El banco donde la espera sentado está estratégicamente ubicado. Durante el
día, el techo del porche lo resguarda del rocío matutino, pero deja que los
primeros rayos del sol logren alcanzarlo. En el ocaso, las sombras del barrio
cubren el mundo y desde el banco puede contemplarse el asesinato a sangre fía
de los colores del firmamento a mano de las primeras estrellas de la noche.
Hoy el día está gris. Ella siempre llega temprano. Él tiene la mirada fija
en el final de la calle, cubierta por la bruma. Está ansioso. Siempre es igual.
Incluso la noche anterior le es imposible dormir. Por su cabeza comienzan a
cruzar sonrisas, miradas, gemidos. Sabores, olores, colores. Todo lo que
compartieron mientras ella estaba viva.
En el interior de la casa, su familia comienza a bullir y los sonidos de la
vida llegan hasta el banco, pero él no reacciona. No los oye. O quizás, sólo
los ignora. Su mujer es hermosa. Y es más hermosa todavía cuando atiende a sus
hijos. El cabello pelirrojo es natural. Sus labios deseables parecieran estar
siempre pintados, húmedos. Sus ojos son ojos seguros. Su mirada, puede
derrumbarte en sólo un instante que te agarre desprevenido. La ama con toda su
alma. Honestamente.
En la fría bruma de agosto alcanza a
dibujarse una silueta conocida. Avanza lento pero sin detenerse. Lo primero que
ve, siempre son sus ojos. Verdes y gigantes. Ella lo descubre inquieto en el porche
y esos ojos recuperan el brillo que vivifica todo lugar. Él reconoce esa
mirada. No ha cambiado. Cada vez que ella lo mira de esa manera, un frío
incontrolable recorre su espina dorsal erizando su humanidad. La primera vez,
fue en una fiesta familiar. Ella se había mudado recientemente a la ciudad y su
madre había insistido (no demasiado, porque ella hacía lo que fuera por su
madre) que la acompañara. Él notó su presencia apenas irrumpió en la
habitación.
Sencilla pero elegante, se adueñó del lugar. Su cabello rubio reposaba en
sus hombros y un listón negro acomodaba su flequillo que casi llegaba hasta sus
ojos. Estaba sola y sonreía. Para nadie. O para todos.
–¿Quién es ella? –preguntó a su primo, señalándole con la cabeza la rubia
presencia.
–Es Blanca. Hija de la “tía” Elena –hizo con los dedos la seña de las
comillas mientras pronunciaba la palabra tía. –No te hagás el loco, Benja. Es
tu prima.
–Ni cerca, es mi prima segunda, o tercera, por ahí –refutó secamente.
–Llegó hace unas semanas de Buenos Aires. Estaba estudiando allá.
Ella comenzó a ascender por la escalera de acceso. Su proximidad lo trajo
nuevamente al presente. Blanca se detuvo frente a él, sosteniéndose de la
baranda.
–Hola –su voz mezcló el miedo, el dolor, y la ausencia en esa sola palabra.
Él quiso tomar su mano, pero no pudo sentirla. Todavía no se acostumbra a
estar tan cerca y tan lejos. No puede evitar los impulsos de pretender sentir
su piel tibia calentarle el alma. En cambio, sólo pudo apoyar su mano en el
frío barandal. Frío por la temperatura del día, pero más frío porque el solo
contacto con el metal lo transportó a esa camilla en la morgue, cuando vio su
cuerpo por última vez. Horas antes había peleado en la mesa del quirófano
contra la muerte. Una pelea perdida. Sus colegas le recomendaron que no se
hiciera cargo de la cirugía, pero sabía que sólo él podría realizarla con éxito
y Blanca no hubiese dejado que otro médico interviniera. Fueron cinco horas
aferradas a la esperanza, pero, pese a su mayor esfuerzo, no pudo salvarla. El
corazón de Blanca se detuvo en sus manos. Pero la vida que cesó fue la de
Benjamín.
–Hola, bonita –respondió él y la angustia se filtró por su voz.
Juntos se sentaron en el banco y dejaron que el tiempo le robara algunas
palabras, silencios y sonrisas. Pero sobre todo, les robara deseos. Deseos de
poder sentirse.
Benjamín notó el cabello rubio desordenado y quiso acomodarlo detrás de la
oreja perfecta. Detuvo su mano al recordar que era inútil intentarlo. Era
inútil por dos motivos. Porque ahora no podía tocarlo y porque, como siempre,
al siguiente movimiento el cabello protestaría nuevamente y se escaparía del
lugar donde lo terminaba de acomodar. Ella odiaba que lo hiciera, pero él no
podía evitarlo, entonces nunca se lo hizo notar.
