"El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia,
si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo"


domingo, diciembre 16, 2012

¡Maranatha!


Señor, mi Dios, esta es la primera vez que siento la necesidad de hacer una oración escrita. Escribo porque tengo muchas cosas en la cabeza y escribir siempre ha sido mi verdadera manera de hablar. Hoy murió mi abuela Lidia. Murió a la 1.10 am. lo cual es muy lógico, porque en su cabeza no cabía la chance de hacer nada más que adorarte en el día santo del Señor, ni siquiera morirse y de ese modo obligarnos a andar de aquí para allá, arreglar precios, pagar, pero sobre todo, estar triste un sábado. Hoy sé que mi vida, de ahora en más y hasta tu regreso, no será nunca más la misma vida. Ahora está incompleta.

Primero comencé a escribir para mí, para llorar y desahogarme en las letras, pero luego me di cuenta que tal vez mi abuela, de alguna manera, podía dar testimonio una vez más. Ella vivió su vida para eso, Señor, para ser un testimonio vivo de tu amor y tu poder.
Por eso es que escribo algunas cosas que yo sé, Señor, que vos sabés muy bien, pero que pueden ayudar a que otros que lean esta plegaria entiendan qué clase de persona fue mi abuela.

Señor, no sé siquiera cómo comenzar. Imagino que debería agradecerte. Lo que no sé es qué agradecer primero. Quiero agradecerte por haberla cuidado durante toda su vida, quiero agradecerte por haberla llevado al descanso sin dolor, quiero agradecerte porque estuvo lúcida hasta que cerró sus ojos para ya no abrirlos, pero en especial, quiero agradecerte por haberla elegido para que sea mi abuela.

Porque fue ella, Padre, la persona en quién te conocí. Fue ella la persona que desde que nací me mostró tu amor con el ejemplo, con la rectitud y la fidelidad que no he visto en otra persona. Siempre testificando que ella vivía solamente porque vos tenías un plan para ella. Porque ella sabía que las probabilidades eran una en mil cuando le extirparon un tumor en su cerebro hace 60 años, cuando ese tipo de operaciones eran muy precarias todavía. Porque ella sabía que los médicos apenas auguraban veinte años de vida, quizás quince, sin asegurar una buena calidad de vida. Porque ella sabía que era un milagro vivo. Y nunca, pero nunca jamás, dejó de testificar de tu amor para con ella y cómo se había manifestado tu poder, cuando hoy, a sus 80 años, tu sanidad tiraba a la basura los presagios médicos.
Porque fue ella la que me enseñó que hay que ser buenos con todos, incluso más con los que no son buenos con nosotros. “Sino… no podemos decir que somos cristianos”, decía con la simpleza propia de la teología pura. Porque fue ella la que me enseñó a ser fiel con el diezmo, religiosamente, eligiendo para eso los billetes más nuevos y menos arrugados. “Esta moneda está muy linda y brillosa”, decía mientras me la daba, “capaz que te conviene guardarla para darla de ofrenda en la escuela sabática” concluía. Porque fue ella la que me demostró la confianza en Dios y la valentía con la que se deben enfrentar los problemas y las tristezas de esta vida de pecado. Porque fue ella la que lloró por todos hermanos cuando murieron, pero nunca protestó su suerte y siempre bendijo tu nombre (sé que la hiciste pasar por esto porque ella era la única capaz de soportarlo). Porque fue ella la que desde su reposera de tela me enseñó a leer y a aprender mis primeros versículos de memoria. Porque fue ella la que me llamaba para que la acompañe a dar inyecciones a domicilio, enseñándome que con esfuerzo y sacrificio se podían lograr las metas planteadas y que nuestro trabajo, por más insignificante que parezca es importante si hace para honra de Dios. Porque fue ella la que me enseño que existe un tiempo para todo y que la paciencia es una virtud valorable y que es “preferible perder un minuto de la vida y no al vida en un minuto”. Porque fue ella la que bajo la lluvia me buscaba y me llevaba en brazos cuando yo, desde mi casa (que estaba al fondo de la casa de ella), le gritaba por la ventana “¡Abuela, abuela! ¡Buscame!” y mi mamá no me dejaba atravesar corriendo el patio como cualquier otro día sin aguaceros. Porque fue ella la que me hacía dormir cantando con su voz mágica la canción de su gatito mimoso y muy picarón, temeroso de los perros bulldogs. Porque gracias a ella sé que quedo “lindo con barba, pero mucho más lindo bien afeitadito”. Porque el olor de su cocina humeante me cobijó de pequeño y sueño, Señor, sin ser irrespetuoso, que en la Tierra Nueva que tienes preparada para nosotros exista algo parecido a un horno, para que Claudio y Cori puedan volver a saborear sus tartas de ricota y yo, junto con la leche chocolatada preparada por sus manos ya no temblorosas, pueda comer esas galletitas con maní que endulzaron mi vida.

Gracias, Señor, por haber puesto a esta mujer maravillosa en mi vida.

