Es curioso, pero al cerrar los ojos es cuando la puedo ver con más nitidez. Es por eso que me apresuro a abrirlos, porque la primera imagen que aparece es siempre la misma y no quiero soportarla otra vez.
Ojalá
pudiera ser como un televisor y presionar el botón para cambiar de canal de un
control remoto con los números borrados. Sintonizar algún programa trivial y
poder detenerme en las nuevas tetas de una rubia escultural sin noción de la
vida. Pero no se puede. Siempre es la misma imagen. Siempre es el mismo brillo
en sus ojos. La misma angustia. El mismo miedo. La misma confusión. Y siempre,
sin excepciones, el mismo frío hiela mis huesos, recorre mi espina dorsal
clavando agujas en cada una de mis terminaciones nerviosas.
A veces,
sólo la veo caer. Es apenas un segundo.
Pero es un segundo eterno. Ella agita sus brazos buscando aferrarse a cualquier
cosa que evite su desplome, pero nada llega en su auxilio. Su cabello se enreda
en el aire y puede verse casi en toda su extensión debido a la inercia provocada
por el empellón. Escucho los sonidos apocados de la escena, como en un universo
secundario, sin perturbar mis otros sentidos. Dos vasos ruedan sobre la mesa
que ella golpeó con su cadera antes de caer. Uno se estrella contra el piso y
se hace añicos. Distingo los miles de cristales que se desparraman por la
habitación mientras el otro vaso se esconde bajo una alacena con la puerta mal
cerrada. Creo que intenta gritar mi nombre, pero es tan efímero todo que no
alcanza a acomodarlo en su boca. Es todo tan rápido. No puedo reaccionar y veo
como se esfuma su vida en un segundo.
Otras
veces la imagen comienza en el momento exacto en que estoy empujándola. La
discusión fue airándose poco a poco. Me gritó, me insultó, me dijo cosas que no
quiso decir, y en un intento camuflado de pedir disculpas, buscó abrazarme.
Irritado, la tomé fuertemente de sus hombros, los mismos hombros que nunca me
cansaba de acariciar, y la alejé con todas mis fuerzas. Esa vez, cuando mis
dedos furiosos se hundieron en su carne firme, fue la última vez que pude
sentir la calidez de su piel tersa. Después, se repite la escena. Brazos
agitándose, vajilla rota y oscuridad.
Algunas
veces sólo aparece su cuerpo inerte sobre el piso frío de la habitación. Otras,
solamente veo los borbotones de sangre que colorean el cuadro de un color rojo
perpetuo.
En otras
oportunidades, mi trance se extiende más allá del cerrar los ojos, y me
encuentro recordando los artilugios que implementé para burlar las pericias forenses
y simular un accidente. Me veo suplicando al cielo un milagro injusto y que mis
manos no hayan profanado su piel dejando marcas delatoras. Me escucho llamando
a una ambulancia, impostando mi voz con desesperación. Me observo caminando de
un lado para el otro en la sala de espera, simulando incertidumbre y
quebrándome en llanto cuando me dan una noticia que ya esperaba.
En estas
oportunidades, siempre que abro los ojos, una lágrima de dolor sincero se
filtra en mi mirada y surca mi rostro con su lánguida amargura. Lloro porque
todavía la amo. Lloro porque descubro lo que soy capaz de hacer. Lloro porque
entiendo la clase de basura que soy.
Pero hay
veces, las peores veces, en donde sólo puedo ver sus ojos azules brillando por
las lágrimas contenidas. No es el mismo brillo que tenían cuando la conocí, resplandecientes
detrás del rímel prolijamente distribuido. Tampoco es el brillo que destellaban
cuando sonreía y que inspiraba besarla. Mucho menos es el brillo letal que
irradiaban cuando nos fundíamos en una sola pasión. Para nada, este es un
brillo que sus ojos sólo tuvieron ésta vez. La última vez. Un brillo opacado
por el miedo y la angustia. Un brillo triste. De dolor. Un brillo de muerte.
Es esta
mirada lo único que hoy me sostiene, porque no puedo traicionarla. Es ese
brillo el verdugo que ejecuta mi condena instantánea y eterna. Hace tiempo ya que
intento no cerrar los ojos, nunca. Porque el frío en mi espina dorsal me revela
que podré huir toda mi vida de la justicia humana, pero que jamás podré escapar
de esta cárcel sin rejas, impuesta por mi nombre silenciado en el grito que
nunca pudo ser.
La Nan pasò por acà primero que todos!
ResponderEliminarMe gustó el modo elegante de decir "Pri!"
Eliminar"Eeeemm... bueno"
ResponderEliminarQue lindo desayunar con vos!!!
ResponderEliminarque lo pariò diria mendieta.
ResponderEliminarups!! nos salvamos!!! ;)
ResponderEliminarmuuyyyyyyyyyyyyy buenooooooooooo!!!
Ly
Es lo que llamo: "vivir con la sombra de alguien en tus ojos"...
ResponderEliminarGenial! Como siempre! :-)
La peor cárcel es esa que no se ve. La que nos imponen o que nos imponemos. Porque no hay jurado que te absuelva de un corazón culpable, aunque, a veces, no se sepa muy bien cuál fue el error.
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