La conversación era menos fluida que antes. Le costaba encontrar un tema en
común. No quería preguntarle cosas tales como “¿Cómo estás?”, “¿Qué has
hecho?”. Sin embargo, poder contemplarla era suficiente. Y ella, como siempre,
sonreía. Sonreía con esa sonrisa que Benjamín no podía resistir. Era esclavo.
Indefenso. Una sonrisa que nació después de su primer beso, porque antes nunca
la había tenido.
Fue en ese mismo lugar. El mismo banco. Habían conversado de nada y de
todo. Entonces él se puso serio, acomodó el cabello de Blanca detrás de su
oreja y detuvo sus ojos en los de ella. Los ojos verdes se abrieron grandes.
Hermosos.
–Te amo –dijo él sin resquemores ni preámbulos.
–Lo sospechaba. Porque mi amor por vos es tan grande que sólo pudo haber
crecido de este modo siendo correspondido.
La besó tiernamente. Sus vidas cobraron sentido y valor.
–Quiero que estés toda la vida conmigo, rubia.
Ella lo miró y sonrió con la nueva sonrisa recién nacida. Una sonrisa llena
de promesas. De anhelos y misterios. Una sonrisa que quebró las limitaciones
del tiempo y aunque toda la vida hayan sido apenas unos pocos momentos más,
todavía, hoy, sigue prometiendo.
Todos los 27 son iguales. Ella llega, se juntan, se observan, se aman. Y al
poco tiempo, se despiden.
–No te vayas, por favor –suplica él y llora en silencio.
–No puedo quedarme. Nunca podré.
–Debe haber un modo…
–No lo hay.
–Debe existir una manera de que te quedes conmigo…
–Estoy contigo.
–Te amo.
–Lo sospechaba.
Ya no intenta sentirla. Sabe que es en vano. Cierra sus ojos y maximiza sus
recuerdos. Recuerda su perfume. Recuerda el tibio roce de su piel. Revuelve sus
emociones guardadas en la memoria. Y
llora.
–No llores, mi amor –dice Blanca con un tono de voz consolador.
Él no responde. Traga su resignación.
–Con el tiempo todo será mejor…
–El tiempo es sólo una daga que se clava más profundo con cada recuerdo.
–Con el tiempo, ya verás, vas a poder olvidarte de mí… y ya ni vas a querer
que venga a visitarte.
Benjamín sólo hizo un gesto incrédulo.
–Eso sí es imposible. Jamás voy a poder olvidarme de vos. Y es de este modo
porque yo no quiero hacerlo.
–Deberías intentarlo.
–El día que no seas parte de mi vida… será precisamente porque ya no tendré
una.
–Y esto que tenés… ¿es una vida?
Alzó los ojos y los clavó en los ojos de Blanca. Quiso decirle que no. Que
él también murió con ella y que sólo le quedaban sus signos vitales. Que cada
vez que se despiden un pedazo de su alma se desprende y se escabulle entre su
pelo rubio y ahí duerme para siempre. Pero no contesta. No es necesario. Ella
siempre supo de antemano lo que él está por decir. Así de mucho se aman.
–Me voy, amor…
–Adiós.
La figura se pierde en la misma
bruma que la trajo. Vencido, Benjamín se deja caer en el banco del porche y
llora. Intenta hacerlo en silencio, pero no puede. Todos los 27 son iguales.
Por eso, María, su esposa, sabe lo que está pasando afuera y decide que ya es
momento de consolarlo.
Se sienta junto a su esposo y lo abraza. Él rompe los cerrojos de su dolor
e inunda el hombro de la mujer que lo ama. Después de un tiempo, lo invita a
pasar y tomar un té. Sabe que querrá un té de hierbas. María ya dejó agua caliente
preparada, porque todos los 27 son iguales. Lo toma de la mano y lo conduce al
mundo de los vivos nuevamente. Antes de entrar, Benjamín mira sobre su hombro y
la busca, pero Blanca ya no está. Todos los 27 son iguales.
Tenía que ser un 27?...
ResponderEliminarTenía que amarlo alguien mas?...
Tenía que dejarme el corazón así de hinchado?...
Muyyy buenooooooo!!!!! :D
ResponderEliminarLy
Oh!!!
ResponderEliminarTriste 27..
ResponderEliminarTriste saber que lo que se tuvo, por más ganas que le pongas, no está más...
ResponderEliminarTriste el recorrido al "mundo de los vivos" otra vez...