol que grita todo el equipo, pero también lo grita el cuerpo
técnico, los dirigentes, Labruna, el
Enzo, Di Stéfano, Crespo, Mascherano, la
gorda Matosas y todas las glorias millonarias. Un gol que gritamos todos.
Es por eso
que los jugadores cantan como hinchas y las lágrimas vuelven a inundar el
Vespucio Liberti, pero esta vez es de pasión y alegría. Es por eso que los
abrazos se multiplican y celebran tanto aquellos jugadores que volvieron, los
que se tuvieron que ir y los que se quedaron. Es por eso que parecen eras hasta
el anterior campeonato. Es por eso que se festeja en el tablón, pero también
Argentina se sube al Chevallier rojo y blanco que da la vuelta envuelto en
trapos y se cuelga de la medalla conseguida. Una más siendo grandes… pero la
primera siendo el más grande de todos. Lejos.