La belleza
siempre es subjetiva. Lo que para algunos es bonito para otros puede llegar a
ser detestable. Sin embargo, estoy seguro que nadie en mi lugar podría cerrar
la boca ante el paisaje que estoy contemplando. Es una mezcla de colores y
armonías, pinceladas locas y trazos formales. Es el paisaje más hermoso del
mundo.
Fue mi madre
quién me lo presentó. En realidad, yo lo conocía bien porque lo había cruzado
infinidad de veces. Pero fue luego de mi primer desencanto con el amor cuando
ella se revistió de sabiduría, me tomó de la mano y me hizo ver lo que siempre
había estado ahí pero yo nunca había notado. Me enseñó a apreciar lo perfecto
de la creación y hoy, cada vez que una lágrima desengañada decide aparecer en
mis ojos, vuelvo al mismo lugar que merma mi dolor y reconforta mi alma.
Es muy complicado
describirlo con palabras porque la imponencia y magnanimidad del espectáculo
hacen que el lenguaje derrape una y otra vez buscando la expresión necesaria
para figurarlo. La montaña prominente y
afilada quiebra el horizonte y es el punto más resaltante del paisaje. Es
amplia en su comienzo y se va haciendo cada vez más angosta a medida que avanza
su extensión, para terminar en un vértice tan diminuto que hasta para un águila
sería complicado permanecer en él. En la base hay dos profundas cuevas casi
simétricas. El negro es tan cerrado que nunca he podido ver más allá de sus
entradas y los secretos del interior permanecen ajenos al mundo, solapados por
la oscuridad que los envuelve.
Un poco antes
de las cavernas reposan dos médanos extensos, atravesando casi de un extremo al
otro la extensión del paisaje. El valle acorralado por el relieve deja ver de
cuando en cuando un conjunto de piedras blancas alineadas perfectamente que
reflejan el sol y brillan como estrellas diurnas en esa bóveda celeste
terrenal.
Más allá de la
montaña destellan dos ónices como lagos de cristal. Cuando sopla el viento,
enmaraña las motas linderas que bailan al ritmo eólico que propone la brisa. No
pasa siempre, pero muchas tardes despejadas, cuando el ocaso está naciendo y la
luz cae como líneas pintadas con brasas encendidas, el cristal se vuelve
tornasolado y las chispas que irradia iluminan todo el lienzo perfecto, trazado
con colores y formas cuál mano humana jamás podrá reproducir.
Una meseta
desierta nace donde el sol cae y se extiende cubriendo el resto de lo que
alcanzo a ver desde mi lugar preferido para observar el cuadro total. Las
sombras de las elevaciones que se irguen desafiantes se proyectan dibujando
figuras danzantes que incrementan su tamaño y se van deformando a medida que el
astro va retirándose del día.
Cada parte por
separado es hermosa en sí misma, pero cuando se fusiona con la pieza vecina, amalgamándose perfectamente, formando así un todo
fantástico, que si no estuviera viendo pensaría que es irreal, solamente puedo
exclamar “¡Mierda, che! ¿Cómo carajo puedo ser tan lindo?” La verdad, se pasó
mi vieja cuando me mostró todo esto por primera vez en el mismo espejo, roto y
viejo, donde hoy estoy mirándome mientras
me lavo la cara intentando despabilarme para terminar el día con las pilas
recargadas.
Me gustó mucho! me voy a mirar al espejo yo también, ya vengo!
ResponderEliminarajajajajajaj!!!!
ResponderEliminarGrande Má! yo también tengo una! ;)
muuuuuuy bueno!!!
Ly
Será cuestión de buscar perspectivas positivas entonces...
ResponderEliminarCreo que estoy empezando a entender "La Alegoría de la caverna". (Platón)
ResponderEliminar;)
Ly
Con tan buena redacción, como siempre lo haces Capitán, tengo que reconocer que otra vez caí presa de la lectura tan cautivante que sabes crear...
ResponderEliminarAy capitán, y yo pensando durante toda la lectura, en que rincón geográfico de su terruño habían montañas...
ResponderEliminarCapitán! qué bueno tener lindos paisajes para inspirarnos, aunque sea así! Y será que todo depende con los ojos con que se mire!
ResponderEliminarAbrazo desenfocado!