Y gracias, Señor, por haberla cuidado con tanto amor en sus últimos días. Porque cuando pensamos que lo que andaba mal en su cabecita podría ser Alzheimer me di cuenta que existen cosas peores que la muerte y que ella siempre lo supo, porque me dijo que cuando llegara su momento quería poder irse rápido y sin perder su memoria. ¿Sabés por qué deseaba eso, Señor? Claro que sabés… “porque quiero poder entregar mi vida a Jesús una vez más antes de morir”. Gracias por permitir ese diagnóstico errado, porque cuando la maldita resonancia nos contó la verdad, que la abuela se nos iba en horas, el dolor de perderla tuvo, incluso, saborcito a alivio. Gracias por permitir, Señor, que su deseo se cumpliera. Antes de que su cabecita dejara de vivir, ella cantó himnos en alemán, en castellano, oró por ella, por mi abuelo y por sus nietos. Estoy seguro, mi Señor, que pudo entregarse una vez más a vos en ese momento, justo antes de dejar de ser.

Quiero agradecerte, Señor, por haberme dado la oportunidad de haber sido yo el que acomodaba su cabello (ese cabello lacio que tanto dolores de cabeza le traía para peinarlo) cuando suspiró por última vez y por haberme dado la chance de despedirme de ella el día anterior. No fue el mejor lugar, lo sé, pero el tiempo que nos quedaba era poco y nos acabábamos de enterar. Yo corrí hasta la ambulancia en donde estaba ella esperando para ser trasladada luego de esa maldita resonancia. Ella me vio llegar y sonrió. Estaba asustada. Me agarró el brazo y lo abrazó apretándolo junto a su pecho. “Mi nieto”, dijo, no con su voz de siempre porque ya le costaba hablar, pero sí con el mismo amor que ni todos los derrames cerebrales del mundo podrían apagar. Y después, mi abuela, giró su cabeza y buscó a las enfermeras para presentarme. “Este es mi nieto” dijo, orgullosa de mí, porque siempre me hacía sentir que estaba orgullosa de mí, “Este es mi nieto” les dijo otra vez. Hablamos otro poquito, yo le hice algún chiste, ella sonrió… y cuando estaba por irse le di un hermoso beso, el último estando ella consciente, y le pude decirle cuánto la quiero, porque aunque ya no esté la sigo queriendo. Después, al día siguiente, volví a darle otros besos, pero ya no sé si ella estaba todavía en su cuerpo, que respiraba, pero ya descansaba.

Quiero agradecerte, Señor, por todo el amor que demostraste en estos días. Primero me enojé con vos por la injusticia de hacerla sufrir una enfermedad cruel como el Alzheimer. Ella no se lo merecía. Pero, después, como siempre, me hiciste ver cuán sabios son tus caminos y cuán poca fe es mi fe y mi confianza.

Gracias, Señor, por tanto cuidado. Gracias por mi abuela.

Yo tengo la sospecha, Señor, que el Cielo debe tener el mismo olorcito a la casa de mi abuela. Que los ángeles debían envidiar sus ojos azules y brillosos, pícaros, profundos y honestos. Que apoyar la cabeza en una nube debe ser igual que dormir en su regazo. Sospecho que las melodías celestiales deben tener el eco de su voz. Esas son sospechas mías, sospechas de nieto mamengo. Pero no me queda una duda, ni una pequeña siquiera, Señor, que esos ojos volverán a brillar cuando vengas en gloria y su voz se escuchará dando cantos de alabanzas cuando suenen tus trompetas.

Por eso, Padre, te pido nos colmes de tu Espíritu Santo, a mí y a mi familia, para que podamos ser como ella y reflejarte en cada paso que demos, en cada gesto hagamos, en cada cosa que realicemos, y que podamos entregarnos a vos en cada momento de nuestras vidas, Padre, para que podamos correr a abrazarla una vez más en ese Glorioso día de la resurrección.

Mi corazón quebrantado por su ausencia pide tu consuelo. Quédate, Señor, con todos aquellos que fueron tocados por su amor y que van a extrañarla tanto, en especial mi abuelo Bernado, su compañero de caminos durante 63 años de amor, sus hijas Mirta, mi vieja, y Clelia, y todos nosotros, sus nietos amados. Bendícenos. Danos la fuerza para seguir sin ella.

Pido todo esto y sé que no lo merezco, Padre. Pero conozco los méritos de Jesús, el que venció a la muerte en la cruz, de una vez y para siempre y en su nombre elevo esta oración. Amén.


3 comentarios:

  1. Qué lindo! Qué linda abuela, qué maravilla de relación, inmejorables recuerdos.
    Tu abuela no se fue, tu abuela está en tu corazón de nieto.
    Un abrazo...

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  2. Al menos lograste despedirte. Yo ni siquiera alcance a llegar al funeral de la mia. Solo Dios nos consuela. Confiamos en sus promesas de pronto reencuentro.
    Fuerzas para seguir.
    Ly

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  3. Cada vez que me siento desfallecer extrañando a mi Papá, vengo a releer lo que que compartiste acá. Y anhelando también el consuelo y las fuerzas para seguir... mi corazón se reconforta nuevamente, cargo las pilas para seguir, guardando en mi memoria lo vivido...
    Maranatha.

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